Hace no mucho tuve una conversación de este tipo:
- El ayuntamiento está pensando poner más nombres de mujeres a calles
- Pues no me parece bien: deberían dedicárselas a quien las merezca, independientemente de si es hombre o mujer
No sigo. Te suena, seguro. Has tenido esta conversación o alguna muy similar un montón de veces. Hoy, sin embargo, no voy a entrar en el tema de fondo, que sería largo, más aún de lo habitual, y me quedo en el otro que también está ahí y también da juego.
¿A quién le dedicamos una calle? Bueno, vamos por partes y sigamos el razonamiento que estaba implícito, aunque de manera bastante explícita, en esa discusión: si se la dedico a una mujer estoy dejando de dedicársela a un hombre que, quizás -o quizás no. Creo que dependerá de a quién se le pregunte- la merecía más.
Sí, decidir hacer algo es decidir, al mismo tiempo, renunciar a todas las otras opciones posibles. Si te hubieras decantado por ese señor tan importante, habrías excluido a esa artista/política/científica/líder del asociacionismo del barrio.
Así que, como toca elegir, toca, también, excluir. Y para hacerlo, salvo que nos lo juguemos a los dados, solemos establecer un marco que nos ayude en la elección ¿Qué es importante? Bueno, depende de para quién. Si decidimos olvidarnos de esa señora y dedicársela a ese hombre supuestamente más importante estaremos optando por excluir a tantos otros, quizás más importantes aún según algunos. Vaya injusticia.
Si optamos por un político local ¿no habrá, en realidad, un político nacional o internacional más importante? Si decidimos que sea una científica nacida en la ciudad ¿no habría sido mejor, en términos de importancia, otra, de reconocido prestigio mundial?
Así, en vez de tener calles dedicadas al médico del pueblo, al alcalde que asfaltó el acceso a la ciudad, a la primer mujer que fue ministra, que resulta que nació aquí, todas se llamarían, no sé, Gandhi, Jesucristo. Siempre habrá otro más importante, mas reconocido. Calle Dios, quizás. Y aún esa sería discutida, no sin razón. Absurdo ¿verdad? Pues aunque parezca mentira, el nivel del debate está ahí mas o menos.
Decidir que esa calle se llame Luísa Villalta, Virgen de Porciúncula, Constitución de 1812 o Batalla de Guadalcanal está creando un marco, definiendo un contexto. Está proponiendo una historia que queremos contar frente a muchas otras que preferimos omitir por ahora; Está dando luz a realidades que, quizás, de otro modo, quedarían en la sombra; está reconociendo cosas -gente, hechos, aportaciones- que, de acuerdo con los valores de quien toma estas decisiones, vale la pena poner en primera fila. Está reafirmando toda una serie de cosas y aprovechando para dar sombra a otras. Si todas las calles se llamasen, como ocurre en A Pobra de Burón (Lugo), Fidel Castro, Mao Tse Tung o Lenin tendríamos muy claras toda una serie de cuestiones solamente con leer los carteles en las esquinas.
Decidiendo qué nombre le damos a las calles estamos dando forma a un mundo, interviniendo sobre la realidad para llevarla, en lo posible, a nuestro terreno. Calle Derechos Humanos o Calle Batalla de Stalingrado. Creo que no hace falta insistir más.
Es importante tener presente que las decisiones importan, que las elecciones son exclusiones; que la escala y el contexto son también fundamentales. Piensa en el pintor que ocupa la sala principal del museo de tu pueblo. Quizás en el Museo Provincial de Bellas Artes no ocuparía ese lugar, seguramente en el Louvre todavía menos. Está ahí porque es importante en ese contexto, en ese lugar, en ese pueblo, para esa gente que decide reivindicarlo. Y es fundamental que esté ahí, porque ayuda a entender el mundo.
Hablemos ahora en restaurantes. El otro día estuve en uno, reconocido con una estrella, en el que cené muy bien. Mejor de lo que había esperado ¿Por qué, si tiene una estrella y se supone que eso es un aval, imaginaba otra cosa? Porque es un sitio del que no se habla apenas. Por su ubicación, por su enfoque, quizás porque la cocinera es una chica y no tiene un currículum de eso en los que se apiñan nombres como si pasar tres meses aquí y tres meses allá fuese garantía de algo por sí solo. Por lo que sea no se habla mucho de ese lugar. Y eso crea un marco que compré entero. Por eso llegué con dudas.
¿De quién hablamos cuando hablamos de gastronomía o de restaurantes? ¿Por qué? ¿Por qué volvemos a escribir una crónica más sobre el mismo sitio para contar, esencialmente, lo mismo que ya se ha contado varias veces y que no le aporta nada ni al restaurante objeto del texto, ni a quien lo escribe ni mucho menos a quien lo lee? ¿Por qué seguimos dándole el foco, el micrófono y la foto siempre a los mismos, reafirmando así que eso es lo que hay que hacer y excluyendo, de paso, cualquier otra opción?
No pretendo defender que tenemos que matar a nuestros ídolos, destruir las estatuas y borrar sus nombres de las inscripciones. Al contrario, creo que como gente inteligente que se supone que somos tenemos memoria RAM suficiente como para quedarnos con sus nombres y sumarles unos cuantos más. Podemos seguir abriendo ventanas sin quedarnos colgados -eso espero- pero no lo hacemos. Si eres capaz de andar y mascar chicle al mismo tiempo, eres capaz también de esto.
Me gusta la gastronomía porque es una forma de pensar el mundo. Si me gustara solamente comer me gustaría la comida, ya que hoy estamos con afirmaciones obvias. Pero me gusta la gastronomía, que es todo lo que construimos alrededor de la comida, pero que no es la comida. Es nuestra forma de relacionarnos con el mundo, de explicarlo, a través de la manera que tenemos de interactuar con nuestra alimentación.
Es las tapas con el vermut del domingo, la comida el día de la fiesta del pueblo; lo que cenas en la primera cita o el día que tu pareja te deja, la salsa que decides probar para no tomarte el filetito a la plancha de siempre, el bar al que decides llevar a tus primos de Murcia, que están en la ciudad esta semana. Es la moda de los cronuts ¿te acuerdas de los cronuts? Es el coñazo que son los brioches con cosas y la vulgaridad -y la falta de imaginación- que supone el caviar de dudosa calidad con todo.
Es también todo eso que ocurre en los restaurantes y que tanto nos atrae, por lo visto. Es la decisión de hablar siempre de los mismos 20 o 30 nombres, convirtiendo al sector en algo pequeñito y endogámico, y optar por hacer como si lo demás no existiera.
Son esas gafas que nos ponemos para querer ir sólo a “lo mejor” y dejar, con eso, de apoyar cosas que son simplemente estupendas. Como si lo mejor fuese un absoluto ¿Sería ese restaurante, el “mejor” de tu barrio, de tu ciudad, de tu provincia o del sitio en el que estés el mejor si estuviese en París, en Nueva York o en Tokyo? ¿Comparado con qué? ¿Entraríamos entonces a poner sobre la mesa todas esas consideraciones -que si el precio, que si de dónde viene, que si lo que hay en su entorno- que normalmente le negamos a los demás para sentirnos divinos sentándonos a la mesa del mejor?
Nos han modelado a todos con la misma pasta. Nos han ido cincelando en la cabeza la idea de los rankings, los cánones y los absolutos. Y aunque algunos de ellos son buenos como orientación, como una brújula que nos indica hacia dónde caminar, lo cierto es que cada vez pienso más en su cara oculta, en su parte tóxica; en todo lo que implica esa competición permanente, ese entender que ser el segundo, o el cuarto, es un fracaso. No acabo de ver muy bien cómo se puede solucionar, pero sí que tengo clarísimo que ya no funciona bien. Que vea un problema no quiere decir que tenga la solución.
Todo esto, lo de la calle de la conversación, lo de ese restaurante del que, creo, debería hablarse más y lo de aquel otro al que no le pasaría nada si hablásemos de él un poco menos; ese pensar sobre qué hablamos cuando hablamos de restaurantes, ocurre, además, en un momento crucial. En gastronomía, como en tantos otros ámbitos, estamos sufriendo cambios de los cuales quizás no vemos aún toda la potencia.
No se trata de un cambio generacional más, si me preguntas. Tiene mucho que ver con la llegada de una generación nueva, pero también con el contexto de crisis permanente que ha ido cambiando las cosas poco a poco, lo que lleva a algunas incomprensiones y choques.
Lo de “los jóvenes no quieren trabajar”, lo de “ son unos flojos que quieren dos días libres: yo a su edad trabajaba 27 horas al día y al llegar a casa, me duchaba con el agua de fregar los platos y de cena me comía las uñas de los pies”. Pues muy bien, hombre, medallita para ti, mira cómo brilla. Todas esas perplejidades y nuevas problemáticas que van surgiendo, que hace diez años no estaban y que han mandado de golpe a un montón de gente resistente al cambio al cajón de las cosas viejas son bastante mas que un cambio generacional, me temo.
Y en gastronomía, en España, ocurre lo mismo. Esa gastronomía de la que se escribe y que se sube a los escenarios, se ha encontrado, de golpe y sin verlo venir, frente a una tormenta perfecta que en parte tiene que ver con ese cambio de generación que no es merito de nadie y que ocurre, nos guste o no, cada diez o quince años, y que en parte está en relación con ese elefante enorme que está ahí, al fondo de la habitación, y al que nadie, por lo que sea, mira a los ojos.
José Carlos Capel, crítico de El País durante más de tres décadas, lo dejaba hace unos meses, al igual que hizo Pete Wells en el New York Times; Ignacio Medina, un clásico del gremio, anunció hace unos días que se retira. El crítico Víctor de la Serna fallecía este fin de semana, la revista Sobremesa anuncia su cierre de manera inesperada incluso para quienes trabajaban en ella. Todo en 2024. Todo sumándose a un runrún de fondo que pocos explicitan -Pau Arenós habló de ello, si no me equivoco, hace unos días en un congreso- pero que todo el sector tiene bastante presente. Y espera, que todavía queda año.
Es interesante lo que dicen, dónde han decidido hacerlo, el algunos casos. Porque son, también, síntomas del momento. Porque el mundo gastronómico del que veníamos está desapareciendo. El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
Van a ser años interesantes. Y va a haber muchas nuevas calles a las que poner nombre. Será mejor ir pensando en eso, que empiezan a no cabernos más elefantes en la salita.
Gracias por seguir ahí una semana más.
It's the end of the world as we know it, and I feel fine.
¿Cuántas revoluciones llevamos ya? ¡ Con más canas que años ! (no te mires ahora en el espejo, que están) Y todo sigue; y seguirá. Panta rei.
... es sólo que ahora, quizá, nos pille más de espectadores que de actores; también es cosa de la edad.