Los historiadores tenemos, en buena medida, la culpa.
Hemos contado siempre la historia basándonos en nombres, hechos y, lugares, como si no tuviese mucho más que ver con grupos, movimientos y tendencias, y eso ha ido creando un marco conceptual del que cuesta deshacerse.
Piénsalo. Hay muchas posibilidades de que no seas historiador, pero probablemente sí que te suenan lugares como Waterloo, Salem o las Termópilas; nombres como los de Eduardo Dato, Juana de Arco, Rembrandt, Lutero o Pancho Villa. Es muy posible que no sepas qué pasó allí o qué hicieron esas gentes; con suerte, quizás, tendrás una vaga idea de que en ese sitio hubo una batalla, que esa persona escribió algo o participó en una guerra. Y ya. Hasta ahí. Si para eso nos sirve la historia, apaga y vámonos, que la cosa está muy mal.
Venimos de una forma de explicar la historia muy antigua que, como tantas otras cosas, no nos hemos cuestionado. No nos hemos preguntado por qué contamos las cosas como las contamos; no nos hemos parado a pensar en que hace 2.500 años alguien contaba un episodio, o un momento histórico, basándose en un nombre o un hecho concreto quizás con una intención moral. Y esto hoy está muy bien, si seguimos pensando como un griego del S.V. a.C. Si no, tal vez deberíamos pensar si ha cambiado algo alrededor en este tiempo, que igual algunas cosas sí que son distintas, y si tiene sentido seguir explicando el mundo, entonces, de la misma manera.
No nos hemos detenido a pensar cómo La Biblia ha marcado, de una manera mucho más profunda de lo que solemos imaginar, nuestra forma de ver el mundo y de contarlo. Nombres y episodios, hechos destacables que conviene recordar; acontecimientos con un trasfondo y una consecuencia moral que nos educan y nos guían, una historia lineal, hacia un fin concreto, con buenos, malos y su dosis de elementos excepcionales para que no se nos olvide.
Recuerdo que mi abuela, como mucha gente de su generación, se sabía la lista de los reyes godos de memoria. Estupendo. Pero si no sabes quiénes fueron los godos, en qué momento aparecieron, por qué son relevantes o que pasaba a su alrededor, esa lista no sirve de mucho. De hecho, es mucho más importante esto último que saber recitar, como un mantra, Alarico, Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico, Turismundo…
En otra época, en una que venía del pensamiento mítico y en la que, aunque parezca mentira, nuestra forma de ver las cosas sigue bastante anclada, la historia se contaba a partir de grandes nombres y grandes hechos. Pero esa manera de ver las cosas tiene, como todo, una cara B: dado que no lo puedes contar todo, cuando decides contar solamente lo grande, estás omitiendo todo lo pequeño; si te centras en lo excepcional olvidas lo cotidiano y los movimientos de fondo. Estás contando la punta de la pirámide sin explicar que hay toda una base que la sustenta y, claro, mucha gente lo que ve es una cosa que está ahí, flotando, no se sabe muy bien cómo ni por qué, que es curiosa, pero que no sirve para nada.
Cuando trabajaba con arte prehistórico esta era una cuestión que me obsesionaba: si no catalogamos los yacimientos pequeños, más simples, los que nunca van a ocupar un titular en la prensa, es imposible entender los más espectaculares. Y si no somos capaces de entender los más llamativos, entonces nunca conseguiremos hacer una fotografía realista.
Eso me llevó a catalogar más de 100 conjuntos, la mayoría menores, que nadie conocía hasta entonces en una zona en la que desde hace más de un siglo se conocen tres o cuatro conjuntos espectaculares que por sí solos eran una rareza difícil de explicar y que ahora forman parte de lo que sabemos que es un área con entidad y rasgos propios que se relaciona con otras zonas vecinas con conjuntos similares aunque diferentes. Sin esos yacimientos pequeños esta percepción de conjunto sería imposible. Centrarnos solamente en lo espectacular, en lo más destacado, nos impedía ver la imagen de conjunto.
Lo que contamos es importante, porque refleja también lo que omitimos. Cuando hablamos solamente de los macrofestivales, la imagen que ofrecemos obvia que, en realidad, el sector musical vive en buena medida de pequeñas salas y pequeñas bandas que mantienen a la industria en funcionamiento y a la audiencia interesada, que son donde los músicos se inician, aprenden y, en muchos casos, encuentran un modo de ganarse la vida.
Cuando vamos al Museo del Prado y hacemos cola para ir a ver Las Meninas o El Jardín de Las Delicias estamos renunciando a cosas que son igual de interesantes. A veces, incluso, más. Si el barroco español hubiese dado solamente Las Meninas y el renacimiento de los Países Bajos sólo El Jardín de Las Delicias, no habrían tenido mayor interés. Serían simples anécdotas sin recorrido posterior. Esos periodos son importantes por esas obras junto a todas las demás, por la forma de ver el mundo que representan. Esas pinturas son puntas de lanza que nos hablan de corrientes estéticas, de maneras de pensar, de pintores quizás de segunda o tercera fila que llevaron ese modo de pintar a otras ciudades, a otros pueblos, que llegaron a otra gente y que ayudaron a formar un gusto extendido más allá de élites sin mayor relevancia cultural.
Si te limitas a visitar la catedral de León sin preguntar qué hace una catedral que en realidad es francesa allí y cómo demonios acabó en aquella ciudad; si no te paras a entender la ciudad en el contexto del Camino de Santiago, con sus grandes catedrales, pero también sus pequeñas capilla y sus iglesias rurales, te estás perdiendo la historia. Otra foto para el álbum y a otra cosa.
Cuando hablamos solamente de restaurantes con estrella o que están en algún puesto en algún ranking y cuando el 80% de lo que escribimos se circunscribe a un par de grandes ciudades; cuando solamente prestamos atención a restaurantes de un estilo, normalmente en una gama de precios, con determinada estética, esencialmente de influencia occidental, si acaso con algún guiño asiático o en menor medida americano, estamos dejando fuera de la fotografía el 90% de la imagen de la gastronomía. Y es una lástima, porque no sólo estamos renunciando a mucho, sino que, seguramente, estamos dejando de entender las cosas en su contexto.
A mí, que estoy en esto, como en casi todo en la vida, por la cosa del disfrute, es una forma de ver las cosas que me sorprende y frente a la que me rebelo. Me niego. El sector -cualquier sector- no puede ser tan pobre. Sería una tristeza.
Por eso intento mirar a los lados, ver qué hay alrededor de esa foto que, vamos a ser sinceros, muchas veces estamos hartos de ver desde todos los puntos de vista imaginables y empieza a hacérsenos bola. Por eso trato de contextualizar, de prestar atención a lugares que quizás son objetivamente menos técnicos, pero que, en su sitio, con sus condicionantes, son mucho más importantes. Me interesa mucho más el restaurante en un valle de la Sierra de Segura que mantiene viva una receta tradicional de la zona que ya nadie más hace que el enésimo restaurante de Gordon Ramsay, seguramente impecable desde el punto de vista técnico, abierto en Las Vegas para un público que probablemente mañana no recordará ni qué comió allí ni cuánto pagó por ello.
Por eso me gusta mucho, por ejemplo, el trabajo que hace Robert Simonson en su newsletter. Simonson escribe sobre coctelería en The New York Times y su newsletter es una puerta a un mundo que conozco poco y que no me interesa particularmente, pero que él es capaz de contar desde un enfoque abierto, que mira a los lados y despierta mi curiosidad.
Pero además de eso, en The Mix Simonson habla con frecuencia de clásicos de la cocina popular americana que, sí, a pesar de los tópicos es algo que no solamente existe, sino que es interesante, mucho más variado de lo que solemos pensar desde aquí y, sorprendentemente, con frecuencia está mucho más documentado desde el punto de vista histórico que algunos de sus equivalentes en Europa, algo de lo que deberíamos aprender.
Me interesa porque por cada cliente del Eleven Madison Park o de Le Cirque ¿Existe aún Le Cirque? hay seguramente 10 millones de personas pidiéndose unos coddies en Baltimore, un Seattle Dog, unos deviled eggs en Brooklyn o un sub en Atlantic City y quiero saber qué son, cómo se consumen, de dónde vienen y por qué son interesantes.
Por eso creo que hay que sacar los pies del cubo y escribir más sobre aquello sobre lo que normalmente no se escribe: casas de comidas, especialidades locales, los cómos y los por qués detrás de una receta, de una manera de comer un plato, de la receta que solamente se prepara el día de la fiesta del pueblo.
Por eso me interesan historias como la de lo que yo llamó pizza gallega. Técnicamente quizás no sea siempre la mejor y es cierto que no tiene tantos representantes, pero cada una de esas pizzas materializa una historia de ida y vuelta que empezó en Nápoles,en Bari o en Sicilia, cruzó a América con la emigración y creció, transformándose, en New Jersey, en Buenos Aires, en São Paulo o en Montevideo para volver, décadas después, y seguir transformándose aquí en pueblos y aldeas en los que se fusionó con masas de panes autóctonos, con una manera particular de relacionarse con los productos de horno, para dar forma a algo propio, diferente y culturalmente relevante; una especialidad que habla de nosotros, de nuestra historia reciente y que, además, a veces está muy buena.
Mientras, sin embargo, seguimos centrando la atención en rankings de las mejores pizzas, seleccionadas con frecuencia por no sabemos muy bien quién; continuamos hablando de lugares a los que la inmensa mayoría no irá nunca, muchos de los cuales, probablemente, no existían hace 5 años y es posible que no existan dentro de otros 5. Y eso, ese relato de superación y éxito, de “el mejor” y el “no te lo puedes perder” se convierte en un paraguas, en una cortina espesa que no nos deja ver qué hay del otro lado, lo cual nos empobrece a nosotros y al mundo de la pizza, al que transforma en algo aspiracional, que es lo opuesto de lo que fue en su origen; lo despoja de cualquier contexto social -sí, lo sé, a quien entiende la gastronomía como algo relacionado con nada más que la novedad, el “yo estuve allí”, la ostentación y la exclusividad eso de hablar del contexto social de las cosas suele darle cierta grima- y la convierte en un simple objeto de consumo. Una desgracia como otra cualquiera.
Por eso trato de escribir de otros lugares; por eso, en la medida de lo posible -uno no siempre elige- intento no dedicar demasiadas piezas a restaurantes con varias estrellas. Algunos lo merecen, sin duda, y por eso a veces les dedico un texto. Pero por lo general ya tienen quien lo escriba si yo no lo hago. Y no sólo uno. Tienen docenas, cientos de textos que muchas veces dicen (decimos, cuando yo también voy en ese lote) básicamente más de lo mismo. Y mientras volvemos a contar la misma historia para felicidad de sus publicistas, hay otros lugares, otros platos, otros productos locales, otras cocineras y otros cocineros de los que no se habla. Y con eso estamos empobreciendo el relato, como si lo nuestro fuera escribir sobre rankings y listados en lugar de escribir sobre cultura gastronómica; como si alguien fuera a acordarse de la mayoría de esos lugares dentro de 25 años.
Es complicado, porque tras tantas décadas escribiendo desde un mismo enfoque, tras siglos del relato del héroe, de la fecha destacada, de la batalla fundamental, cuesta deshacerse de esa carga. Pero puede hacerse. Debe hacerse. Tiene que hacerse.
Gracias por seguir ahí una semana más. Este ha sido el quinto texto que escribía para esta entrega. Los cuatro anteriores se quedan, al menos de momento, en el tintero. Me ha costado muchísimo centrarme, encontrar las ganas, el tema y el enfoque para retomarlo. Pero lo he conseguido. Creo. Gracias por la paciencia.
Lo que he visto
Rebelde sin Causa (Nicholas Ray, 1955). Está bien contada, pero si prescindimos del carisma de James Dean, que es innegable que daba estupendamente en foto, y de todo el halo con el que lo fuimos cargando tras su muerte, al final no deja de ser una historia de adolescentes no particularmente original y que ha envejecido regular.
Lo que he escuchado
Con la música me ocurre, en cierto sentido, como con la gastronomía. Me obsesiona no quedarme anclado en mis tópicos, cosa que hice durante media vida, y seguir curioseando. No todo me gusta, por supuesto. Muchas cosas ni siquiera me interesan, pero intento descubrir música que no conocía y que me parece relevante, ya sea porque encaja con mis gustos o porque entiendo de dónde viene y hacia dónde mira.
Me pasó con el concierto de Depeche Mode al que fuimos la semana pasada. Los escuché mucho durante un tiempo, a través de un amigo que estuvo obsesionado con ellos en la época de Violator y Songs of Faith and Devotion, pero después empecé a mirarlos desde esa superioridad -todos tenemos un punto idiota- con la que los que tocamos la guitarra miramos, a veces, a la música electrónica. Y el otro día me encontré con un directo excelente, a pesar de que probablemente el recinto no sea el mejor desde el punto de vista acústico. Pero si te gusta la música, es un concierto que se disfruta de una manera incuestionable.
O con Musgö, tan inclasificable y tan alejada a priori de lo que me suele interesar, que me fue imposible no quedarme mirando.
Pues es un texto fabuloso, con una dosis de verdad que da para ponerse a pensar, y mucho. Comparto absolutamente tu punto de vista y de algún modo me ha recordado a mis padres, propietarios desde hace ya muchos años de una pequeña empresa de conservas familiar que siempre se ha visto a la sombra de las más grandes. Como si ellos no contribuyeran, como si lo suyo no contara, como si no se dejaran la vida en su proyecto día a día. Gracias por visibilizar.