Autopercepción
Hay una discusión,diferencia debate que tengo desde hace tiempo con Carmen Alcaraz sobre qué soy, profesionalmente hablando. Qué soy yo, qué es ella, qué nombre le ponemos a eso.
Partamos de una base: ponme una etiqueta, la que sea, que, de entrada, me voy a rebelar contra ella.
Sigamos: Carmen se define, entre otras cosas, como periodista. Yo no. Ella insiste en que lo soy, yo insisto en que no. Ella argumenta que escribo en prensa, que he hecho televisión y radio y que buena parte de lo que hago entra dentro de la definición de periodismo.
Yo defiendo que es una cuestión de identidad, de estar cómodo en un rol; que no me considero periodista porque nunca quise serlo, porque no estudié para eso y porque lo que hago cae, al menos en la mayoría de los casos en el terreno de la opinión, de la crónica o de la divulgación, cosas que a veces hacen los periodista y a veces otra gente. Y que yo me veo más en el lado de esa gente.
¿Qué soy, entonces? Es una pregunta que me hacen con frecuencia. La respuesta corta: divulgador o escritor. A continuación pon los apellidos que quieras. La larga: me cansan las etiquetas. Me parecen una manera de estandarizar, de meter cosas llenas de diferencias en un mismo saco.
Entiendo que quien me lo pregunta suele ser alguien que va a mencionarme en un texto, en un programa de radio, que me va a presentar en algún sitio o que quiere saber quién soy y que necesita algo que me avale de alguna manera. Me gustaría que fuese su criterio -el suyo, el de su medio, el de su organización- el que me avalase y que no hiciera falta más, que bastase con que yo esté allí o se me mencione y eso, para quien lo lee, lo escucha o asiste porque le da credibilidad a esa persona/publicación/evento, fuese suficiente.
Pero con lo que nos gustan los títulos, los departamentos, los gremios, las fincas cerradas y las medallitas eso no es suficiente. Así que escritor ¿por qué? Porque eso es lo que hago seis o siete horas al día, todos los días, laborables y muchos festivos, desde hace unos 27 años, porque a estas alturas he escrito unas cuantas decenas de miles de páginas de todo tipo, algunas de ellas en libros, algunas más en revistas y periódicos, muchas en informes, en guiones, en escaletas, en blogs, en memorias técnicas, en publicaciones científicas. Porque cuando haga mucho tiempo que yo ya no esté, eso seguirá ahí. Porque eso es a lo que me dedico y a lo que siempre me quise dedicar.
Divulgador, que no sé por qué es una etiqueta que no gusta nada, es la otra palabra que tampoco me molesta. Lo que hago, al final, es contar cosas, intentar narrar realidades que no siempre son muy conocidas, tratar de traducir un conocimiento que tal vez está extendido dentro de un gremio, de una profesión o de una zona, a un público más amplio de una forma comprensible.
Siempre he creído que la divulgación es algo realmente complicado. Exige tener suficientes conocimientos de un tema como para desenvolverte en él con un mínimo de soltura y, además, tener los recursos para adaptar esos conocimientos a audiencias que, en muchos casos, no tienen conocimientos sobre la cuestión.
Admiro muchísimo a gente que consigue que yo, que soy de letras, entienda y me emocione con conceptos de física, de astronomía o de botánica. Los admiro porque, como cualquiera, he sufrido a profesores, muchos de ellos expertos, que incluso en temas de los que sé algo y que me gustan se han convertido, por su torpeza a la hora de exponer las cosas, por su incapacidad de entender a la audiencia que tiene delante, en auténticos dolores de muelas.
Por eso admiro a quien es capaz no sólo de contarlo con un cierto ritmo, sino de hacer que se entienda y, lo que es más, que resulte atractivo. Por es esa es una de las etiquetas que menos me incomodan. Ojalá todos fuésemos un poco más divulgadores y nos quitásemos los complejos.
En cualquier caso, no tiene mayor importancia. Y si la tiene, creo que está en el hecho de que reflexionemos sobre nosotros mismos, sobre lo que hacemos, sobre cómo nos vemos, sobre cómo nos ven, sobre en qué ropa nos sentimos cómodos.
Atlantismo
Aunque a veces esa percepción sea solamente nuestra. O aunque se base en verdades a medias y nos defina más de lo que imaginamos.
Me lo hacía ver ayer mismo un amigo, hablando sobre la identidad culinaria gallega y esa etiqueta que tantas veces le ponemos en los últimos años: atlántica.
La cocina gallega es atlántica. Bueno, depende. Díselo a alguien de la montaña del sureste ourensano, de Valdeorras o de Monforte de Lemos, que igual tiene algún matiz que introducir a partir de los platos tradicionales en su zona, los cultivos más habituales o el clima.
Pero aceptemos que, sí, que en general hay una gran identidad -ya estamos de nuevo con las identidades y su capacidad para borrar diferencias mediante etiquetas- ¿es atlántica? ¿qué es una identidad atlántica?
Atlántica como Bretaña, como Irlanda, como Inglaterra, te dicen normalmente. Atlántica como el Mar del Norte, como Dinamarca. Es curioso que solamente miramos hacia el norte.
¿Y todo ese mar que hay del Miño hacia abajo, hasta pasar Sudáfrica? ¿Y toda la orilla de enfrente? ¿Es que lo que cocinan en la costa de Senegal no es cocina atlántica? ¿Es que tenemos mucho en común con la cocina de los pescadores de Angola? ¿Quizás con la tradición gastronómica de Bahía, de Pernambuco o de Barbados? ¿Más que con Albacete, con Burgos o que con Alicante?
Respecto a esto de las identidades creo que está bien pararse a pensar qué queremos decir cuando decimos atlántico. Y qué dice ese sesgo de nosotros. Porque igual lo que nos encontramos no acaba de gustarnos.
¿Hay algo más atlántico que la cocina de la comunidad de Cabo Verde que se instaló hace cuatro décadas en Burela, en la costa de Lugo? Sé que habrá quien me diga que eso es en realidad el Cantábrico. Y responderé, por tocar un poco las narices, que pocas cosas hay más atlánticas que el Cantábrico.
Porque Cantábrico es un concepto que en cierto modo, a poco que mires un mapa, pierde todo el sentido. Y si con eso no es suficiente, prueba a pensarlo en otro idioma. Cuéntale a un inglés que eso que él conoce como Bay of Biscay es, en realidad, otro mar, que las olas que pegan contra Estaca de Bares por la izquierda según miras hacia Irlanda son del Atlántico y las que pegan 50 metros a la derecha son otra cosa, dónde va a parar.
Identidades, etiquetas. Ganas de meternos en cajitas.
Otras cocinas ¿Nuestras cocinas?
Todo esto me lleva a algo sobre lo que he estado escribiendo en los últimos días ¿Qué es la cocina de un lugar?
Si hacemos el ejercicio de pensar en la cocina del lugar en el que vivimos todos tenemos claras cuatro o cinco ideas que aparecerán en primer lugar; si pensamos en otros lugares que no son el nuestro es posible que también se nos ocurran platos, productos, técnicas o sabores que los definen.
Sin embargo, no tengo tan claro cuánto nos definen en realidad o son algo que nos gusta creer que nos define. Igual me estoy complicando un poco y es mejor que me explique: Piensa en Galicia ¿Qué se te ocurre? Probablemente pulpo, marisco, empanada, lacón con grelos, filloas…
Es cierto, están ahí. Algunas más presentes y de manera más cotidiana, pero todas esas ideas responden en cierta medida a la realidad. Ahora, si hablamos del cocido gallego más habitual hoy tenemos que hablar de garbanzos, que ni son de aquí ni han estado siempre ahí; si hablamos de pan gallego tenemos que asumir que desde hace siglos se elabora en buena medida con harina de fuera, porque aquí no había -y sigue sin haber- la suficiente.
¿Pulpo á feira? No existiría sin el pimentón, y en la mayoría de los casos el aceite, importado. La sopa del cocido ¿Desde cuándo es tradicional esa pasta por aquí? Y la cocina de esos caboverdianos de la que hablaba hace unos pocos párrafos ¿dónde la metemos? ¿qué hacemos con la de la comunidad gitana?
O con las comunidades inmigrantes, algunas ya no tan recientes ¿Es el churrasco un icono de la gastronomía gallega a pesar de su origen argentino? Y si lo es ¿desde cuándo lo es? ¿dónde ponemos ese límite? ¿Es el Savel, un queso azul elaborado con leche cruda de vacas de raza Jersey criadas en extensivo en una pequeña quesería de la Ribeira Sacra menos gallego que un queso de Tetilla elaborado con leche pasteurizada de vacas frisonas, recogida aquí y allá, en un polígono a las afueras de Vilagarcía de Arousa?
Pienso en Vigo, por ejemplo, y pienso en pescados, en furanchos, en empanadillas en tabernas o en guisos de zapata en Bouzas. Pero pienso también en Purosushi o en el peruano Kero, porque también son Vigo en 2022. Porque son parte del paisaje. Lo son para mí y lo serán aún más para mi hija, quizás más que esos bares del puerto que salían tan bien en la foto pero que han ido desapareciendo porque la gente no iba, aunque ahora los añore.
No soy el primero que le da vueltas al tema, ni mucho menos. Salió, por ejemplo, cuando se recopiló el Corpus del Patrimoni Culinari Català. Y entonces, como nos pasaría ahora si nos empeñamos, se llegó a una solución de compromiso, válida para aquel caso y llena de matices y de posibles debilidades. Porque esa es otra cosa que pasa: la vida está llena de cosas que no tienen una solución universal, de cosas que a veces simplemente no tienen solución alguna, aunque sea a medias. Y eso nos obliga a pensar, a introducir matices, a caer en contradicciones y a aceptar el menor de los males. Es lo que tiene el pensamiento complejo.
Guerra
Algo así es lo que está ocurriendo con la guerra de Ucrania. No pretendo saber nada del tema, ni voy a dar aquí una opinión, que para eso ya tenemos los debates televisivos, aunque sí que quiero opinar sobre el motivo de muchas de nuestras posiciones y, sobre todo, sobre por qué nos está resultando a todos tan incómodo.
Leía esta semana un artículo en Medievalist.net titulado Ukraine as Europe: Medieval and Modern que me parece interesante porque explica parte de las incomprensiones que hacen que sea difícil un relato en términos de buenos y malos y una solución satisfactoria para todos y, sobre todo, porque vuelve sobre esa idea de la identidad, sobre cómo nos vemos y cómo nos ven.
Haz un ejercicio: piensa en Europa. En la Europa medieval, por ejemplo ¿Qué zonas geográficas te vienen a la cabeza? Probablemente aquella en la que vives y luego, quizás, Inglaterra y Francia. Piensa en personajes, reales o ficticios: quizás los papas, las cruzadas, el rey Arturo, Carlomagno… Sitúa ahora todo eso en el mapa y verás cómo, en la mayoría de los casos, tu idea de la Europa Medieval es la idea de la Europa occidental y atlántica.
Es algo que hemos alimentado desde hace más de mil años. Los europeo-occidentales nos vemos como parte de una cultura que nace de Grecia y Roma, que pasa por Carlomagno, por la Italia del renacimiento, que se enfrentó a los musulmanes en el sur y a los vikingos en el norte. Somos la Europa de las universidades de Bolonia, París y Salamanca, de los benedictinos y los cirsterciences, de París, Londres, Roma y Berlín. Es lo que nos han contado desde siempre.
En el otro extremo del continente, más o menos desde la misma época, hay una historia que cuenta una cultura, la de la esfera rusa, como nacida de Grecia y Roma, crecida en el imperio bizantino y que luego, a través de Kiev, llega tener su centro en Moscú. Si tienes interés en aprender algo sobre este tema, quizás este libro sea un buen punto de partida.
Ninguna de estas dos versiones tiene más razón que la otra. Las dos son falsas en buena medida, una construcción, una forma de vernos a nosotros mismos y darnos una cierta importancia a través de antepasados más o menos ilustres.
Pero eso hace que llevemos cientos de años dándonos la espalda, entendiendo el mundo desde posiciones completamente distintas. Eso hace que Rusia, que muchos rusos, sientan una relación especial, un vínculo con Ucrania que nosotros ni vemos ni entendemos. De ahí que, por nuestra parte, tendamos a ver a los ucranianos como europeos, pero europeos del este que es un poco como decir europeos distintos, mientras ellos tienden a verlos como parte de la esfera rusa, que es algo completamente diferente a esa Europa que existe en nuestras cabezas.
Y a esto se le suman muchas otras cuestiones que hacen que el análisis no pueda ser tan simple, que introducen matices, excepciones y que lo complican todo hasta un punto en el que no hay una solución sencilla, si es que hay una solución. No es algo en lo que quiera entrar, porque más allá del espanto de asistir a lo que está pasando, no tengo mucho que aportar.
Entro en el tema, de hecho, con toda la prudencia y toda la humildad posible, simplemente para usarlo como ejemplo de cómo visiones diferentes sobre el mundo hacen que tengamos posiciones diferentes. Al final volvemos a hablar de identidad y de autopercepción, de que las cosas son así, en buena medida, porque así nos vemos.
Gracias por estar ahí una semana más.
Algunos links
Me ha gustado mucho este trabajo de investigación de la Universidad de Viena sobre la Venus de Willendorf, porque aunque los titulares se empeñan en afirmar que han descubierto el origen de la figurilla, en realidad lo que han hecho es proponer su origen más probable.
En realidad proponen dos y los dos son interesantes. El análisis de la piedra parece indicar que su origen puede estar en canteras próximas al Lago de Garda, a más de 700 kilómetros de donde se encontró la figurita. Eso implica que hace más de 30.000 años habría un comercio entre el norte de Italia y el nordeste de Austria, con los Alpes por el medio. Y eso implica, por su parte, que habría rutas comerciales, quizás a través de los Alpes, con pasos bastante por encima de los 1.000 metros de altitud, quizás evitándolos, en una ruta de bastante más de 1.000 kilómetros. Cualquiera de las hipótesis es interesante.
Pero la investigación habla de un segundo origen posible. Menos probable, pero igualmente posible. Y ese origen -ya es casualidad- estaría en Ucrania, a más de 1.600 kilómetros en línea recta de Willendorf. 1.600 kilómetros a pie en la Europa del paleolítico. Lo cual, además de ser impresionante, vuelve a poner sobre la mesa eso de lo que hablaba más arriba sobre qué es Europa, dónde empieza y dónde acaba, la relación del occidente del territorio y lo que hoy es Ucrania, etc.
Lo bonito es que el análisis de la piedra, aunque apunta en las dos direcciones, parece inclinarse por la hipótesis italiana. Sin embargo, la versión Ucraniana podría relacionarse con la tradición de estatuillas de venus tardopaleolíticas que hay en aquella zona y no en Italia. Por otro lado, parece que hay más coincidencias genéticas entre la población de la zona de Willendorf y la de las canteras de Ucrania que con la del norte de Italia, a pesar de que la distancia es más del doble.
Lo dicho: casi nunca hay una solución fácil. Y si la hay, tiende a ser mucho más aburrida.
Lo que he leído
Seré breve, porque por hoy ya he escrito más que de sobra.
El Arte de La Ficción, de David Lodge es un clásico de la teoría de la crítica literaria que es fácil de leer y es interesante para cualquiera, aunque aún más para alguien como yo, a quien a veces le ponen la etiqueta de crítico gastronómico, por mucho que -otra vez- no me guste especialmente. Y lo es porque insiste en algo que todos deberíamos tener claro, pero que casi siempre olvidamos: la crítica -de literatura, de cine, de gastronomía, de arte- tiene mecanismos y recursos bastante más complejos y bastante más interesantes que el hecho de que algo te guste más o menos.
Es una obviedad, lo sé, pero es una de esas obviedades que tendemos a dejar a un lado.
Lo que he visto
Salyut-7. Está claro que estos días la cosa va sobre Europa del este.
Una película rusa, la más cara hasta su momento (2017) en el cine de aquel país, sobre un accidente real en una estación espacial. Es interesante asomarse a una superproducción ambientada en el espacio que no sea estadounidense. El ritmo es un poco diferente, pero funciona sorprendentemente bien.
Lo que he escuchado
Hoy termino con dos versiones muy distintas entre si.
La primera es la estupenda versión que AWOLNATION hace de Beds are Burning, el clásico de los australianos Midnight Oil, muy fiel al original, pero al mismo tiempo muy distinta, actual y retro al mismo tiempo.
La segunda, muy distinta, es la versión que Gayle hace de You Oughta Know, de Alanis Morissette. Sólo guitarra y esa voz que te pone la piel de gallina. Y un poco de ritmo programado al final, como en la original, pero 30 años más tarde. 18 años tiene, la criatura. Y esa voz.
Entro para decir que creo sin duda que eres un divulgador gastronómico. Y también para meter el dedo en la llaga en la cuestión del periodismo, que soy un poco purista: se puede hacer periodismo sin ser licenciado en periodismo, pero periodista sólo es quien está licenciado. In my opinion.