1- Entrevistas
Somos cómodos por naturaleza. Yo en particular. Me defiendo bien escribiendo determinados formatos y no suelo complicarme con otros. Porque los domino menos, me digo. Y los domino menos porque los practico menos, que en esto tampoco es que haya demasiados secretos. Aunque esto último me lo digo menos.
Estoy trabajando sobre una entrevista a un cocinero que se publicará en unas semanas. Y me siento un poco como un elefante en una cacharrería. Es alguien a quien conozco desde hace tiempo, con quien tengo cierto grado de familiaridad, y someterlo a un interrogatorio me da un poco la sensación de encorsetarlo todo. Sé que es necesario para que la cosa tenga orden y una cierta lógica, pero me siento un poco como quien está aprendiendo a andar y de da aún, de vez en cuando, contra las paredes.
Luego, ya frente al ordenador, el trabajo de poner orden en todo eso, extractar, reorganizar sin dejar de ser fiel a lo que se dijo. Qué se queda y qué se elimina. Todo tratando de que quien vaya a leerlo reconozca al entrevistado en sus respuestas; dándole espacio, pero tratando de que haya un cierto ritmo.
Es un ejercicio interesante. Crees que dominas más o menos tu oficio hasta que cambias el enfoque. Y entonces vuelves a empezar, desde abajo, con la misma torpeza que cuando escribías el primer texto. Debería hacerlo más. Pero es que soy de acomodarme. Aún así: debería.
2- Clases
Entre abril y mayo doy bastantes clases. No soy profesor ni he querido nunca serlo, pero en estas semanas se me amontonan sesiones, colaboraciones en varios masters de periodismo y comunicación gastronómica que me gustan particularmente, entre otras cosas porque son una excepción.
Son una salida de la rutina, pero son también, siempre, un pequeño tirón de orejas, otro recordatorio -otro más- de que no puedes acomodarte, de que ahí viene otra gente, con otras formas de ver las cosas, otros enfoques, otras curiosidades. Para muchos de ellos no eres nadie, no vienes cargado de connotaciones. Es fantástico.
Siempre me atropello. Da igual cuántas horas tenga, siempre tengo más material de que cabe en ellas y quiero llegar, así que en algún momento me trabo. No sé si es torpeza, entusiasmo o qué. Pero, con eso y con todo, creo que más o menos funciona. Las preguntas, al final, rara vez me parecen de compromiso.
Esta semana tuve un grupo particularmente interesante: gente de varias partes de España (de Alicante, de Barcelona, de Madrid, de Navarra o del País Vasco) y, junto a ellos, otros de México, Colombia, Bolivia o Perú. Interesante, porque cosas que para mí son importantes no lo eran, a veces, para ellas. O las pillaban por sorpresa. Otras, sin embargo, que a mí me parecían secundarias, tenían para ellas más importancia.
Alguien me hablaba de sistemas alimentarios. Qué poco circula ese concepto por aquí. Y qué interesante es ver cómo se enfocan estas cuestiones desde fuera. Ellos aprenden en las sesiones (espero), pero yo también vuelvo siempre con la cabeza llena de ideas nuevas.
3- Comidas
A veces no eres consciente de las cosas, por muy obvias que resulten, hasta que las pruebas tú mismo.
Nos ocurrió hace años, en Huelva. La noche anterior nos reencontramos con un amigo. Reímos, bebimos y brindamos hasta las tantas. Al día siguiente, al despertar, tenía una resaca de esa de querer golpearte la cabeza contra la pared, a ver si así. Pero ese mediodía teníamos una reserva en un restaurante y no había forma de no ir.
Así que fuimos, con pocas ganas de comer y menos aún de beber. Y decidimos que haríamos el menú degustación, pero que no haríamos el acompañamiento de vinos sugerido y que tomaríamos solamente agua. Acabamos con una sensación mucho más ligera y cómoda de lo habitual en otras visitas a restaurante. Y el cambio había sido ese, suprimir el exceso de calorías y la carga alcohólica de los vinos.
Aprendí que me gusta el vino, pero que lo reservo para otras ocasiones, para cuando quiero, para cuando merece la pena hacer una excepción, para cuando voluntariamente decido que esa mayor pesadez me compensa.
Lo mismo me ocurre con las comidas cuando estoy de viaje, aunque en España el proceso tiene algunos factores de distorsión. Si puedo, intento comer más vegetal, menos graso y más ligero. Parece una obviedad, pero ahora métete en una autovía, para en un área de servicio, pregunta por el menú del día y ya me cuentas luego.
El otro día, al llegar a San Sebastián, tenía apenas 50 minutos para comer antes de las clases. Quería algo ligero, que no me dejase aturdido la mitad de la sesión. Por suerte, en el hotel tenían un menú del día apetecible, con tres opciones de primer plato y otras tantas de segundo. Una de cada sección era vegana, una auténtica rareza aún, por desgracia, en esta parte del mundo.
Comí arroz salteado con verduras, zanahorias al horno con naranja y romesco y una crema de chocolate sin leche con frutos rojos y crumble. Todo sabroso. Me fui del restaurante cómodo y pude charlar durante dos horas sin asomo de pesadez, aún habiendo prescindido del café. Lógico, pero poco habitual.
A mi lado, en una mesa a metro y medio, se sentaron tres señoras. Revisaron la carta, la misma que había revisado yo. Llamaron a la camarera y le preguntaron ¿Este no será un restaurante para “veganistas”, no?
“Tenemos 80 años, salimos cada semana a probar un sitio de la ciudad y nunca hemos ido a un restaurante para “veganistas”, porque no nos gusta esa cocina”.
En la carta había, en total, 9 platos. De esos 9 platos, solamente tres llevaban al lado una indicación: apto para veganos. En el resto había un guiso de pescado, un tartar de remolacha con queso de cabra, una pechuga de pollo con puré de calabaza. Había una pannacotta a la bergamota. Pero la simple aparición de la palabra “vegano” sobre el papel les encendió todas las alarmas.
La camarera dominó la situación: les dijo que no se preocuparan, que había carnes y pescados, pero que les sugería, ya que eran tres, traer un plato de cada, los tres primeros, los tres segundos y los tres postres de la carta, incluidas las opciones veganas, y que si de verdad no les gustaba algo, no se lo cobraba.
“Pues está bien, el arroz. Es como un arroz con coles. Está bueno”. Escuché desde mi mesa. “Qué buenas las zanahorias, así asadas. Nunca se me habría ocurrido hornearlas con naranja. Yo las pondría como guarnición de un lomo de cerdo, pero están muy buenas”. “Pues el chocolate, si no me dicen que es sin leche, yo no me habría enterado, con el crujientito este y las frutas”.
Comieron, felicitaron a la camarera y pagaron sin problemas. Es curioso cómo una simple palabra sobre el papel puede cambiar tantas cosas. Y cómo en España la posibilidad de que algo sea vegano sigue levantando alarmas y barreras. Si dices arroz con coles, no hay problema. Si dices arroz salteado con bok choi y verduras de temporada (aptos para veganos) la gente se frena en seco, porque eso es comida para rumiantes. Somos así y así hay que querernos, imagino.
En cualquier caso. Ojalá a los 80 siga teniendo la curiosidad de estas tres señoras por conocer lugares nuevos. Y ojalá sea capaz, como ellas, de pasar por encima de mis prejuicios y reconocer, si hace falta, que estaba equivocado.
Y ojalá también, mientras tanto, se vaya haciendo más común poder comer algo ligero y sabroso incluso en los menús del día, en los viajes por carretera o en los aeropuertos. Será una mejora objetiva y hará que la primera clase de la tarde sea mucho más llevadera para todos. Y que el gasto médico se reduzca, me temo. Pero de eso hablamos, mejor, otro día.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
A través de Honos, de Máximo Gavete, llego al artículo titulado On The Discrepancy Between Objects and Things: An Ecological Approach, de Fernando Domínguez Rubio. Me parece interesante porque retoma, y actualiza, un clásico mucho más difícil de consultar de manera gratuita, Vogel’s Net: Traps as Artworks and Artworks as Traps, de Alfred Gell, pero sobre todo por la distinción que establece entre cosas y objetos (a los segundos los hemos dotados de otros significados).
Pero más allá de eso, me interesa cómo Domínguez analiza el contexto. De ahí su definición de aproximación ecológica, ya que se basa en la importancia del contexto del objeto para modularlo, en la relación del objeto con lo que lo rodea. En este caso para modular sus significados y para entender su importancia, o la ausencia de la misma, en un momento dado. Precisamente mi charla del otro día en el Basque Culinary Center se titulaba Ecosistemas Gastronómicos.
Lo que he visto
Yo me empeño en que me gusta el cine de John Carpenter y él se empeña en decir que, bueno, esa será mi opinión.
Porque es cierto que The Thing me parece una maravilla y que Golpe en La Pequeña China es simpática. Pero luego hay un montón de películas que ni frío ni calor: Halloween (más allá de su carácter icónico nunca le pillé el punto. De las secuelas ni hablamos), Christine, Starman, Están Vivos, 1997: Rescate en Nueva York, El Pueblo de Los Malditos…
Y, junto a estas, un montón de morralla como Fantasmas de Marte. O como Vampiros, que vi esta semana, que es cierto que tiene ritmo y que en algunas ideas estéticas está en la línea de Abierto hasta el Amanecer, que es del mismo año. Pero poco más.
Lo que he leído
Estoy con V13. Crónica Judicial, de Emmanuel Carrère. Y otra vez vuelve a pasarme lo mismo que con todo lo suyo que voy leyendo: cuando me doy cuenta estoy absorbido por el libro, por la forma de escribir, y pierdo la noción del tiempo. Qué cabrón, cómo consigue que parezca sencillo.
Lo que he escuchado
Volví al Geralds de San Sebastián. Me senté a su barra para tomar el menú del día justo antes de subirme al autobús hacia el aeropuerto de Bilbao.
Una de las cosas interesantes de este local, como me ocurrió un par de semanas antes en Tohqa, en la otra punta de la Península, es la música en vinilo. La posibilidad de asomarte a las preferencias de alguien que decidió en algún momento comprar ese disco, escucharlo, como se escuchaban antes, de principio a fin; la pausa, cuando se termina, mientras le dan la vuelta o lo guardan y buscan otro.
Comí escuchando a Jackie Mittoo. Y ese fue otro motivo por el que esa visita rápida resultó tan agradable.
Aunque el cambio de siglo no fue, al menos desde mi punto de vista, un momento especialmente brillante en lo musical, es cierto que hubo una pequeña eclosión de pop un poco más trabajado, que se acercaba de alguna manera al boom de cantautores cercanos al rock que hubo en los 70 (de Springsteen a Jackson Browne, John Cougar Mellencamp, Tom Petty…)
Fue la época en la que Keith Urban asomó un poco la cabeza más allá del circuito country y el momento en el que Jakob Dylan tuvo sus escasos éxitos internacionales. Al mismo tiempo, desde Estados Unidos se intentaba vender un Post-Grunge que sigo sin saber muy bien qué era, más allá de un momento sin unas características especiales. Quizás, de todo aquello, Collective Soul fueran, aunque fuese brevemente, los únicos a los que veo en esa línea de evolución desde el grunge de los años anteriores.
En cualquier caso, precisamente fue a través de Collective Soul como llegué a Matchbox Twenty, que aunque en Europa tuvieron un éxito muy moderado, lo vendieron todo y más en Estados Unidos, lo mismo que ocurrió con Dave Matthews, otro de esa misma época.
En algún momento se empezó a hablar del nuevo descubrimiento del productor de Collective Soul, que pasaron así, con un único éxito, al segundo plano. Y ahí empecé a escuchar a Matchbox Twenty. Nunca fueron mi banda de cabecera, pero durante cinco o seis años estuvieron siempre ahí. Y es verdad que vistos desde ahora, con frecuencia tienden a irse hacia el lado más ñoño del pop del momento, pero también es verdad que Rob Thomas tenía una voz fantástica.
Y si no, escúchalo en Smooth, un tema del que acabamos todos aburridos hasta la nausea en 1999, a base de escucharlo. Pero es que, si te paras a oirlo ahora con calma, lo tenía todo: un riff de guitarra perfecto, la voz de Rob Thomas, la percusión, el solo… Y apareció en el momento justo para subirse a la ola del boom latino.
Más de 30 millones de copias vendidas, 8 premios Grammy (igualando el record de Michael Jackson con Thriller, no superado hasta la fecha), otros tres Grammy Latinos, 12 semanas número uno en Estados Unidos y 22 semanas como número uno en la lista de singles, número uno en 11 países, el disco de un artista latino más vendido de la historia… Y el regreso de Santana después de casi 25 años a la primer fila de la música mundial. Vale la pena olvidarse de prejuicios y escucharlo de nuevo, porque fue una barbaridad.
No pressure pero estoy aguardando la clase 🫣