Autoficción
En teoría de la literatura el pacto ambiguo es un mecanismo que nace de combinar dos realidades que hasta no hace demasiado se consideraban como algo separado: el pacto autobiográfico y el pacto novelesco.
En el primero se establece que cuando un autor escribe textos autobiográficos el lector asume y acepta que lo que cuenta es verdad (o que el autor declara que es verdad, al menos). En el pacto novelesco aceptamos que lo que el autor escribe está sujeto a las reglas de la ficción. Aunque el nombre del narrador y del sujeto novelesco coincidan, aceptamos que no son una misma persona y que el segundo es un personaje ficticio.
Del pacto ambiguo empieza a hablarse a finales de los años 70. Consiste en una combinación de los dos anteriores que está en la base de lo que conocemos como autoficción. Y esto de la autoficción me interesa mucho más allá de lo literario.
Hace tiempo que creo que la autoficción ha saltado barreras y se ha expandido en el campo de lo periodístico, por ejemplo. Siempre hemos seleccionado la parcela de realidad que queremos contar; siempre ha habido -pienso en Julio Camba, por citar uno- autores que se convertían en personaje más o menos directo de su obra. Haciendo un collage de la realidad, seleccionando aquello que le interesa y descartando lo que no encaja, quien escribe va diseñando una realidad propia que se adapta a sus gustos y a lo que quiere contar.
Esa herramienta, que puede ser útil para poner el foco donde a uno le interesa, quizás para ficcionar el relato de unos hechos que nunca se produjeron como se están contando, acaba, sin embargo, por crear personajes. Personajes que, a veces, acaban comiéndose al autor e invadiendo la realidad. Aunque esto, quizás, da para otro texto.
Estoy escribiendo un libro. Un libro sobre empanadas que se basa en un viaje que nunca tuvo lugar. O sí, pero de otra manera: no en ese orden, no con ese carácter de itinerario unitario; a veces solo, a veces en pareja; en ocasiones en escapadas de ida y vuelta en el día. Algunas de las charlas que aparecen en ese viaje son la suma de distintas charlas a lo largo del tiempo y muchas de las visitas que forman parte de él se hicieron sin saber que algún día formarían parte de un itinerario en un libro.
¿Estoy escribiendo ficción? No lo creo. Pienso que ese pacto ambiguo me ayuda a construir un relato posible, a ordenar y a dar sentido, pero también a seleccionar. De alguna manera no es más que lo que hacemos todos en redes sociales: sabemos, nosotros y quienes nos siguen, que en la realidad tenemos más papada y más barriga, pero proponemos un autorrelato alternativo.
No es algo que critique. Si se hace bien, con cierta vocación de estilo y con un manejo correcto de las herramientas me parece, de hecho, fantástico ¿Por qué en papel sí y en imagen no? Es expandir la ficción, crear una realidad alternativa y construirse un mundo propio a partir de unos códigos compartidos por terceros. Por eso, creo, nos atraen tanto algunos perfiles. Y por eso algunos esfuerzos por hacer algo parecido nos parecen, por la torpeza manejando los recursos, por ingenuidad o porque son simples imitaciones, tan torpes.
Hay algo de actoral en quien consigue hacerlo que me parece fascinante. Me hace pensar en Roy Scheider en All That Jazz. Scheider, que no era un actor con una planta particularmente destacable, venía de hacer toda una serie de personajes más bien grises, de tipo normal que se ve envuelto en una situación excepcional o de alguien que hace de esa normalidad una de sus bazas. Y, de pronto, se abrió un par de botones de la camisa y, prácticamente a los 50, se metió en otro personaje, otro mundo, otra estética. Y lo bordó.
Vi estos días unos minutos de la película, mientras buscaba otra (quizás debería volver a ella para verla entera) y es un espectáculo cómo consigue meterse y meternos a los demás, de paso, en ese mundo que uno tendía a imaginar que le quedaba tan lejos.
Cerezas
Raimundo García “Borobó” fue un periodista gallego del S.XX. Estoy muy orgulloso de que en alguno de los libros que me dedicó me llamase su “sobrino-nieto literario”, aunque esa es otra historia.
Borobó practicó un género periodístico que defendía haber inventado: el anaco (anaco, en gallego, quiere decir pedazo). Un texto breve en el que se sucedían tres o cuatro ideas no necesariamente conectadas entre sí. Lo explicaba como un cesto de cerezas en el que coges un par. Enganchadas en ellas vienen otras, y tal vez otras más detrás de tal forma que, aunque lo que querías era la primera, acabas llegando a una segunda, tercera o cuarta que no estaban en tus planes, pero que también son apetecibles.
Me gusta esa idea. Tengo mi escritorio lleno de papeles de todos los tamaños con notas que a veces no entiendo ni yo escritas en todos los colores imaginables. Suelo llevarme los blocs de notas que te dejan en la mesilla de noche de los hoteles porque son perfectos para llevar en el bolsillo del abrigo, en la mochila, en el coche o para tomar una nota rápida. Lo que ocurre es que luego utilizo también las libretas que tengo, una para cada proyecto, para anotar lo primero que me viene a la mente. Arranco hojas, escribo texto en un sentido y luego en el otro, aprovecho los márgenes, anoto en rojo y en diagonal para no mezclar. Y luego en verde sobre eso. Como un palimpsesto de andar por casa.
Mi escritorio un día cualquiera. No bromeo con las pilas de notas.
Al final de la semana tengo una pila de papeles en los que es difícil poner orden. Ideas que van apareciendo sobre la marcha, a veces en relación con un texto en el que trabajo estos días, a veces sobre un proyecto para el que me voy documentando poco a poco.
A veces son notas sobre algo que veo en televisión, una frase de alguien con quien he hablado por teléfono, una idea que me viene a la cabeza a 100 kilómetros de casa. Como lo de Roy Scheider, por ejemplo. Esta semana comparte anotaciones con Zurbarán, sobre la sequía, con porcentajes de hidratación de masas, sobre un guión de un proyecto que me han pasado y sobre un par de platos que probamos el miércoles.
Zurbarán
Hay artistas sobre los que tenía una idea preconcebida que cambió cuando pude ver su obra en directo. Hay otros sobre los que esa idea no hizo más que verse confirmada. Dalí, por ejemplo, que nunca me interesó de una manera particular y que, visto de cerca, me interesa todavía menos.
Lo contrario me ocurrió, por ejemplo, con Goya, con Cezanne, con Ribera o con Rembrandt. Hay algo, una atmósfera, la pincelada, no lo sé, que no recogen las fotografías.
Es algo que me ocurrió con Zurbarán. Quizás con él aún más, porque por época y por estilo, la suya es una pintura en la que no pensamos como un objeto que nos apetecería poseer, por decirlo de una forma que se entienda. Uno no sueña, habitualmente, con decorar su comedor con un San Hugo de 3 metros de alto.
Cuando vi el San Hugo en el Refectorio del Museo de Bellas Artes de Sevilla -uno de los museos más bonitos que conozco en España, por cierto- me quedé enganchado. A esa luz sobre los hábitos, a los pliegues. Zurbarán pinta la luz a través de las telas, de sus arrugas, de sus sombras. Unas salas más allá está uno de sus Cristos crucificados. Y de nuevo esos paños. Y la luz en la barba, y en las maderas que quedan casi en penumbra.
Siempre que vuelvo a Sevilla (aunque ahora hace ya un tiempo) y puedo, me escapo a verlos. Por ellos y por el resto del museo, por el patio, por los naranjos, por la plaza. Y por volver a uno de esos sitios que fueron un descubrimiento para mí en algún momento.
Restaurantes
No es la primera vez que me pasa: hay restaurantes que, de pronto, por lo que sea, se ponen de moda. Se convierten en ese sitio al que hay que ir porque todo el mundo está hablando de él. La próxima estrella de la ciudad está ahí. Y vas, por curiosidad, por estar al día, porque vives de esto y porque te gustan estas cosas. Y ni frío de calor. O frío, directamente, como en un tema de esos tremendos de Rocío Jurado, que a veces pasa: hace tiempo que no siento nada... Y te preguntas si eres lo que aquí conocemos como un repunatiño, si te estás poniendo estupendo o si lo que hay son fuegos artificiales disparados en la dirección correcta, que es algo que a veces pasa, aunque tú no estés en esa dirección, que es algo que ocurre también.
Luego vas a otros que están ahí, a un paso, de los que apenas ha hablado nadie, y no entiendes por qué aquel sí y este no, cuando en este segundo están pasando cosas que te parecen mucho más interesantes ¿Es la ubicación? ¿Son los contactos? ¿Las modas? ¿Los recursos fáciles?
Eso te hace pensar en qué quiere la gente cuando sale a cenar: quiere no complicarse, muchas veces; algo reconocible pero diferente. En ocasiones quiere sorpresa, quiere algo que reafirme y que no plantee dudas, algo que se parezca a las fotos que ha visto. Y por eso uno sí y el otro no, me temo.
Por eso el cocinero, que lo que tiene es un negocio y que lo que quiere, a veces, es vender más, o que simplemente no sabe muy bien lo que quiere y se deja llevar por lo que ve que funciona, recurre a determinadas técnicas, a determinados productos que sabe que van a funcionar porque quien se sienta a su mesa quiere sentirse especial un ratito, a la vajilla correcta, a la carta de vinos adecuada.
De nuevo, de alguna manera, una ficción, una selección de la realidad pensando en el espectador. Un restaurante-como-se-supone-que-tiene-que-ser-un-restaurante-que-guste. Algo que, en cocina como en redes sociales, en escritura o a la hora de ponerse las ropas de un personaje, a veces se hace bien y otras, la mayoría, no logra esconder las costuras y que veamos -si queremos verlo, porque no siempre queremos- que aquello es un disfraz.
Si estáis por Galicia, id al restaurante Terra, de Fisterra, del que se está hablando poco todavía. Es el tipo de sitio al que me refiero cuando hablo de lugares de los que no me explico que no estén más por el medio.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Philippe Regol ha pasado unos días por Asturias y escribe sobre su comida en Pedro Martino, un cocinero al que conozco hace un buen montón de años y del que nunca se habla tanto como pienso que merece. Otro de esos casos de los que hablo un par de párrafos más arriba.
Si no lo conocéis aún y tenéis ocasión, id a su restaurante. No hay mucho brilli-brilli, pero hay una de las cocinas más interesantes de Asturias de la mano de un cocinero que es historia de la cocina asturiana, aunque también en eso a veces quede a la sombra.
Lo que he leído
Por un lado he terminado el libro de James Dickey que comentaba la semana pasada. No mejoró. No volvería a comprarlo. De hecho, quizás lo venda.
Por otro, estoy empezando con Agua y Jabón, de Marta D. Riezu. A ver si le pillo el punto, que aún no lo tengo claro.
Lo que he visto
The Hunter, de Daniel Nettheim. No es la mejor película de la década, pero eso no impide que sea interesante, y con un Willem Dafoe que, como tantas otras veces, está soberbio.
Lo que he escuchado
Durante los últimos años 80 y primeros 90, cuando estaba asomándome al rock de épocas anteriores por primera vez, New York Dolls me pasaron bastante desapercibidos. Estaba empezando a tocar la guitarra y, como la mayoría de los que lo hacíamos en aquella época, desdeñaba todo lo que no sonara grandísimos guitarristas. Eric Clapton, Hendrix, David Gilmour o cualquiera que tocase 24 notas por segundo (como si buscase entrar en el libro de los records) sí; The Ramones, The Damned o New York Dolls, en cambio, no.
Algo sí que escuchaba, a través de amigos y de amigos de amigos, pero me perdí todo eso durante unos cuantos años. Poco a poco fui descubriendo que había otra música y que también estaba bien. Y en 2004, cuando los New York Dolls se reunieron después de dos décadas, ya estaba listo para entender que no todo es perfección, y menos en rock; que ya estaba bien de retos técnicos insuperables, qué coñazo, y -una vez más- de “el mejor”. Y si la cosa iba de pasárselo bien, esto funcionaba, aunque esta gente rondase ya los 60.
El que sí me gustaba, entonces como ahora, es Bruce Springsteen. La parte más comercial, pero también discos más extraños, al menos para un chaval de 14 años. Me compré Nebraska en Discos Fans, que, por cierto, fue la última de las tiendas de discos históricas de Santiago que aguantó, hasta la pasada primavera, cuando Toña, que llevaba allí toda la vida, fallecía inesperadamente.
Nebraska era, para mí, un señor de cierta edad acompañado de poco más que una guitarra. Me sorprendió mucho. Reconozco que al principio me decepcionó, porque no era el Springsteen que esperaba. Pero volviendo a él, poco a poco, fui entendiendo de qué iba.
Y por eso, 30 años después, me gusta encontrarme a bandas actuales que beben de ahí de manera más o menos directa. Me pasa con algunas cosas de The Killers, por ejemplo, y me pasa con un Craig Finn del que conocía muy poco y al que voy descubriendo.
Hace un par de días leía el último número de la revista "Salvaje". En uno de los artículos, que hablaba acerca de la comunidad que se crea entorno a la música folk, una de las personas le decía a otra: "Aquí hemos venido a pasarlo bien, no a hacerlo perfecto". Y oye, pues muy sí para todo.
Saludos.