Una vez me asomé a la fama. No me gustó.
Una fama local, moderada y efímera; de pequeña escala, casi de andar por casa aunque suficiente como para entender todo lo que implica.
Nota: sé que a partir de aquí puedo sonar un tanto presuntuoso, si me lees con un poco de mala leche. Pero, vamos a ver, si me vas a leer con mala leche, no me leas y los dos nos ahorramos el disgusto. Que no estamos aquí para eso.
Durante dos años participé en un programa de TVG. Nuestro 13-14% de audiencia nos convertía en rostros relativamente populares, sobre todo en zonas rurales, en las que la Televisión de Galicia tiene más seguimiento.
Descubrí que no me gustaba estar en un bar de Arzúa y notar que me reconocían. Alguna gente se acercaba, siempre amable, pero mucha otra no: te miran desde la barra o desde el otro lado del local, comentan entre ellos en voz baja, te vuelven a mirar. Y tu estás allí, indefenso detrás de tu café. Si dices algo te estás entrometiendo. Si no dices nada, quizás, eres un presuntuoso que se está haciendo desear. No es una posición agradable.
Descubrí que no me gustaba estar en la cola de la carnicería en Becerreá y que alguien me identificara. Descubrí que no me gustaba ir a un restaurante y que, al final de la comida, alguien me dejara caer que sabía desde el principio quien era.
Descubrí que no me gustaba cómo me trataba la gente que se deja deslumbrar por la fama. Sí, hay gente a la que incluso a esa escala la fama, o lo que sea que fuera aquello, la deslumbra.
Decidí que mi trabajo está en la segunda línea, donde se me ve un poco menos.
Pero aún así, si haces algo de cara al público -y escribir lo es, aunque tengamos una pantalla o un papel entre nosotros- no dejas de ser, para algunos, un personaje. Eso quiere decir que hay amores y odios implicados.
Consigues tocar alguna fibra, aunque sea en poca gente. Una fibra que no sé en que consiste, pero que está ahí. Es una tecla que un farmacéutico, un zapatero o un empleado de banca no tocan, pero tú a veces sí. Una tecla que hace que seas alguien más o menos cotidiano para gente a la que no conoces de nada.
Y eso, que es fantástico, convierte escribir en una actividad de riesgo. Porque hay quien que decide que te odia. Por lo que sea -suele ser por algún motivo en el que no puedes hacer demasiado. Es algo que va con el cargo y que resulta profundamente molesto.
Porque, aunque al final quienes escribimos nos movamos, lo reconozcamos o no, por el ego -olvídate de la posteridad, del servicio público, de esa llama interior que te consume y te obliga a hacerlo. Olvídate de las musas y de todas esas historias. Quien escribe lo hace para que otros lo lean. Punto- uno también aspira a ser querido o, al menos, a que no le hagan la vida desagradable. Yo ya con eso último me conformo, que tampoco estamos como para exigir mucho.
Y escribir, a veces, genera antipatías. Aprendes a convivir con ello a partir de la tercera bofetada. Las dos primeras no las ves venir, pero la tercera ya la vas intuyendo. Sorprende la confianza que se toma alguna gente, pantalla de por medio; la cercanía, tantas veces amable y agradecida, la generosidad enorme. Pero en ocasiones, aunque sean pocas, es una cercanía abiertamente hostil. Esas son las veces que duelen.
Sorprende la rabia que encuentras, a veces, en gente del sector al que te dedicas. En eso, en la reacción primaria, visceral, que en ocasiones provocas en alguien, en el “a por ellos, oé” de los hooligan, escribir también se parece a un deporte.
Por suerte, buena parte de mi trabajo es invisible, rutinario y doméstico. Escribo, cubro papeles, tomo notas. Normalmente es un trabajo más, pero cuando tengo que entregar un texto que me importa especialmente es, también, una actividad física. Tanto, que al acabar suelo necesitar una ducha.
Escribir es una suerte, pero, al menos a mí, me exige una concentración y un esfuerzo que creo que no todo el mundo entiende (cuando os digo que mejor por whatsapp, voy por ahí). Es una presión, la responsabilidad de estar a la altura de lo que otros esperan y de lo que esperas tú, la incertidumbre de si interesará a alguien, de si ese es el tono. El dichoso qué dirán. En ese sentido también está más cerca de un deporte de lo que solemos pensar. En eso y en el entrenamiento que necesita. Lo dejas 10 días y tienes que volver a empezar casi desde cero.
En cualquier caso, hay vida más allá, fuera del papel, de la pantalla del ordenador y de los odios viscerales. Afortunadamente.
Y en esa vida, esta semana volvimos a A Coruña, a pasear por Agra do Orzán, una de las zonas con un ambiente que más me gusta. Tiene esa atmósfera de barrio currante que ha pasado malos tiempos, pero que poco a poco se redefine. Hay una mezcla de inmigrantes, parejas mayores que llevan ahí toda la vida, tabernas, restaurantes africanos, carnicerías halal y gente joven con carritos de bebé que me resulta muy acogedora.
Hay vida de barrio. No es una de esas calles-escaparate en las que todo es perfecto y en la que la vida desaparece cuando cierran las tiendas. Es un barrio con aspecto de barrio, con edificios feos, de barrio; con gente haciendo cosas de barrio, lo cual, por lo general no implica tomarse un Matcha-Latte con una salted caramel cookie en un local de moda que sale precioso en las fotos. Es un barrio que está vivo.
Solemos ir a comprar al supermercado Amigo, seguramente la tienda con más productos alimentarios asiáticos (y no sólo) de toda Galicia. El otro día volvía a tener huacatay fresco y toda una serie de verduras chinas de las que no suelo saber el nombre, pero de las que siempre me traigo un puñado.
Comimos en La Churre, un bar modestísimo de especialidades colombianas y venezolanas. Su bandeja paisa es contundente y de precios económicos. Otras veces habíamos comido en Mamá África, un restaurante senegalés de esos que se adaptan a un viejo bar de los años 70 sin apenas retocarlo. Tengo pendiente un restaurante peruano y otro mexicano.
Estos días volvimos también a encontrarnos con la realidad del turismo en Santiago -precios crecientes, oferta menguante- y acabamos retirándonos, una vez más, a los barrios de la periferia a buscar lo que en el centro cuesta cada vez más encontrar.
Y volví a hacer acopio antes de unas semanas de viajes.
Acopio de libros, acopio de tiempo en casa, con los gatos. Acopio de paseos sin un objetivo. Estos días me voy a Canarias por trabajo. Luego, en las próximas semanas, tocará visitar Asturias, Castilla y León, Castilla - La Mancha, Andalucía, zonas de Galicia a las que no solemos ir. Deberíamos volver también a Portugal, de donde acabamos de venir (el lunes publico algo en La Vanguardia) y quizás otra vez más a Asturias. Así que lo que apetecía ahora era sofá, manta, platos sencillos y café en el bar de abajo.
En fin, esta semana he escrito dos veces. No será así siempre. Quería dejarlo hecho porque estaré unos días fuera y no sé si a la vuelta tendré tiempo (o ganas) de escribir en plazo. Mi idea es hacerlo una vez a la semana, seguramente los viernes o los sábados. Pero la verdad es que no suelo tener demasiado control sobre eso, así que iremos viendo.
En cualquier caso, gracias una vez más por estar ahí. Cuando empecé este texto tenía intención de hablar de pizzas y de patatas gallegas. Uno empieza, pero nunca sabe dónde va a acabar. En esto tampoco escribir es nada especial. Quizás la semana que viene.
Algunos links:
Si lees en inglés y te interesa la gastronomía este texto de Alicia Kennedy en su newsletter merece que le dediques unos minutos. Habla de las palabras, de cómo las usamos de una forma muy poco inocente, también cuando las aplicamos a gastronomía, y presenta un concepto, la fragilidad del omnívoro, que me parece un hallazgo.
Lo comenté el otro día en Twitter, pero fue, seguramente, uno de mis tuits con menos eco de los últimos meses. Y mira que eso es mucho decir.
Me gustó mucho también esta historia sobre cómo Danièle Cibulskie, una historiadora que trabaja en divulgación de la historia medieval, se vio envuelta en la producción de la próxima película de Ridley Scott, Matt Damon y Ben Affleck.
Lo que he leído:
Acabo de terminar La Guerra No Tiene Rostro de Mujer, de Svetlana Alexievich. Una brutalidad. Al principio pensé que no sería capaz de mantener el ritmo de más de 360 páginas basándose en transcripciones de entrevistas, pero caramba si puede. Qué bestia.
Ahora, tal vez, debería ver Ven y Mira para terminar la experiencia. Pero no sé si me veo con ánimo.
Lo que he visto:
Hay una película que me tiene enganchado desde que la vi por primera vez en algún momento a finales de los años 80. Ofelas:El Guía del Desfiladero. Es una película noruega basada en una leyenda lapona y en 1988 estuvo nominada en los Oscar en la categoría de mejor película extranjera.
Es una película pequeña, modesta, con un presupuesto también modesto (unos 250.000€ actuales, aunque luego se les fue de las manos). Era la primera película de Nils Gaup, su director, y de Mikkel Gaup, su protagonista y primo del director, como también era pariente Sara Marit Gaup, que hace el principal papel femenino. Tiene un aire de cuento de otra época que me parece entrañable.
Si me tienes algo de aprecio, olvídate de la versión americana de 2007 y quédate con esta. Y si no lo hace, no me lo cuentes, al menos.
Lo que he escuchado:
Esta semana cumplía 80 años Paul Simon. 80 años ya. Es el autor de uno de los discos más importantes en mi vida, Graceland. Con 11 años me demostró que había otras músicas y que también eran interesantes.
En ese disco había varias joyas. La canción que da título al disco es una barbaridad, Diamonds On The Soles Of Her Shoes me pareció siempre preciosa. Homeless, I Know What I Know…
Y The Boy In The Bubble. Escucha primero la original, con esa bajo sin trastes que es de locos. Era otra época y se podía escribir sobre otras cosas. Escucha ahora la versión de Blue Aeroplanes. Es otra canción, más cruda, pero sigue siendo la misma.
Escuche graceland justo esta semana, en este trabajo de Simon el mito supera incluso a la música.
Tuve la suerte de estrenar 2019 descubriendo este álbum (me da vergüenza reconocer que fue hace tan poco) de la mano de un buen amigo en una comida corta con sobremesa larga.
Que bueno leerte tan de cerca, Jorge.