Antes de empezar: he conseguido quitarme de encima uno de los tres tapones que me han impedido estar por aquí todo lo que me habría gustado en los últimos meses. Los otros dos irán desapareciendo, también, en las próximas semanas. Así que, si eres suscriptor/a de pago, este final de año va a ser para ti, empezando esta semana. Dame solamente unas horas y nos ponemos al día.
Guerreo contra mí mismo para permanecer abierto al mundo actual y a las vidas y obras que se fraguan en este, escribe Ignacio M. Giribet estos días en su newsletter. Lo intento, aunque no siempre me sale, apostillo yo. Pero lo intento.
Soy muy consciente de que vengo de otro mundo, de uno que se va apagando en cuanto a formas de ver las cosas y de contarlas. Pero del mismo modo que recuerdas cada palabra de canciones que escuchabas con 16 años y hoy te cuesta acordarte de cómo se llamaba la película que viste hace tres días, el poso de aquella época está ahí. Y pesa. Y cuesta irse deshaciendo de él. Y es no solamente el que provoca esa guerra a la que aludo en el párrafo de arriba, el que hace que tenga que pelear contra lo que traemos grabado de otro periodo, sino también, en buena medida, el que motiva cosas nuevas. Y a vrces, también, meteduras de pata.
Punto y aparte. O punto y seguido, no lo tengo muy claro. Repito mucho estos días una broma: te escribo / te llamo / hablamos / nos vemos cuando vuelva a ser (razonablemente) funcional.
Ayer hablaba con Anna, volviendo a casa en el coche: no sé cómo he sido capaz de superar el otoño. Laboralmente hablando, aunque no sólo. Han sido meses de una intensidad poco habitual. Soy víctima del síndrome del freelance: digo que sí a demasiadas cosas por un miedo no siempre justificado a lo que pueda pasar si no lo hago, a quedarme fuera de la foto, a no sé muy bien lo qué, en realidad. Pero el hecho es que digo que sí a demasiadas cosas.
En este par de meses he hecho más o menos lo de siempre, algo ya de por sí bastante exigente en tiempo y desplazamientos, y le he sumado pasos más o menos fugaces por Barcelona, Florencia, Sicilia o Colombia; la organización de un evento que ha exigido tiempo y recursos, la redacción de tres informes de cierta extensión, los bocetos de varios proyectos editoriales, un trabajo extra que implica desplazamientos y visitas y el intento -con frecuencia estéril- de pretender tener una vida si no social al menos familiar que se parezca a algo más o menos normal. Esto último me ha salido regular. Lo otro, creo, lo he ido salvando y ahora, cuando empiezo a escuchar el sonido de carpetas que se van cerrando, respiro aliviado.
Nunca más, me repito. Sé que no va a ser totalmente cierto, pero yo insisto.
Mi objetivo es que el 1 de enero cambien algunas dinámicas. Lo he hecho, he resuelto, he sido capaz. Fantástico. Pero no es esto lo que quiero. No sé muy bien para qué sirve, en realidad, esa medalla. Habré ganado algo más de dinero, seguramente he estado más por el medio. Pero mi vida, lo sé ahora y en realidad lo sabía también antes de empezar, no ha cambiado sustancialmente. A largo plazo no voy a vivir más cómodo o más feliz. O, dicho de otro modo, vivo suficientemente feliz y cómodo como para no tener que pasar -y hacer pasar, quizás sobre todo esto- por meses así.
Estoy orgulloso de algunos de los logros de estos meses. Otros me los voy sacudiendo como el polvo de una chaqueta. De estos últimos no vale la pena hablar: son trabajo, se hace lo mejor que se puede, se cobra y a otra cosa. De los primeros, sin embargo, sí. Porque tienen que ver con mi estado actual de extenuación, pero también, sobre todo, con esa intención de guerrear para no quedarme atrás en cuanto a lo que pasa a mi alrededor, con mi pequeña batalla por cambiar tonos, por cuestionarme los cómos y los por qués.
Guerrear, batalla… Lo habrás notado tu también ¿Es necesario ver las cosas en estos términos? Bueno, no lo sé. Creo que en este caso sí. No quedarse atrás, anclado en otro tiempo, es una lucha, un esfuerzo; son músculos que se entrenan para que no se anquilosen. Proponer otra manera de contar las cosas debería ser un diálogo, algo propositivo, pero es, en realidad, un esfuerzo, un intento permanente de convencer; una batalla que venimos perdiendo. Es imponer tu criterio al de otros, en realidad. Y eso encuentra a veces resistencias, a veces incomprensiones, en ocasiones, simplemente, silencios.
Estos días Anna y yo estuvimos al frente de una jornadas. Unas jornadas pequeñas si se comparan con la escala más habitual en nuestro mundillo, grandes si se tiene en cuenta el tamaño diminuto del equipo o el presupuesto. Enormes si consideramos las horas, la dedicación y el cariño.
Fueron unas jornadas alrededor de la gastronomía. No de gastronomía, desde luego no de cocina. Unas jornadas en las que la gastronomía pretendía ser la puerta de entrada a otras cosas. Unas jornadas alrededor de la gastronomía en las que apenas hubo cocineros -dos- y en las que las que hubo no cocinaron; en las que no proyectamos videos de esos cargados de épica, historias de esfuerzo, estética de videoclip y roles que se perpetúan: el héroe, la disciplina, el equipo que llega a donde se lo proponga, los mensajes facilones, la superación de manual de autoayuda, la romantización del sacrificio… No hubo nada de eso. No quisimos darle ni un minuto.
Hubo un intento, no se si efectivo, de poner el foco en otros lugares, de proponer cambios. La pieza central, el prime time, diríamos si esto fuese televisión, fue una mesa redonda con escritoras, con divulgadoras, con una cocinera que es, en realidad, una activista cultural a través de la cocina. Una mesa redonda que pretendimos que no fuese una sucesión más de gente explicando cómo son las cosas. Servimos café en un juego de Sargadelos, lo servimos en el auditorio histórico, maravilloso, de esa fábrica. No nos contéis cómo tenemos que ver las cosas: hablad sobre ellas. No sigáis un guión de pregunta/respuesta: no es una entrevista. Es una charla. De ahí salen las mejores reflexiones. Quisimos que esta mesa representase un cambio: de la relación centro/periferia, autoridad/audiencia a la relación en malla, de igual a igual, pausada, no jerárquica, diversa. Plural. Quisimos que pusiera imagen a otra forma de contar. De la prisa del Powerpoint a la mesa con un café. No estoy seguro de que se haya entendido así, pero me importa más la intención que el resultado aunque este, por supuesto, sea clave.
Amodo, se llamaban las jornadas. En gallego significa despacio. Podríamos haberlas llamado GastroMariña, A Mariña Gourmet, Sabores de A Mariña… cualquiera de esas denominaciones que le encantan a la administración. Pero queríamos sugerir, proponer, insinuar una intención. La gastronomía no era, en realidad, el fin: era un medio, una manera de contar una forma de estar en el mundo.
No había cocineros, no había videos con poses de guerrero de los fogones. Tampoco había prisas, que para eso ya está Master Chef. Ni gritos, ni tensión, ni retos, ni rankings. Quisimos exponer casos, dejar que las ideas sobrevolasen el auditorio. Quisimos charlar, asistir a charlas. Quisimos insinuar la punta de un iceberg. Quisimos entender la gastronomía como un proceso creativo que implica tiempos y dudas. Quisimos cercanía, también física. Quisimos relatos de igual a igual, en los que premiadas y ponentes, anfitriones e invitados, administración y expertas se entrecruzasen, charlasen, dormitasen, a veces, incluso, los unos en el hombro de los otros si la jornada era -en algún momento lo fue- demasiado larga. Sin barreras, sin corsés ¿Por qué es mejor un auditorio absolutamente tecnológico que otro cuajado de obras de arte, por qué consideramos mejor el atril que la mesa de café, qué hace que jerárquicamente sigamos dando más valor a la exposición que a la reflexión, a la duda, al intercambio?
¿Por qué ofrecer una manta a tu invitado se entiende como un reconocimiento de un fallo del espacio en el que tienen lugar las charlas y no como un gesto de hospitalidad, de cercanía, como un “siéntete en casa. Somos pequeños pero valoramos mucho que estés aquí: queremos que estés a gusto? Son gestos, no parches. Son pequeñas declaraciones de intención, un envoltorio, una manera de proponer, más pequeña, un discurso y todo lo que este implica.
Implica muchas cosas. Implica lugares y memorias. Por eso salimos del auditorio, por eso visitamos la línea de producción de Sargadelos, pero también la iglesia de San Martiño de Mondoñedo; por eso quisimos que el premio que entregábamos por primera vez tuviese su sede en la casa de Álvaro Cunqueiro, más pequeña, más incómoda que cualquier salón de actos, pero con todo el sentido -al menos eso pensábamos- en un encuentro así. Tratamos de hablar de todo lo que envuelve al plato, pero no del plato, centrarnos en el entorno, en el contexto, en la gente, en las manos; pretendimos dar voz a proyectos pequeños, insertar en el programa otras maneras de explicar y de proponer.
Es fácil de decir.
Quisimos, también, que las jornadas, a su escala, fuesen una foto del momento de cambio, que el sector de la comunicación gastronómica estuviese representado en su diversidad de formatos, pero también en su diversidad generacional. Entre los 70 y los 25 años tuvimos a todas las generaciones actualmente en activo. Y fue un acierto, en mi opinión, porque creo que lo conseguimos. Logramos una foto que explica el momento y todo lo que bulle bajo su superficie. Fácil de decir, también.
Guerreamos para proponer una idea que tuviera sentido, pero que también plantease algunos retos; peleamos para hablar de gastronomía en otro lugar, a otra escala, en un formato que quien hizo el encargo encontrase atractivo y, al mismo tiempo, que nos permitiese algunas pinceladas; para permanecer abiertos al mundo actual, como decía en el primer párrafo, y ponerlo en escena a través de cafés y de mantas, de hoteles pequeños y gestos de cariño, bajando el nivel de intensidad del discurso, apagando el foco principal y tratando de encender muchos otros más pequeños. Cediendo el centro a otra manera de contar la cultura gastronómica. Saliendo del auditorio, evitando los hitos turísticos de la zona -no queríamos aportar nada a la saturación de lugares que ya están desbordados- y buscando otros rincones, museos pequeños, torres medievales, piezas de porcelana que cuenten una historia, hoteles sencillos, gente que te sonríe al llegar y te ofrece un trozo de bizcocho.
Brindar con vino servido en cuncas y compartir castañas asadas, sostener entre las manos, en una tarde de frío y lluvia, un café caliente que nos esperaba tras una esquina, servirle un poco más de caldo a quien se sienta a tu lado. Sin protocolos: quien paga el evento, quien abre la puerta, quien hace las fotos, quien viene a subirse al escenario ¿Un poco más de oreja con pimentón?
¿Lo romantizamos todo un poco? Es posible. La falta de tiempo exige, a veces, simplificar los mensajes. Mejor esto, creo, que la competición y la crispación, la novedad permanente y el ser mejor que otros, sacar a relucir curriculum y logros como paradigma. Al menos eso pensamos.
Al menos eso pretendimos. Amodo. Y de otra manera. Una en la que, en la medida de lo posible, nos sintiésemos reconocidos.
Valorar el resultado no es algo que me corresponda a mí. Ha habido fallos y carencias. De algunas soy consciente, claro. otras las iré conociendo, sin duda, en las próximas semanas. Pero no pretendo hablar de esto. No entro en el detalle para que me digan lo bien que lo hemos hecho, que no, que en realidad no faltó nada y que todo lo que propusimos fue un éxito. Lo hago porque ha sido una plasmación -limitada por los compromisos, por la escala, por el tiempo y por los recursos- de una forma de ver las cosas, de una relación con la gastronomía como cultura y de una manera de narrar un territorio en la que me veo. Lo demás es lo fundamental, seguro, para otras de las partes implicadas. Para mí, sin embargo, lo central era esto.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Jorge, ¿se podrá ver en algún lado esa conversación?
¡ Qué bien lo de Amodo ! La calma frente a la prisa. La escala humana frente al productivismo industrial. La taza de caldo... ¡ frente al mundo ! ❤️