Tenemos una cierta tendencia a cambiar todo aquello que nos gusta, una actitud que no sé si es muy tonta o muy perversa, aunque en realidad una cosa no tiene por qué excluir a la otra y es muy posible que lo que haya, normalmente, sea una combinación variable de ambas.
Nos gusta, pongamos por caso, Pedro Almodóvar. El de la primera época, el que está al margen, el que va por libre, el que escandaliza con frecuencia. Y, a fuerza de admirarlo y de esperar cosas de él, lo convertimos en otra cosa, en alguien que ya no está en los márgenes, que va por libre, quizás, pero por un libre que definimos entre todos -él y nosotros- hace 35 años y del que no se desvía. Y, de pronto, Pedro Almodóvar ya no es Pedro Almodóvar. No, al menos, aquel Pedro Almodóvar que nos gustaba por cosas que probablemente ya no están ahí ¿Hace cuánto que no te escandaliza Pedro Almodóvar?
Digamos Almodóvar, digamos Mariscal, digamos Mercedes Milá, digamos Javier Marías. Que cada uno ponga aquí los nombres que le interesen y elimine los que no le gusten, que la cosa seguirá funcionando más o menos igual.
Con frecuencia me ocurre en el trabajo algo parecido. Y es, seguramente, de las cosas que me resultan más frustrantes: alguien que no me conoce se acerca a mí porque le gusta lo que hago y quiere que lo haga para él. Fantástico. Todo ventajas. Acepto. Y entonces, en un porcentaje muy alto de los casos, me encuentro con que quiere que haga lo que yo hago, como yo lo hago, pero quizás podríamos cambiar una cosita aquí, o, en realidad, esto otro lo podemos hacer de otra manera, porque yo creo que, mejor lo planteamos de esta otra forma ¿no te parece?. Eso que propones está bien, pero por qué no le damos una vuelta, porque yo una vez lo hice de otra forma y salió perfecto.
Quiere que sea yo haciendo lo que quiere él y que los resultados le gusten como cuando lo hago yo solo. O quiere que su idea me guste hasta el punto de que, en realidad, pudiera haber sido mía. Es un acercamiento enrevesado en la que quieres que sea yo, pero no mucho, porque en realidad quieres que sea un poco tú, pero tampoco demasiado. Escríbeme esto, pero no como lo escribirías tú sino como lo escribiría yo. Pero, al final, que yo vea en el texto que estás tú detrás, que para eso te he llamado, porque a mí no me sale. Pero también yo, un poco. Pero bien ¿eh? como tú lo veas, que tú eres el que sabe de esto. Ya luego lo reviso y te digo ¿Qué podría salir mal?
Y, bueno, imagino que no hace falta que lo diga, pero aún así lo diré: ese Frankestein en el que ni yo soy yo, ni él es él, ni desde luego yo llego a ser en ningún momento él ni el resultado está ni en un lado ni en el otro es la fórmula mágica para el desastre asegurado. No falla nunca. Es montarte en un coche en una pista de aeropuerto y pisar el acelerador. Sabes que la pista se acaba antes o después, pero sigues pisando, porque lo que te gusta es conducir rápido. Nadie dijo que fuésemos especialmente listos.
Nos gusta tanto el juguete que, con frecuencia, a base de zarandearlo con demasiada fuerza acabamos por romperlo con la emoción del momento.
Con los restaurantes ocurre lo mismo. Quizás a fuerza de mirar para ellos sin parar hemos empezado a romperlos un poco.
¿Qué ocurre cuando hablamos mucho de un restaurante? Con frecuencia lo que pasa es que empieza a ir más gente. Y no es raro que, entonces, el restaurante decida que puede hacer más y mejor. Y empiecen los cambios. En algún momento la idea de que quizás las guías le hagan caso va a aparecer. Y, claro, todo el mundo sabe -cree saber- lo que las guías buscan, que es determinado tipo de cocina, determinado tipo de servicio de sala, determinado tipo de bodega, un nivel de confort, unos uniformes, unas copas. Y los cambios siguen.
Todos los que somos aficionados a los restaurantes hemos ido a sitios fantásticos de los que hemos salido encantados, pero sabiendo que nunca estarán en una guía, porque no están dentro de los parámetros que estas valoran. Y quien dice guías, dice publicaciones especializadas, periódicos, revistas, congresos y foros. Y hay dos opciones: que sigan haciendo lo que hacen, vayan funcionando más o menos bien y la cosa se quede ahí, con su personalidad y sus rasgos característicos, o que, como ocurre con frecuencia, si la música que vende es la que vende, igual mejor cambiamos un poquito el ritmo que, total, no pasa nada y va a seguir sonando bien.
Y en esos casos es muy posible que triunfen, sí, pero algo se queda en el camino en demasiadas ocasiones. Porque a fuerza de emular se pierde diversidad, se pierden matices y todo, poco a poco, se va pareciendo más.
Es, de alguna manera, lo mismo de lo que hablaba hace unos días cuando sobre que si los que escribimos nos centramos más en el posicionamiento, en las visita, el SEO y lo que quiere el lector medio, que tiene que pasarse, además, un número mínimo de minutos en la página, nos vamos aproximando todos, poco a poco, a un único texto repetido hasta la náusea, en el que lo último que importa es quién está detrás de lo que se está escribiendo.
No exagero. Si estás interesado en el mundo de la música pop, sabes que muchos de los éxitos de los últimos años están monitorizados por inteligencia artificial. Sabemos cuáles son los ritmos, sabemos cuáles son las progresiones de acordes, sabemos cuándo el oyente espera un cambio y ahí metemos el estribillo ¿Te has fijado en que ya apenas se hacen canciones en las que haya un puente entre estrofas y estribillo? ¿Te has dado cuenta de que ya no hay canciones largas?
Se ha establecido que la duración perfecta de un tema es de 181 segundos. Suficiente para engancharte, pero no tanto como para que te aburras y desconectes. Vamos a la lista de más escuchados en todo el mundo la pasada semana en Spotify. La mitad del listado, 10, no se desvía de los 180 segundos más de un 10%. Únicamente tres se desvían más de un 20%.
La fórmula está clara: canción de entre 2,45 y 3,15 minutos de duración, sin guitarras, sin puente, con algunas progresiones determinadas de acordes. Es lo que pide el mercado. Como pide textos breves, sin palabras complicadas, con tono positivo y a poder ser divertido; como pide libros no muy gruesos. Como pide restaurantes con una estética instagrameable, con una bodega local, pero con opciones de otros lugares, con un personal cercano que, pero capaz de transmitirnos la sensación de que estamos en “uno de esos sitios”; como pide que haya menú degustación, no muy largo, que eso es completamente años 2.000, pero tampoco muy corto, que aquí venimos por la experiencia y a sentirnos especiales. Que luego salga el cocinero a saludar a las mesas. Y que no venga vestido de blanco, sudado y con gorro de cocinero. Mejor joven, con una chaquetilla molona, tatuajes si es posible, deportivas y, puestos a pedir, que dé bien en imagen.
¿Exagero? Por supuesto. Por suerte hay muchas cosas que se salen de esto. Hay canciones de 6 minutos, con guitarras, puente y otros ritmos que, de vez en cuando, se convierten en éxito; hay libros de 750 páginas que, por lo que sea, de pronto triunfan; hay restaurantes con cocineros barrigones, con delantal blanco, de los que no salen de la cocina, que son un éxito. Sí, pero a ver si consigues decirme cinco.
Por haber, hay, incluso, gente que escribe y que se niega a bajar de determinada extensión. Algunos hasta tienen una newsletter donde escriben más largo, con más subordinadas y usando, a veces, cuando les parece que hacen falta, palabras que un editor le pediría que revisara, porque no queremos aburrir al lector y que se vaya antes de haber pasado 3 minutos en la página.
Es complicado, porque uno le desea al restaurante (al escritor, al músico, a quien dirige una película) que le gusta que triunfe. Y eso, en gastronomía, es entrar en las guías, en los congresos y en las publicaciones. Y eso, en un porcentaje altísimo, pasa por tener determinados elementos, emplatar de una manera concreta, revestir la experiencia con esto y aquello. Y volvemos al me gustas como eres, pero ¿por qué no te vistes, mejor, así, que te va a sentar mejor?
Y sigo siendo injusto, porque en las guías hay excepciones, porque hay congresos que no se ciñen a esos parámetros, porque a veces se escribe sobre otros lugares y escuchamos otras músicas. Sí, pero si nos paramos en cada salvedad no vamos a acabar nunca y, en cualquier caso, las excepciones no modifican la regla general.
Creo que a veces hay que abrazar el estilo de nicho, entender que hay cosas que no serán nunca un éxito abrumador porque sus propias características las convierten en algo que no es para todo el mundo. Volver a valorar la calidad, la originalidad, el estilo, la personalidad, la diversidad de enfoques, aunque sólo sea un poco. Volver a mirar por encima de los números que, sí, son necesarios y son lo que hacen que el mundo gire, pero si no se atan en corto lo acaban convirtiendo todo en una eterna película de superhéroes con su historia de superación, su poco de romanticismo, su mucho de explosiones, su giro inesperado una vez pasada la mitad del metraje y un final feliz que todos sabemos que está ahí antes, incluso, de entrar en el cine y que deja la puerta abierta a una secuela. Y todos guapos, eh.
Gracias, esta semana desde la montaña central asturiana, por seguir ahí una semana más.
Lo que he leído
Estoy con Gran Sol, de Ignacio Aldecoa. Sólo había leído algunos de sus cuentos.
Qué bien trabaja los diálogos, seguramente la parte más endiablada de un relato.
Lo que he visto
Argentina 1985. Es interesante y el tema es tremendo, pero sobre todo qué bien está Ricardo Darin.
Lo que he escuchado
En 1991 Sting vino a tocar a Santiago. No tenía dinero, así que vi (más o menos) el concierto desde fuera. Sting venía de una época más oscura, con guiños al jazz, y, de pronto volvía al pop más fácil. Aunque, como siempre con Sting, era un fácil no tan obvio. Y esos arreglos de guitarra se me quedaron clavados, tan sencillos pero tan bien utilizados.
Con Lou Reed me pasó algo parecido. Parafraseando lo que se dijo de Lola Flores cuando actúo en Nueva York, no canta, no toca y no tiene imagen. Y aún así…
Siempre quise tener una banda que se llamase The Faraway Towns.
"Me gusta cómo eres. Ya te cambiaré" 8-D