Vuelve a ser esa época del año en la que se junta el sprint final antes de que todo se aletargue con el agotamiento posterior, con los días de bochorno en una casa y una ciudad que no están preparadas para el calor y en la que, como todos los años, la capacidad de escribir casi desaparece entre plazos de entrega y termómetros que no bajan.
Son semanas de trabajo de biblioteca, de tareas automáticas, en las que todo lo demás se resiente.
Aunque la inspiración está donde menos la esperas. En una gala inaugural de unos juegos olímpicos, por ejemplo, que encaja con algunas notas que he ido escribiendo en el bloc del teléfono alrededor del gusto. Una gala que, contra todo lo que habríamos imaginado con antelación, nos tiene desde hace casi una semana hablando de estética, de buen gusto -o la ausencia del mismo- de conveniencia, de iconografía, de provocación y de dobles lecturas. Olimpiadas al margen, esas son las galas que me gustan.
El espectáculo no me encantó visualmente en todo momento, pero eso es lo de menos. Me interesa su vocación estética, su uso de la imagen simbólica. Y me interesa, sobre todo, cómo a un público que por lo general no está muy interesado en esos temas la representación le resultó ofensiva en muchos aspectos, señal de que pocas cosas nos tocan de una manera más profunda que un símbolo, lo creamos o no.
En ese sentido la gala me pareció fantástica, un uso de la imagen para contar una ciudad, un país, una sociedad desde la ruptura de tópicos; un relato visual que huyó del canon, del relato del héroe, para apostar por la provocación, por utilizar el primer plano para postularse como algo que responde a los tópicos que todos tenemos sobre París, pero también como mucho más.
Una gala que nos puso a todos frente a nuestros prejuicios, frente a nuestras ideas preconcebidas y, quizás, frente a nuestra propia incomodidad. Y que por eso tuvo una resonancia tan profunda ¿Quién recuerda imágenes blancas, inocuas, vacías como las de la inauguración de los últimos juegos olímpicos? Habría muchas luces, supongo, y colores; muchas sonrisas, muchos cuerpos perfectos. Montones de banderas, celebraciones más o menos hipócritas de la igualdad y el juego limpio. No lo sé, no lo recuerdo, tú probablemente tampoco, pero no importa, porque sabemos aproximadamente por dónde fueron los tiros y por eso la hemos olvidado, quizás entre bostezos.
Por eso la gala de hace tres años fue perfectamente intrascendente, como las anteriores, porque no cambió nada, porque no cuestionó nada, porque no se reveló contra ningún tópico. Porque, en ese sentido, optó por ser un objeto decorativo inocente, como los que puedes ver en el lobby de cualquier hotel, sin ningún significado más allá de una idea vaga, inofensiva, inmediatamente olvidable, de la comodidad y con frecuencia de un gusto bastante relativo.
La potencia estética de la gala de París está en que, junto a iconos consolidados -la moda, el can can, Lady Gaga, la Biblioteca Nacional Francesa- hubo también referencias a la cultura estética digital -donde algunos han visto una alusión directa a Assasin’s Creed yo veo, además, guiños al parkour y a cierto imaginario cinematográfico francés (¿El pacto de los lobos?). En cualquier caso, un mensaje estético pensado para esa mitad de la población que tiene menos de 40 años y seguramente no para ti, que te quejas, que ya tienes otros guiños en el guión. Hay más gente que tú- a lo no normativo; con alusiones a episodios sangrientos de la historia, a la revolución, en una clave iconoclasta -cantantes decapitadas y sangre saliendo de las ventanas del edificio donde estuvo el Tribunal Revolucionario- y visualmente muy efectiva; con la aparición, en un contexto tan dado a los himnos altisonantes con una resonancia de otra época, de una banda de metal insertada, además, en un espacio simbólico de gran valor patrimonial, rompiendo barreras una vez más; con la revisión en clave postmoderna de iconos clásicos, con referencias mitológicas -el caballo del agua de las culturas celtas, el Morvarc’h bretón-, una mujer racializada cantando el himno, saltos musicales de Aznavour a Aya Nakamura, de Edith Piaf a himnos revolucionarios. Todo cabe, porque París no es sólo una. Seamos sinceros, en España no podemos ni empezar a soñar con algo similar.
Y, en medio, pinceladas del más puro clasicismo, el homenaje a los iconos del deporte, al patrimonio artístico, el izado de la bandera y todo eso. Por eso fue un mazazo, por eso todos seguimos hablando de ella, porque nos puso frente a nuestros tópicos. Porque jugó con la incertidumbre, con las expectativas y con nuestros umbrales. Por eso nos incomodó. A unos más que a otros, también es cierto. Por eso funcionó.
Lo que me interesa de todo esto, sin embargo, no es el espectáculo en sí, que probablemente debido a una retransmisión nefasta y a la mala suerte climática se me hizo largo. Lo que me llama la atención es la renuncia a un canon que habría sido lo más cómodo, la revisión desacomplejada de símbolos tradicionales y la propuesta de otros nuevos. Porque eso encaja, creo, con mucho de lo que nos está pasando a todos.
Demasiada gente para una última cena, también te lo digo (por no mencionar al señor azul que viene con la ensalada).
En los últimos años, digamos que en las últimas dos décadas, estamos revisando nuestros cánones culturales y en muchos casos desechándolos. Piensa en la imagen que tenías de un escritor hace 25 años, seguramente un señor, probablemente vestido con traje y corbata, seguramente muy serio y muy distante. Ya no funciona. Tampoco funciona la variante malditista, la del alcohólico autodestructivo, maltratador por el camino, no tiene ya aquel encanto que, reconozcámoslo, le dimos alguna vez.
No hay ni que rebuscar muy en los límites para que solamente una imagen encaje en la iconografía del escritor que nos enseñaron en el colegio.
Piensa en el icono del cocinero, porque con él ocurre lo mismo: el gordo bonachón de mediana edad, hombre también, vestido de blanco, con el delantal anudado a duras penas a su barriga y su gorro de cocinero es ya una figura vacía. Como empieza a serlo su sustituto, el cocinero malote, cuajado de tatuajes, de camiseta negra y barba de tres días que de algún modo replica la superficie del modelo del genio maldito, del enfant terrible, también ya un tanto caduca. Ya no tienen la efectividad que tuvieron y empiezan a aparecer, más bien, como caricaturas. Ser cocinero, como ser escritor, puede ser eso, pero puede ser muchas cosas más. Y ninguna de esas dos imágenes tipificadas -y agotadas por el uso- representa a la profesión más que tantas otras.
Tres iconografías contemporáneas del oficio de cocina.
En casa vemos con frecuencia cine de otras décadas. En muchos casos sigue funcionando, pero en algunos otros no ha aguantado bien el paso del tiempo. El montaje, el ritmo y la dirección siguen siendo buenos, es cierto, pero con frecuencia el lenguaje, el tono, el enfoque, la elección de lo que se quiere destacar tiene un aire de otra época en el que ya no nos sentimos identificados.
Pulso Pause aquí un momento: no quiero decir con esto que no tengan valor o que debamos descartarlas. Hablo, más bien, de una relectura crítica, de la misma que hacemos de una pintura rococó, que apreciamos por sus valores estéticos, pero de la cual no compramos el paquete completo de significados. Porque el tiempo pasa, es así de sencillo. Y porque hay valores, narrativas, modelos, personajes que pertenecen a otro momento, que podemos leer, entender y disfrutar en su contexto -a veces ya ni eso- pero que quizás hoy ya no tienen la significación que tuvieron. Y si la tuvieran, 40, 60, 100 años después, sería un problema. Hay una línea sutil entre la relectura crítica y la mojigateria y es una línea que no tengo intención de cruzar.
Y antes de que me vengas con que si lo woke, esto, lo otro y lo de más allá, que nos conocemos: no, es algo mucho más antiguo que eso. En 1970 no se pensaba como en 1920; en 1920 no se apreciaba lo mismo que en 1860, no había los mismos códigos éticos, sociales o culturales ¿Por qué 2024 debería comprar el lote completo de los años 60, 70 u 80 sin cuestionárselos, sin quedarnos con algunas cosas y rechazar muchas otras? ¿En qué somos diferentes -y donde escribo diferentes pensaba escribir peores- que esas épocas?
Productos culturales que en su contexto tuvieron un sentido pero que han envejecido regular.
¿Que a ti no te gusta determinada estética contemporánea? Fantástico. A mí me interesa la escultura gótica, el paisajismo flamenco, el jazz europeo de entreguerras o la música metal de los primeros años 90. Podemos seguir con nuestras vidas sin demasiados problemas, cada uno con lo suyo. No hace falta montar un escándalo.
Lo que me importa de todo esto, en cualquier caso, es la perplejidad, la incomodidad. Porque nos habla de que estamos renunciando, como sociedad, a un lote de ideas estéticas, de que nos estamos cuestionando el por qué esas y no otras, si las que nos han dicho que nos representaban nos siguen representando y porque estamos abrazando la incertidumbre. Porque sin ella, sin incomodidad no hay creatividad, porque lo desconocido, lo que nos reta, nos resulta incómodo y tampoco eso es nuevo.
1965
Y esto es algo que las artes plásticas llevan explorando desde hace más de un siglo, pero a lo que la cultura popular llega muy poco a poco. El mundo del deporte, tan dado a lo grandioso, a esa vinculación con la cultura clásica que, reconozcámoslo, a veces huele un poco a rancio; con ese lote completo del culto al cuerpo, a las banderas, al sol, a los himnos y a la celebración del héroe -luego hablamos de la biodinámica, sus calendarios lunares y sus cuernos de vaca- ve todo esto desde un poco lejos, es cierto, por eso, quizás, se ha quedado perplejo con lo que acaba de pasar en una gala que consideraba un lugar seguro.
En cocina estamos -me incluyo, sin ser cocinero ni tener intención de serlo, porque es el contexto en el que me muevo desde hace dos décadas- en un momento de perplejidad similar, con la boca abierta y sin entender, en muchos casos, qué ocurre alrededor. Aferrados a nuestros ídolos y a nuestros símbolos de otra época mientras el mundo cambia alrededor.
El mundo de la cocina también cambia, aunque a veces un poco más despacio porque, aunque parezca lo contrario, es un mundillo que tiende al inmovilismo y a lo reaccionario a poco que se le dé cancha. Muchos se pondrían (nos pondríamos, quizás) colorados, si tuvieran que leer en público hoy lo que defendían hace 10 o 15 años. No hace falta ir más atrás. Muchos, normalmente más jóvenes, rechazan determinados modelos, determinadas estructuras, determinados conceptos de negocio que han llevado a tantos a la insatisfacción permanente, cuando no a la ruina.
Por eso cuesta tanto posicionarse, por eso es tan difícil elegir. Porque ya no hay guías, porque no tenemos una verdad absoluta. Porque en muchos casos depende: depende del punto de vista desde el que lo mires ¿Es técnicamente impecable? Puede ser, pongamos que sí ¿Es, además, sostenible como negocio? ¿Y desde un punto de vista ambiental? ¿Y desde un punto de vista saludable para el comensal que vuelve con frecuencia? ¿Y desde el punto de vista de la sostenibilidad laboral de los empleados? ¿Y además está rico? ¿Y además tiene unos precios que la sociedad que tiene cerca puede permitirse? ¿Y además es culturalmente relevante? ¿Y estéticamente interesante? ¿Y promueve unos valores que comparto? ¿Y tiene un impacto económico/social/cultural en su entorno? ¿Y se cuestiona los límites para llevarlos un poco más allá? Cada uno elige ¿Qué es bueno? Depende. Nadie va a cumplir todos esos parámetros, así que tienes que decidir qué es bueno para ti, por qué. Qué premias y qué no. Qué haces tuyo y qué rechazas.
Hace apenas una década la mayoría no nos planteábamos todo eso. Era bueno lo que era bueno, lo que nos habían dicho que era bueno, lo que alguien nos señalaba o lo que se adaptaba a determinados modelos. Aquello sobre lo que leías. Hoy sigue habiendo unas pautas, claro: es bueno, probablemente, lo que cada uno decida que es bueno siempre que lo haga desde unos criterios coherentes y desde un conocimiento mínimo del contexto. Y quizás no sea bueno para todo el mundo. No a todo el mundo le gusta un dios griego azul encima de la mesa, para entendernos. Y ahí estaba, en París, incomodando. Así que hay que explicar por qué, desde dónde y en comparación con qué. Y eso es complicado. Y con frecuencia bastante ingrato, pero es lo que toca. Nos obliga a mojarnos y esa es otra de las razones por las que nos incomoda, porque nos deja sin parapetos tras los que protegernos.
No posicionarnos y conformarnos equivale a seguir agarrados a que lo bueno es Charles Bukowsky meándose en los pantalones en algún bar. Pero no hace falta que nos pongamos a discutir sobre si este escritor sí o aquel no. Creo que con una imagen se verá más claro:
No estoy seguro de si mucha gente encontrará hoy atractiva o culturalmente relevante esta imagen, que hace 35 años era un icono mainstream. Y si pasa con Arnold, pasa con todo, cocineros y juegos olímpicos incluidos, y no va a ocurrirnos nada malo porque pase.
Gracias por seguir ahí una semana más y discúlpame la falta de regularidad.
Hablando de cuestionarse los límites, de ir más allá de lo que es territorio cómodo para cada uno de nosotros, hoy mis recomendaciones van un poco por ahí:
Lo que he escuchado
Por un lado, muchos habréis llegado a Gojira a través de la ceremonia de París. Yo llegué hace un tiempo, pero no porque sea ni mejor ni peor sino, simplemente, porque tocan un género que disfruto y en el que, una vez más, me gusta explorar.
Crecí, musicalmente hablando, entre finales de los 80 y los primeros años 90. Me gustan muchos géneros diferentes, pero en cuanto al metal crecí entre los clásicos que nos decían que había que escuchar -sí, también ahí había un canon- y que iban de Judas Priest -qué gran primer disco- a Iron Maiden o Scorpions y toda una serie de cosas que pasaron en aquellos años y que me engancharon: el Black Album de Metallica, el boom de Pantera, la eclosión del Death Metal de Florida, el No More Tears de Ozzy Osbourne…
Desde entonces han pasado muchas cosas, géneros y subgéneros que me han incomodado, que me han forzado a cuestionarme mis límites de qué es metal o qué no. Entre ellos Gojira, un grupo de Death Metal de Bayonne que intercala mensajes ecologistas y explora con frecuencia ritmos de otras culturas. Ya hablamos de ellos aquí en alguna otra ocasión:
Por otro lado, he estado escuchando algo de John Coltrane. No soy ni un especialista en jazz ni un gran oyente del género, pero hay cosas que me gustan. Y a partir de ellas trato de explorar, de curiosear un poco en qué hay ahí que a otra gente le interesa tanto.
Lo que he visto
Hace poco vimos Con el Viento Solano (Mario Camus, 1966) y no es ni la mejor película de Camus ni, seguramente, la mejor española de la época. Pero tampoco le hace falta. Antonio Gades tenía una presencia magnética, sin ser el mejor actor del mundo, y la historia es interesante. Vale la pena.
Tampoco diré que Remember (Atom Egoyan, 2015) sea una joya imprescindible, pero es interesante, tiene toda una serie de actuaciones de intérpretes ya ancianos que valen la pena y me parece muy bien narrada. Nunca sé a qué carta quedarme con Egoyan.
Lo que he leído
Otro con el que no sé muy bien qué pensar, más allá de que casi todo lo suyo que he leído me gusta, es Emmanuel Carrère. Hay cosas suyas que me han encantado, como El Adversario o V13, otras que nada, como Una Novela Rusa.
Y luego está El Reino, que estoy leyendo ahora, con la que no sé muy bien a qué atenerme: saltos desde la biografía del intelectual francés con cierto aire de superioridad y su conversión al cristianismo a la historia de San Pablo, contada en detalle, o a la discusión sobre ediciones comentadas de la Biblia. Y sin embargo sigo, así que algo hay. Lo de hacerte dudar y cuestionarte los límites también es esto, supongo.
Totalmente de acuerdo con tu análisis sobre la ceremonia de Paris. Esta reflexión me parece fantástica: “Y esto es algo que las artes plásticas llevan explorando desde hace más de un siglo, pero a lo que la cultura popular llega muy poco a poco. El mundo del deporte, tan dado a lo grandioso, a esa vinculación con la cultura clásica que, reconozcámoslo, a veces huele un poco a rancio”
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Uau... Y todo esto en julio... Felicidades 🎊