Ideas con sentido
Porque cada vez me aburren más cosas y, al mismo tiempo, hay más que me gustan
Vengo del mundo de la estética. Estudié historia del arte, trabajé con distintas ramas del patrimonio cultural y de su divulgación durante una década. Veo las cosas desde ahí. Creo que esa formación ha hecho que busque una cierta lógica de conjunto en los trabajos creativos, algo que haga que todo encaje más allá de lo simplemente bonito (o sabroso), que haya un fondo y no solamente una apariencia más o menos resultona. Es una deformación profesional.
Me gusta pensar que es por eso, aunque creo, también, que el paso de los años pesa; que, quieras o no, con el tiempo empiezas a haber visto suficientes cosas como para entrever, más allá de su superficie, el armazón que las sostiene, que es el que verdaderamente importa y el que muchas veces, aún bajo caparazones bonitos, simplemente no está. Al menos, me gusta pensar que tengo un poco de esa capacidad, por mucho que, seguramente, me la cuelen con cierta frecuencia.
Pilpil de verduras. Restaurante Farragua (Gijón).
El tiempo hace que tras descubrir, efectivamente, que te la han colado aquí y allá, desarrolles una capa de cinismo, una cierta distancia que no acaba de encantarme, pero que me temo que es inevitable. Los excesos de relato, de actitud, de pose y de gesticulación llevan a que a veces te encuentres pensando ¿pero qué me estás contando? quizás de una manera un tanto injusta. Pero injusta o no, está ahí. Es mejor saberlo.
A veces tengo la sensación de que con la edad me vuelvo más intransigente, más rígido, que tiendo a quedarme más frío. Cada vez dejo más libros antes de acabarlos, cada vez puntúo películas con menos entusiasmo (tengo un listado en Letterboxd, si a alguien le interesa). Y no es una sensación que me encante, esa de caminar hacia el anquilosamiento, porque pensar que quizás has perdido la capacidad de emocionarte, si te paras a darle una vuelta, es bastante descorazonador.
Una aleta de pinto a la brasa no es un plato pensado para triunfar en redes sociales ni con todos los clientes. Restaurante Nordestada (Portosín).
Pero me doy cuenta, al mismo tiempo, de que esa impresión no es totalmente cierta. Dejo libros, sí; puntúo películas a la baja, es verdad. Pero porque creo que hay otras cosas que me pueden interesar más, cosas que en algunos casos conozco, pero en su mayoría no. Y, puesto a perder el tiempo, prefiero no dedicarle ni demasiadas horas ni demasiado entusiasmo a algo que sé que va a pasar, con suerte, sin pena ni gloria y centrarme, si acaso, en la búsqueda y, con suerte, en el descubrimiento. En el descubrimiento para mí, quiero decir, no es descubrirle cosas al mundo, que ese no es mi negociado.
Con frecuencia pienso que soy un pesimista, aunque suelo acabar concluyendo que no, que en realidad mi postura es la más optimista de las posibles. Porque no acepta la derrota; porque se basa en la convicción de que hay algo mejor, de que si no lo hay puede haberlo pronto y que, por lo tanto ¿para qué buscar por dónde emocionarte con algo que sabes que no te interesa, para qué conformarte, cuando puedes dedicar ese tiempo y ese esfuerzo a la búsqueda?
Creo que esa es la clave ¿Cuántas películas del año has visto en las que no has vuelto a pensar después? ¿Cuántos libros que te habían dicho que lo cambian todo te has encontrado que no sólo no cambian nada sino nunca nadie vuelve a hablar de ellos pasado el ruido inicial? Te ha pasado, como me ha pasado a mí. Y a los dos nos volverá a pasar, es mejor tenerlo asumido de antemano.
En el mundo en el que trabajo ocurre otro tanto. Casi cada semana aparece un restaurante que, según lees, lo pone todo patas arriba, marca un antes y un después y tienes que probar porque… nunca he tenido claro el por qué. Dependerá de tus circunstancias, dependerá de tus intereses, de tu poder adquisitivo. De muchas cosas. Dependerá -debería depender- de que hay un mundo ahí fuera de gente con intereses y bagajes diferentes. Porque lo contrario es asumir que el mundo es plano, previsible, que se mueve en una única dirección. Sería dar por hecho que somos un auténtico coñazo. Y eso sí que me haría ser un pesimista, así que paso.
Yema curada, miso de garbanzos, kimchi de kale. Restaurante El Visco (Fuentespalda)
En realidad, esos fogonazos efímeros que tienden a no decirme gran cosa suelen depender, en demasiadas ocasiones, de una campaña de comunicación, de una gran bola de nieve que no puede parar de rodar, que necesita novedades y revoluciones para seguir girando ladera abajo. Y todo eso suele tener poco que ver con revoluciones, con novedades verdaderamente interesantes que, por otro lado, no pueden ser tan frecuentes. No hay nada menos revolucionario que lo previsible, que lo que confirma las estructuras, los sesgos y los tópicos. Eso es, por mucho que solamos leer lo contrario, la antivanguardia más pura, no nos confundamos.
El problema radica en que aceptamos que podemos dejar un libro a medias, si no nos convence; tenemos normalizado que alguien se vaya del cine o deje de escuchar una canción a la mitad. Pero en un restaurante no sólo se considera extremadamente hostil si alguien hace algo similar sino que, incluso, si al acabar el menú no te deshaces en elogios con frecuencia se ve como una afrenta.
Al mismo tiempo, hemos normalizado, me temo, una actitud como la del relato sobre el emperador que va desnudo. Nadie lo dice porque nadie más lo dice, así que ahí estamos, todos callados, viendo pasar a emperadores en pelotas más veces de las que nos gustaría porque, reconozcámoslo, no suele ser un espectáculo bonito, pero a ver quién se anima.
Todo eso lleva a una situación en la que todo es estupendo, en la que nadie falla, todo es ilusionante, renovador, emocionante que me niego a comprar. Pero, sobre todo, lleva a que lo que realmente interesa quede diluido entre cosas de las que nadie dice que, en realidad, no son para tanto. Y es una pena, porque si todo es estupendo, nada es, en realidad, estupendo. Qué pensamiento más triste.
Poner una tortilla de sesos y perretxicos sobre berenjena ahumada en un menú degustación es, cuando menos, valiente. Restaurante Miguel González (Ourense)
Es complejo. Soy parte, en mayor o menor medida, de esa rueda. Y por eso he oído cien veces aquello de hay cosas que no se pueden decir porque que hay gente que vive de esos locales y de esos proyectos, familias detrás, las ilusiones y el esfuerzo de un equipo y todas esas cosas que todos los que alguna vez hemos hecho una crítica, a veces constructiva, a veces no porque nos hemos sentido maltratados o engañados -que es algo que no deja de existir por el hecho de que hayamos decidido, no sé muy bien por qué, no decirlo- nos hemos encontrado. Como si en el mundo editorial, en el cinematográfico, en el musical, en el teatral o en el de las exposiciones, con los que nos imponemos muchas menos consideraciones, no pasase exactamente lo mismo. En este mundillo gastronómico que tantas veces tiende a lo naif hemos comprado ese discurso y a ver ahora quién lo devuelve.
Es complejo, insisto, porque este es un sector pequeño, porque nos conocemos todos, porque a veces hay relaciones, hay aprecio, quizás incluso cariño; porque si no hay eso, lo que sí suele haber es que no le deseas mal a nadie. O que no quieres ganarte enemigos porque sí, al menos, que cada uno tenemos ya los nuestros y no nos hacen falta muchos más. Pero eso distorsiona las cosas, crea un velo de conformismo, de cierta mediocridad, de aburrimiento que no ayuda a quienes de verdad merecerían la atención, los comentarios y el entusiasmo.
Todo eso hace que, en general, cada vez más cosas me interesen menos. Pero, vuelvo con lo de mi optimismo, esto tiene un lado positivo: hace, también, que cuando hay algo que me interesa, me interese mucho más.
¿Y qué me interesa? En cocina, como en música, como en literatura, como en arte, me interesa la gente con un universo propio; me interesan los proyectos con alma, con fondo, que encajan en un lugar y en un momento concretos. Quizás en otro sitio, en otra época, su proyecto sería una iniciativa más, pero allí y ahora tiene todo el sentido del mundo. Un ejemplo, para entendernos: Picasso es un gran pintor, pero si Picasso hubiese aparecido en el Madrid de 1980 haciendo lo que hacía en el París de 1905 no tendría ningún interés. Picasso es Picasso, con sus luces y sus muchas sombras, pero es también Picasso allí y entonces. Y ese allí y entonces tienen una importancia definitiva, porque si él Picasso no sería Picasso; no el Picasso que es. No sé si me explico. Espero que sí.
El contexto importa, claro que importa. No es lo mismo hacer algo en Barcelona que en Las Hurdes, hacerlo por 250€ o por 35; no es lo mismo un equipo de 14 personas detrás de un menú que uno de dos; ni lo es hacerlo en un lugar con 25 estrellas Michelin alrededor y por lo tanto con un público potencialmente interesado en la zona, por ejemplo, que ser el único de la provincia que hace algo semejante. El contexto es, de hecho, el 50% de la experiencia, si me apuras. Al menos tal como entiendo yo, que podría perfectamente estar equivocado si esto se basara en verdades absolutas, todo esto.
El otro 50% es el sentido de la idea, la lógica que está detrás; el por qué haces algo en el lugar en el que lo haces; de dónde nace, cómo encaja con su entorno. A veces, quizás, no será el producto más redondo -ya he hablado en otras ocasiones de lo que me aburre la perfección por la perfección. Suele parecerme un pretexto, una pesadez y muchas, demasiadas, veces un ejercicio de onanismo del que no me apetece particularmente ser espectador- pero será un producto con alma, eso que es tan difícil de definir, pero que es aún mucho más complicado de replicar. O está o no está.
Me interesa el sentido de un proyecto, porque es una puerta a un mundo. Casi todos los proyectos lo son, en realidad. Lo que ocurre es que, cuando carecen de ese sentido, lo que se ve a través de esa puerta no suele gustarme nada.
Por eso me gusta el restaurante Bagá, en Jaén; por eso me gustan los libros de Mariana Enríquez; por eso he disfrutado tanto, en ocasiones, con platos en el restaurante Landua. Porque encajan allí, porque quizás no sean los más técnicos, los más complejos ni los que se basan en el producto más caro, pero tienen sentido en aquel contexto.
Alga nori a la meuniere. Bagá (Jaén).
Lera, Els Casals, Monte, La Botica de Matapozuelo. He hablado de ellos muchas veces. Pero también el Bar Camacho, la Taberna La Manzanilla, un plato de bolos en El Yerno; los libros Kiko Amat, comer en la barra del Geralds, las hamburguesas de xarda de Etel & Pan, los panes de La Bulanxerí, Marta D. Riezu, mancharme las botas en Gastrollar. el Bar do Porto. Terra, Gunea, la sangre encebollada del Vallejo, la manzana asada de Hostal La Viuda.
Me gustan porque asumen su escala, porque dejan ver que detrás de sus platos, de sus libros, de sus proyectos, hay un universo en el que las modas tienen poco que ver; porque notas que todo se basa en un estilo, a veces en un lugar, no en la necesidad de que te den la estrella para que el plan de negocio por fin se sostenga, si hay suerte. Me gustan porque son conscientes de su contexto, porque no son un artefacto aislado de la realidad.
Me gustan. Ellos y tantos otros. Son una minoría, pero por suerte son muchos.
Me gustan por lo que hacen, pero sobre todo porque me demuestran que no, que en realidad no he perdido el interés, que no soy un pesimista; que si me he distanciado de algo no es de la gastronomía, de la literatura o de la música sino de algo bastante más obvio, aunque nos neguemos con frecuencia a pronunciar su nombre: la previsibilidad.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Me ha parecido muy interesante este ensayo sobre cómo el premio Pritzker de arquitectura es, desde cierto punto de vista, conservador y quizás, incluso, se ha quedado desfasado y resulta excluyente.
En las clases que doy de vez en cuando en cuanto a temas relacionadas con gastronomía intento que nos cuestionemos conceptos como “el mejor”, “el centro”, los rankings o las relaciones de poder que se establecen a partir de todo esto. Porque responden a una lógica que hemos heredado sin discutir mientras el mundo iba cambiando a su alrededor y quizás, en algunos casos, hemos llegado a un punto en el que el cambio en el contexto hace que tengamos que replantearnos cosas que no nos estamos cuestionando.
Se oye cada vez más en entregas de premios. Lo escuchamos en los Feroz, donde Estíbaliz Urresola, ganadora aquella noche, hablaba de cómo los premios dan visibilidad a un proyecto, pero al mismo tiempo, hacen sombra a otros de una manera injusta. Lo volvimos a oir, más o menos tímidamente, en los Goya o en los Oscar. Y este texto lo plantea alrededor de la arquitectura:
Nada dice más sobre cómo la arquitectura se ve a sí misma que el llamado “premio Nobel de arquitectura”. A través de él podemos observar qué es lo que la profesión valora realmente, qué aspecto tiene un “gran arquitecto”.
Grandes nombres de la arquitectura conocidos sobre todo por sus rascacielos, museos y otros proyectos de prestigio son tradicionalmente favorecidos por el jurado del Pritzker frente a otros menos populares o que prefieren trabajar en equipo y evitar los focos. Además, ninguno de los ganadores recientes ha sido mínimamente polémico. Y esto es un problema si quieres dar cabida a arquitectos que están tratando de que la disciplina avance, a veces quizás, a través de terrenos incómodos…
Vuelvo sobre lo dicho en el texto principal de hoy: ¿Es mejor el que más se ve? ¿El que más se esfuerza por hacer algo reconocible frente a quien hace un trabajo más personal, más discreto, lejos del eco mediático necesariamente? Si la respuesta no es un sí rotundo ¿por qué premiamos siempre a unos y nos olvidamos de los otros?
Lo que he visto
Dos películas que fueron candidatas a Oscar este año: American Fiction y Vidas Pasadas. La primera me interesó mucho más, mientras que la segunda me dejó un poco frío. En cualquier caso, ambas demuestran que incluso el Hollywood más mainstream se va acercando cada vez más también a propuestas más modestas, de escala más humana; que no hace falta la épica para que te hagan caso y que, en ocasiones, con un buen trabajo de guión, unos diálogos inteligentes y unos actores que lo hagan realmente bien hay más que de sobra. Y eso siempre se agradece.
Lo que he escuchado
No será época aún, pero si ver a Kurt Russell cantando con su propia voz a Elvis acompañado por una banda en la que están Steve Van Zandt y Patti Scialfa entre otros no te alegra el día, por mucho que lo haga vestido de navidad en una película probablemente olvidable, yo ya no sé qué proponer, la verdad.
No puede ser mucho más años 90, desde los arreglos a la estética del video, pero este tema de Ozzy Osbourne, que me pilló con 16 años, me voló la cabeza entonces como me la sigue volando ahora. Con sus imperfecciones incluidas. Ver a Zakk Wylde, otro que tampoco es un maestro de la precisión, en directo el año pasado fue, además, un sueño cumplido.
Y un poco de Merle Travis, por acabar la semana con un cambio de tercio más.
Veo que en el mundillo gastronómico sucede lo mismo que en el mundillo literario. Buen artículo. Gracias.
Pues sí que me ha alegrado el día Russell, sí ^__^
Hay en tu carta un término que me ha extrañado habiendo leído todo lo anterior: "previsibilidad".