Nuno
Hace unos días moría Nuno, el gato del Museu Arqueológico do Carmo, en Lisboa. El museo ocupa las ruinas del Convento do Carmo, en el centro de Lisboa, y es uno de esos lugares que tienen verdadero encanto a pesar de ser bastante turísticos (aunque hay mucha más gente en la plaza por la que se accede a él y, sobre todo, en las terrazas que hay tras el museo que en su interior).
El convento, que perdió sus cubiertas en el terremoto 1755, alberga en sus naves una colección de escultura y piezas arquitectónicas, sobrevoladas por los arcos góticos que aguantaron el temblor. Atrás, en la cabecera, hay una pequeña colección, algunos sepulcros y una biblioteca que fueron el germen de uno de los museos arqueológicos más antiguos de la Península Ibérica.
Y allí, en la parte descubierta, viven dos gatos, Carlota y, hasta esta semana, Nuno, que estuvo de guardia 16 años y al que le gustaba dormir en una pila bautismal. No es una noticia trascendental (esta carta huye de noticias trascendentales) pero para mí ha sido una de los hechos de la semana. La última vez que vi a Nuno fue en febrero de 2020.
Bueno para el planeta, bueno para ti
Estos días ha vuelto a haber cierta polémica alrededor del menú vegetariano de Daniel Humm. Otra vez. Por si no sabes de qué hablo, Daniel Humm es el cocinero de un restaurante con tres estrellas Michelin en Nueva York, Eleven Madison Park, que hace un par de años fue declarado, además, mejor restaurante del mundo por la revista Restaurant.
Hace unos meses anunció que el restaurante dejaría de servir carne. Y se lio parda. Tan parda, que seguimos a vueltas, como si fuese a comer allí algo más del 0,00001% de los españoles alguna vez en su vida. Porque el restaurante será mejor o peor, pero ahí estaba sin que nos subiésemos por las paredes-. Y ahí seguirá, sin que nuestra vida se vea afectada.
Pero ahora, claro, nos subimos ¿Cómo vamos a pagar eso por unas verduras? Además, Humm tan coherente no será, porque ¿Y los residuos del restaurante, qué? Y, si como dice, tanto le interesan los sin techo, a los que dedica parte de su recaudación y ofrece un menú a la semana ¿Por qué no sirve en su restaurante ese mismo menú, eh? O, mejor aún ¿Por qué no cierra el restaurante y se dedica a cocinar para ellos?
La cosa se mueve entre lo absurdo y lo ridículo. Porque no queremos cocineros, sin más. No queremos gente que haga algo que considera interesante o que dé pasos en una dirección probablemente correcta. Queremos santos, mártires; queremos seres míticos que no se equivoquen, que no fallen, que no tengan contradicciones, que estén labrados en el mismo bronce en el que lo están las esculturas de los dioses. Queremos verdades absolutas, dogmas, mandamientos. Certezas inquebrantables.
Y queremos sangre. Queremos una lupa para escrutar cada detalle de quien decida dar un paso en una dirección que no sea la que nosotros consideramos (porque esa sí es la buena y no me la toques). Porque algo habrá hecho, en algún punto su discurso tendrá una fisura. Y, en cuanto lo encontremos, nos lanzaremos a por él sin piedad, señalando, gritando y rasgándonos las vestiduras, que aquí somos muy de toda esa gesticulación que no sirve para nada pero, por lo visto, nos reconforta.
Siento ser yo quien lo diga, pero es que ese nivel de solidez no existe. No existe en nadie, pero menos aún en personas que, más allá de su personaje público, están al frente de un negocio que a final de mes tiene que ser rentable. Eso no invalida los pasos más o menos bienintencionados que pueda dar. Simplemente lo convierte en humano.
A mí el hecho de que se haya atrevido a dar un paso así, en una ciudad en la que la gente que tiene el dinero suficiente como para frecuentar su restaurante alardeaba hace bien poco de hacerse traer el agua de una isla del Pacífico en la que esa moda estaba agotando los acuíferos ya me parece bien, qué quieres que te diga. Y que siga abierto, a pesar de eso y de haber cuestionado el sacrosanto chuletón, también, porque hace una década habría sido impensable.
Hace una década, de hecho, nos rasgábamos las vestiduras -no ganamos para camisas- porque en California habían prohibido la elaboración de foie. Y aquí estamos, sin foie californiano, sin que el mundo se haya acabado y sin haber vuelto a acordarnos del asunto en diez años.
El de Humm es solamente un paso. No ha salvado a la humanidad ni ha solucionado el cambio climático, pero lo ha dado. Y, apúntate esto, es un paso que aquí también se dará. Y lo aplaudiremos. Aunque será dentro de unos años y, seguramente, para entonces nos convenceremos de que eso también lo hemos inventado nosotros.
Pero dejando al bueno de Humm a un lado, que los tres estrellas neoyorquinos me importan lo justo para ir tirando, de esta polémica me interesa lo de la búsqueda de una revelación, de esa verdad inamovible, grabada en piedra, con la que nos hemos criado. También en nuestra relación con la alimentación.
Y, aunque a lo mejor es una pena, esa verdad no existe. No hay una opción dietética, una variante gastronómica o una decisión que puedas tomar que sea La Correcta. Es mejor que lo olvides.
No hay una solución que sea buena para tu salud, para tu entorno, para el ecosistema, para tu bolsillo, para el bienestar animal, para el mantenimiento de entornos tradicionales y para tu felicidad. Así que te toca, como a Daniel Humm, abrazar tus incoherencias y elegir.
Toca asumir que una dieta equilibrada no es necesariamente la más sostenible en términos ecológicos. Hacerse traer la quinoa (o quinua, que es la palabra castellana correcta, aunque apenas se use en España) de Perú es tan sostenible como traerse el agua de Fiji. Y el hecho de que nos haya dado por consumirla a manos llenas desplaza a cultivos tradicionales allí, agota recursos hídricos y condena a gente que ya lo tenía bastante complicado a una vida más miserable.
Consumir solamente materias primas de pequeños productores de proximidad es beneficioso para la economía local y, seguramente, para la pervivencia de cultivos autóctonos, formas de trabajo tradicionales, etc. Pero probablemente es más contaminante que algunas verduras de la gran distribución. Hala, lo que he dicho.
Piensa en cuántos pequeños productores hacen falta, por ejemplo, para abastecer de verduras a todos los restaurantes de una ciudad como A Coruña. Piensa ahora en cómo es el sistema productivo en Galicia, en el microfundismo. Eso implica, quizás, 100 explotaciones. Pequeñas y familiares. Es decir, quizás 100 tractores y 100 furgonetas trasladando el producto. Tal vez no las más nuevas ni las más eficientes en cuanto a emisiones ¿Estamos seguros de que las 100 explotaciones funcionan exclusivamente de una manera limpia, justa y eficiente? ¿Todas utilizan el agua de una forma sostenible?
Piensa ahora en una gran extensión agrícola en, yo qué sé, Aragón. Mecanizada, con todos sus parámetros monitorizados desde una gran sala de control, con riego programado y con un gran trailer que recoge todo el producto y lo lleva a Mercamadrid, desde donde sale, en otro gran camión, hasta A Coruña ¿Seguro que esto es peor para el medioambiente?
Es mucho más feo, de eso no hay duda. Acepto que sea más triste. Y que tenga flecos, pero seguramente nos toca asumir que, en muchos aspectos, es mejor. La vida, a veces, es fea. Pero es la que tenemos.
Pensemos en una cesta de la compra con productos de proximidad y sostenibles, con precios justos como para que quien los pone en el mercado viva bien. Si tienes dudas sobre qué es vivir bien, haz el siguiente ejercicio: ¿Te molestaría que tus hijos trabajasen en esas condiciones por ese sueldo? Si la respuesta es afirmativa, entonces lo que estás pagando no es un precio justo.
Bueno, volvemos a la cesta ¿La tenemos? Bien ¿Estamos seguros de que una pareja en la que ella es dependienta de una zapatería de barrio, él trabaja medio turno de reponedor en Lidl, tienen dos hijos, uno en secundaria y otro en primero de universidad, puede permitírselo? Si la respuesta es que no, entonces esa cesta de la compra es muy buena para ti, pero no es la solución para casi nada más. Es más, probablemente está agravando desigualdades sociales sin que te hayas dado ni cuenta.
Otro ejemplo. Hay que consumir más pescado ¿Qué hacemos? ¿Acabamos con pesquerías que están ya al borde del colapso porque eso es bueno para nuestra salud y que se arreglen dentro de 50 años con lo que haya? ¿Lo hacemos, pero excluyendo a países en vías de desarrollo, porque nosotros podemos pagarlo y ellos no y, mira, que se apañen? Cuando agotemos nuestros recursos ¿Nos movemos y nos dedicamos -como ya hacemos- a esquilmar los recursos de otros mientras lavamos nuestra conciencia con los sueldos de miseria que les dejamos por explotarlos a nuestro beneficio y que, cuando nos vayamos porque hay un sitio que nos conviene más lo que les quede sea un inmenso vacío?
¿O nos lanzamos en manos de la piscicultura que, otra vez, aunque nos suene peor parece que es más sostenible? Aunque, espera ¿Y el bienestar animal? ¿O como son peces pasamos de su bienestar? Además, por otro lado, si la piscicultura crece de manera exponencial ¿Con qué alimentamos a ese pescado? Con pescado salvaje, que habría que capturar de manera exponencial también, lo cual nos lleva a empezar de nuevo. Y los medicamentos que habría que suministrar, también en cantidades inmensas, a una población de pescado en cautividad más proclive a enfermedades. No nos olvidemos de ellos, porque irían a nuestro organismo y al océano, donde pasarían a la pesca salvaje con la que alimentaríamos… qué cabrona, la vida, que se empeña en no ser como una película de Disney. Lo fáciles que eran las verdades absolutas.
Y, por cierto, de entre las cosas poco sostenibles que hacemos en relación con la alimentación, los restaurantes son, seguramente, una de las peores. Por mucho que sirvan hummus de lentejas con bastoncitos de zanahoria tienen proveedores con furgonetas que se mueven en el atasco (causándolo, muchas veces, con las paradas en doble fila a repartir, que va a ser sólo un minuto), mandan cosas a la lavandería y gastan en climatización de una manera que es de todo menos sostenible. No seré yo quien insinúe que hay que dejar de ir a estos locales -¿Y los puestos de trabajo, y los proveedores, y la vida de barrio? De nuevo, para hacer un bien causaríamos unos cuantos males- pero si lo que te preocupa es la sostenibilidad, quizás es mejor quedarse en casa frente a un filete de vaca criada en intensivo en Polonia y viendo Amazon Prime. Sí, Amazon ¿Duro, eh?
Decisiones personales
Yo creo que no hace falta seguir, aunque podríamos. Yo he decidido que en casa apenas consumo mamíferos y que, en lo posible, baso mi dieta en verduras, legumbres y cereales. Digo lo de “en lo posible” porque por trabajo como mucho fuera. Y porque yo, como Humm, también soy humano y con frecuencia, con más frecuencia de la que me gustaría, me dejo caer del lado del arroz y del queso.
En casa también hemos decidido rebajar al mínimo el consumo de alcohol. Alguna cerveza en un bar de vez en cuando, una copa de vino ocasionalmente y, si comemos fuera por trabajo, nada, para descontento de los sumilleres que, a veces, ya me miran raro.
Es un paso. Sigo gordo como una cebolla, pero por lo menos no agravo la situación. Y, al mismo tiempo, duermo un poco mejor pensando que no vivo al margen del mundo y que, aunque lo que yo haga por si solo no sirve de nada, algo estoy haciendo, aunque sólo sea un gesto (como mantener la tilde en “sólo”. Otro gesto que tampoco sirve de mucho, pero ahí está).
Sé que mi fórmula, que va cambiando con el tiempo, introduciendo nuevas reglas según voy aprendiendo más de las implicaciones que la alimentación tiene para un aspecto u otro, tampoco es la panacea. Seguramente no vale para ti. O sí. Lo importante no es eso. Si buscas certezas, seguro que tienes algún lugar de culto religioso cerca y ahí te será más fácil encontrarlas, que aquí estamos por las dudas y el buen rato.
Lo importante, creo, es pensar en ello. Lo importante es asumir que lo único que puedes hacer es elegir cuál es para ti el menor de los males, de qué manera crees que haces menos daño. Luego todo depende de dónde vivas, de tu constitución, de tu estado de salud, de con quién vivas, de cuánto ganes, de qué oferta haya en tu zona. Y, sobre todo, de a qué aspectos le das más importancia, sabiendo que esa decisión, seguramente, perjudicará a otros asuntos que para ti son secundarios aunque para otros sean esenciales.
Eso es lo fascinante de la gastronomía. Nunca habrá una solución correcta, pero siempre conviviremos con ella, así que lo único que podemos hacer es dedicarle más tiempo, pensarla, informarnos y optar. Es la versión contemporánea del "¿Daga o cicuta?” pero en una variante algo más de andar por casa.
Por cierto, sigo practicando con mis impresiones de esporas de setas. Me relaja, que buena falta me hace.
Muchas gracias por leerme una semana más.
Algunos links
Un estudio publicado en Current Biology demuestra, a través del análisis de heces, que hace casi 3.000 años, en lo que hoy es Austria, ya se consumía queso azul.
¿Heces y prehistoria en una carta en la que suelo hablar de gastronomía? Eso es. Ya avisé de que aquí veníamos a pasar el rato (porque como pretenda ganar audiencia con esto…). Seguimos.
Se acaba de publicar un librazo sobre la importancia del dibujo en la obra del arquitecto Louis Kahn. Si te interesa, puedes adquirirlo aquí.
Kastella, una marca canadiense de mobiliario, y el estudio Atelier Pierre Thibault han diseñado una vivienda el Lac Brome, cerca de Quebec, en la que la madera es la protagonista y que es una auténtica belleza.
Leyendo un poco sobre Flandes, para un texto en el que trabajo, descubro que a un paso de Brujas hay toda una serie de pueblos menos turísticos, pero también con mucho encanto. Entre ellos Kortrijk, que hace que mis ganas de volver a Bélgica con calma sean todavía mayores.
Y una recomendación, por aquello de mantener la incoherencia hasta el final: el queso en manteca de Serrano Flores, en Villarrobledo (Albacete).
Lo que he leído
Estoy encadenando lecturas que, sin espantarme, no me dicen nada. Lecturas de esas que terminas un poco por obligación -no sé si es algo habitual, pero a mí me cuesta dejar un libro a medias. Si lo abandono es que realmente me está horrorizando- pero que tampoco me apetece particularmente recomendar.
Así que hoy voy con un clásico, Tres Rosas Amarillas, un libro de relatos de Raymond Carver. Si nunca has leído nada de Carver, me parece un buen sitio por el que comenzar. A mí, relatos como Intimidad me hacen sonar en la cabeza el Nebraska de Springsteen.
Lo que he visto
Hemos ido a ver El Último Duelo, la película de Ridley Scott sobre cuyo origen escribía hace tres o cuatro cartas. No es su mejor película, aunque esto, dicho de alguien que ha firmado Los Duelistas, Alien, Blade Runner o Black Rain, no quiere decir, ni mucho menos, que sea mala.
Me pareció muy interesante, de hecho. La fotografía y el vestuario son impresionantes, tengo la sensación de que se cuidó mucho la fidelidad histórica de la ambientación y, a pesar de que Matt Damon no me encanta y Ben Affleck me irrita bastante, Jodie Comer y Adam Driver se los meriendan. Otra que creo que hay que ver en pantalla grande. Hasta Bollero la pone razonablemente bien, y esto sí que empieza a ser una rareza en este tipo de producciones.
Lo que he escuchado
Se cumplen 50 años de la publicación de uno de los discos más bonitos de la historia: Teaser and The Firecat, de Cat Stevens. Estos días se publicaba una edición conmemorativa que incluye 4 CD, un Blu-ray (todavía existen), tres vinilos y un libro con demos inéditas, más de 41 actuaciones en directo y un larguísimo etcétera. Lo tienes aquí, si te interesa.
Aquí está Yusuf Islam, que es el nombre actual de Cat Stevens, cantando The Wind, de ese album, en directo en 2007. Tuvo que bajarla un par de tonos, cosas de la edad, de la que, al igual que de las incoherencias, tampoco nos libramos, pero sigue valiendo la pena escucharla.
Y ya que estamos con acústicos, termino con The Once and Future Carpenter, de The Avett Brothers.
Absolutamente...