El tono
Desde que empecé a escribir estas cartas me han hecho notar más de una vez que el tono que utilizo aquí es distinto. Bueno, me alegro de que se note.
¿Distinto a qué? Distinto a otras cosas que escribo en otros lugares. Más de uno me ha dicho que le gusta más este tono. Y me alegra también. Porque, al final, este soy yo.
Imaginemos que tienes una zapatería. No le vendes los mismos zapatos a todo el mundo. Hay quien viene buscando unas botas, otro que entre preguntando por un calzado para días de fiesta y alguien que quizás está interesado en un zapato bonito, resultón y cómodo para diario. No hace falta que ninguno de ellos sea tu zapato preferido en el mundo sino que basta, seguramente, con que te parezcan defendibles, con que tengan una relación calidad/precio conveniente. Quizás en una parte de la zapatería vendes los zapatos que a ti te gustan de verdad, aunque luego te miras a los pies y seguramente llevas puesta otra cosa.
El fin de semana cierras la zapatería y te vas a pasear a la playa con tu pareja, con un calzado cómodo y una camiseta muy de andar por casa. Pues ese soy yo aquí. Y el otro, el que escribe en otros lugares, es el zapatero que está en su zapatería entre semana.
¿Quiere eso decir que no me gusta, que lo hago por compromiso o que bajo el nivel? Me gustaría pensar que no. Pero alguna diferencia tiene que haber entre lo que cualquiera de nosotros hacemos por trabajo, por mucho que nos esforcemos y lo hagamos lo mejor que sabemos, y lo que hacemos en nuestro tiempo libre cuando bajamos la guardia.
Claro que estoy encantado de vivir de escribir. Y por supuesto que lo hago lo mejor que puedo y que sé en todos los casos. Pero cada ocasión es distinta: en unas tienes un límite de extensión, en otras hay un plazo muy breve para entregar. En unas te piden que seas más aséptico y en otras que seas más personal. En alguna has publicado ya lo suficiente como para tener que ir con cuidado de no repetirte. Y aunque nadie te pida nada, es normal que te dejes influir por el tono general de cada sitio. Es decir, escribes, eres tú, pero eres tú trabajando.
No sé cuántos medios me pagarían por escribir sobre mis gatos, el bar al pie de casa y mi manía de esta quincena, aunque estoy dispuesto a escuchar ofertas ¿eh? Si uno de mis sueños fue siempre poder vivir de escribir, y lo hago en buena medida, el sueño definitivo sería vivir de escribir lo que quiera cuando quiera. Aún no estamos ahí.
Así que, mientras tanto, hay una diferencia normal entre el Jorge en traje de faena y el Jorge que está sentado en la arena de la playa el domingo. Soy los dos y los dos, quiero creer, son igualmente auténticos. Pero hay cosas que uno sólo consigue hacer cuando se relaja, cuando se olvida, cuando no tiene más presión que hacer lo que le apetece.
Es una cuestión de tono. Por supuesto que cuando escribo sobre un restaurante están ahí mis manías, mis gustos, mis simpatías y mis carencias, pero creo que uno tiene que tender a que no se noten en exceso. Claro que cuando escribo sobre una ruta por carreteras secundarias son carreteras que he elegido, que he recorrido, quizás, con una cierta resaca o con un ataque de rinitis alérgica. Pero uno tiene que ser capaz de desprenderse de parte de eso, de desbrozar, y de entender qué está escribiendo y para quién.
Por decirlo así: el camarero que te recibe siempre con una sonrisa no siempre está, en realidad, de buen humor. Siento ser yo quien te lo diga. Y no por eso deja de ser un buen profesional. Al contrario, está donde tiene que estar. Ninguno de nosotros hablamos de la misma manera, aunque sea sobre un mismo tema, con nuestros padres, con nuestras hijas, con un amigo de toda la vida, con alguien a quien apenas conocemos y con el que coincidimos en el ascensor o con nuestro jefe. La verdad de las cosas no tiene una única forma.
Y esa es, seguramente, una de las cosas más bonitas de escribir. Esa capacidad de desdoblarse, de hablar de diferentes intereses y de hacerlo en distintos tonos es algo que cuesta asumir, porque al principio piensas que de algún modo estás falseando, aunque en realidad es una bendición. Es un lujo poder ser el yo que habla de restaurantes, el yo que viaja en coche a lugares absurdos, el yo que explica por qué un queso es interesante y luego llegar a casa y ser el yo que le da vueltas a lo que escribe, cómo lo escribe y a si eso tiene algún sentido, al menos para mí.
Pizzas
Uno tiene que tener la capacidad de adaptarse a quien tiene enfrente, o al menos la capacidad de ser consciente de que tiene enfrente a alguien. Y, al mismo tiempo, tiene que tener un lugar seguro al que retirarse, que para mí es este. Si hay algo que tengo claro es que lo que no existe es la gente absolutamente plana -y si existe es una desgracia- y que, en realidad, lo que me parece interesante son las personas poliédricas, llenas de aristas y de rincones que muchas veces no captas al primer vistazo. Si hay algo que me atrae en lo complejo y lo enrevesado.
Y hablando de lugares seguros y de complejidad, por mucho que ésta no siempre resulte evidente, hoy quiero hablar de pizzas. Porque para Anna y para mí son, en muchos casos, ese lugar al que retirarnos cuando el día se pone tonto. No hay casi nada que no arreglen un poco Emilio y Leticia con lo que hacen en Santoro. Y lo que hacen es pizza. Tan sencillo, en apariencia, y tan complejo.
Sencillo porque no deja de ser un disco de masa horneada con cosas encima. Complejo porque, sí, es una masa con cosas encima, pero los resultados pueden ser tan dispares como en algunos casos dramáticos y en otros difíciles de olvidar.
Porque no hay nada más complejo que esa sencillez aparente que encierra toda una tradición. O varias. Porque aquí, en Galicia, hasta hace bien poco no teníamos pizzerías napolitanas -esa sería una tradición. La canónica, además- y era realmente complicado conseguir determinados productos de calidad, cosas tan sencillas como una buena conserva de tomate o una buena mozzarella.
Lo que sí teníamos, sin embargo, era tradición de emigrantes retornados. De Buenos Aires, con el peso que la comunidad italiana tenía allí, y de lugares como Suiza, en los que los gallegos solían hacer buenas migas con los emigrantes portugueses y con los italianos.
Esa es otra tradición, la segunda, que encierra por aquí la pizza: gente que descubrió la pizza en Buenos Aires y que regresó para montar en su pueblo una pizzería de estilo argentino, matrimonios mixtos que se conocieron en Suiza y que, tras instalarse en Galicia, montaron una pizzería, quizás con el horno que consiguieron en aquella época, tal vez con los ingredientes a los que tenían acceso en los años 80 en un pueblo de 6.000 habitantes de la Costa da Morte.
Y aún están quienes se asomaron a esos lugares y entendieron que aquel disco de masa con cosas encima era el fruto de una cultura panadera, como lo es la cultura local, que lleva siglos haciendo discos de masa y cubriéndolos de cosas, también, para luego poner un segundo disco de masa encima, hornearlo y llamar empanada al resultado.
Gente que entendió que no tenía que tratar de imitar una masa que no conocía y que no era necesario poner queso de barra del supermercado si no conseguía mozzarella. Gente que se dio cuenta de que una buena masa de pan gallego, extendida, cubierta con ingredientes locales, sin tratar necesariamente de emular combinaciones que no entendía porque no eran parte de su cultura, podía ser también interesante. Ese sería una tercera tradición.
Y, como ocurre con las personas, cuanto más compleja es una tradición, cuanto más ángulos encierra una receta, más me interesa.
Galicia, en concreto A Coruña, fue uno de los primeros lugares de España que contaron con pizzerías. Hoy nos parecen algo que lleva ahí desde siempre -ay, los dichosos desde siempre- pero son relativamente recientes, algo que en España no existió hasta los años 60.
Y lo curioso es que en esa primera oleada la influencia italiana, que estaba presente, no fue la única y, en muchos casos, tampoco fue la más importante. En Madrid, por ejemplo, tuvo algo que ver la presencia de soldados estadounidenses en la base de Torrejón, aunque el fundador de la pizzería, probablemente la primera del país, fuese italiano.
Hubo otras en Las Palmas y en Sitges. Y A Coruña tuvo la cuarta o quinta pizzería en España, algo llamativo dado el tamaño de la ciudad por entonces, de la mano de emigrantes retornados. Por eso, por casos así, aún hoy muchos gallegos piensan, al escuchar la palabra pizza, en algo que tiene mucho más que ver con Argentina que con Italia.
Y todo eso por alrededor de 10€, sólo a base de un poco de harina y dos o tres ingredientes más. No, la pizza no es solamente pizza. No aquí. No para mí, que añado una capa más a esa especie de milhojas de tradiciones, la que implica vivir desde hace casi 12 años con una italiana.
Muchas gracias, una semana más, por seguir ahí.
Algunos links
Hace unos días me encontraba en The Guardian con esta historia fascinante sobre una tablilla mesopotámica que parece ser la primera representación conocida de un fantasma.
La tablilla tiene, en una de sus caras, un conjuro para expulsar a los fantasmas. En la otra hay una figura que parece agarrar algo. Cuando la luz incide en la superficie desde determinado ángulo, ese algo resulta ser una figura humana, una figura humana que aparece y que desaparece, que sigue a la primera, que la tiene atada por las manos. Me parece una preciosidad de historia.
Esta semana hablaba con Anna sobre Rafael Moneo, sobre esa capacidad que tiene para conciliar lo clásico y lo contemporáneo. Y eso me hacía pensar en su proyecto para la Bodega La Mejorada, en la provincia de Valladolid, construida en un antiguo monasterio jerónimo del S.XV y de la que nos hablaron los hermanos De La Cruz en nuestra última visita a La Botica de Matapozuelos.
Y eso me acabó llevando a otro proyecto completamente distinto, la iglesia de Iesu, en San Sebastián. Quizás sea eso, la capacidad de no repetirse, de no citarse a si mismo, lo que convierta a Moneo en uno de los arquitectos actuales que me parecen más interesantes: de la bodega La Mejorada a la ampliación del ayuntamiento de Murcia, de la iglesia de San Sebastián al Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, que me parecen una de las obras arquitectónicas más apabullantes del último medio siglo en España.
No siempre me gusta todo lo que hace, pero consigue algo, una cualidad atemporal, un alejamiento de modas y de efectismos que, cuando se materializa en un proyecto que me interesa, me parece único.
Lo que he leído
Estoy estos días con Los Peligros de Fumar en la Cama, de Mariana Enríquez, y me está gustando mucho. Leo por ahí que la han comparado con Thomas Ligotti, pero, sinceramente, ella me interesa mucho más. La literatura de terror contemporánea tiende a tener, a veces, un punto pretencioso que encuentro en Ligotti y que no veo en ella, capaz de escribir con la sencillez de quien te está contando algo, sin darle más importancia, pero que consigue que ese algo se te queda dando vueltas en la cabeza durante días.
Lo que he visto
La Amenaza de Andrómeda es un clásico de ciencia ficción de 1971. A ratos puede no ser la película más trepidante que hayas visto, pero la historia está bien llevada y es un buen reflejo de cómo se aplica el método científico frente a algo que se desconoce.
Lo más interesante para mí, sin embargo, fue el apartado estético. No puede ser más años 70, pero al mismo tiempo es evidente la influencia en la primera película de la saga Resident Evil, desde el pueblo en el que comienza todo al diseño de ese laboratorio subterráneo organizado en plantas protegidas por una inteligencia artificial que dialoga con los personajes y acaba defendiéndose de ellos con rayos láser.
Lo que he escuchado
Esta semana volvía a Facelift, el primer disco de larga duración de Alice in Chains. Hacía un tiempo que no lo escuchaba.
En mis años finales de instituto tuve una etapa en la que estuve absolutamente volcado con el grunge. Nirvana me gustaban, pero eran un poco demasiado obvios (sí, otra vez la tontería de escuchar las cosas en función de la imagen que dieran), Pearl Jam estaban bien, pero eran, de alguna manera, la banda que oían los que me parecía que se creían especiales.
Así que me decanté por Alice in Chains. Quizás también porque eran una de las bandas grunge, quizás junto a Soundgarden, que se escoraban más hacia el metal. Y probablemente por esa actitud, sobre todo del guitarrista Jerry Cantrell, que parecía estar por allí casi de paso, recién salido de un concierto de una banda de metal de la década anterior, cuando parecía no haber más que camisas de franela a cuadros y botas militares. Como las que llevaba yo mientras me quejaba, ni más ni menos, que ya he dicho que lo de la coherencia lo he llevado siempre regular.
Volví a él, 32 años después. Qué barbaridad de disco. Y que barbaridad pensar que tenían 24 años.