Libros importantes
Hubo una época en la que quería ser escritor. Otros quieren ser futbolistas y yo quería ser escritor. Escritor y guitarrista en una banda de metal, al mismo tiempo. He sido siempre una persona con convicciones muy claras y muy fuertes, pero no he dicho que fueran estéticamente coherentes entre sí. Hay que quererme tal como vengo.
Quería ser Escritor, con mayusculas. Escritor serio, de verdad, así que supongo que me metí en el personaje. Porque se sabe que para hacer algo hay que meterse en el personaje. Y el personaje implicaba leer mucho. Todo lo que se supone que hay que leer. Leía a John Dos Passos, leía a Scott Fitzgerald; leía a Bukowsky, a Hemingway, a Martín Santos, a Borges, a García Márquez, a Cortázar. Leía, incluso contra mí mismo, porque qué importaba que no me apeteciera si había que leerlo, a Proust y a Joyce. Una selección que olía un poco a cerrado, pero que se suponía, yo lo suponía, que era la que había que leer.
Leía mucho. Pero había algo que hacía aún más: no leer. No leer cosas que no eran parte del canon, de ese canon de señores mayores, serios, con cara de estar pensando fuerte; señores que no opinan: proclaman. No leía cosas leves, porque eso era perder el tiempo.
Así que no leía ciencia ficción, fantasía, literatura negra. No leía cómics, no leía humor, no leía autobiografía de gente que no fuese Importante, con mayúsculas también. Así leí, por ejemplo los tres tomos de las memorias de Churchill -como literatura no lo sé, pero como material de construcción me parecen muy recomendables- porque, él sí, era Importante. Y, por supuesto, no leía a gente menor de, no sé, 60 años. Ni novedades editoriales porque, ah, la moda, qué ordinariez.
Uno puede no ser idiota y, sin embargo, hacer a veces el idiota. Y yo lo hacía con esto. Porque al ponerme tan intenso perdí años y perdí, también, el placer de leer por leer, de saber qué se está escribiendo en los últimos años, los últimos 20 o 30, eh, tampoco hilo muy fino con esto- y de entender la lectura como algo abierto.
Restaurantes importantes
Algo parecido me pasó, supongo que también por imitación, cuando me asomé a restaurantes. Al principio quería ir sólo a sitios importantes ¿Qué quiere decir que un sitio sea importante? No lo sé, pero yo sólo quería ir a esos. A sitios de los que se habla. A sitios a los que hay que ir.
A veces eran imitaciones un poco de segunda de lo que se suponía que había que hacer, a las que iba antes, quizás, que a una casa de comidas centenarias de esas con especialidades irrepetibles. Porque esas casas de comidas no eran canon y aquellas malas copias, en mi cabeza, sí lo eran.
Por suerte, poco a poco descubrí el placer de chuparse los dedos frente a una barra y tras una ración de tapaculos en el Navarro de Sanlúcar, de un vaso de caracoles en cualquier barrio de Sevilla o de hacer 80 kilómetros de carretera para tomar un plato de caldo y un pollo guisado. Descubrí que una ración de tortilla del Pontejos puede ser, según el día -según el día que tenga yo, no el equipo del local- mucho más interesante que el desayuno del mejor hotel de la ciudad.
Y con la lectura me pasó un poco lo mismo. Sigo volviendo a Borges, pero disfruto muchísimo, también, leyendo otros géneros y a otros tipos de autores. Como con los restaurantes: El Celler de Can Roca o Martin Berasategui siguen siendo referencias incuestionables, Los dos restaurantes que utilizo como vara de medir; como Aponiente, Quique Dacosta, Belcanto, Noor, Casa Marcial y tantos otros. Pero según el día, según cómo o con quien, un almuerzo a media mañana en el Lily del Mercado de Mostenses, con su caldo de mote y su bien de anticucho, pues, qué quieres que te diga, no lo cambio por nada.
La cuestión, creo, está en bajar el volumen, reducir la intensidad. Darse cuenta de que lo que importa es que te interese, no que se suponga que sea mejor o peor. Creo en abrir el campo, en explorar más allá de lo que conoces, de lo que te han dicho que es interesante, importante o bueno. Explorar también, a veces, cosas que no tienen demasiado que ver contigo, porque ahí es donde suele estar la sorpresa. Y porque, a veces, eso que te dicen que es bueno es una repetición más de la fórmula que, a su vez, se supone que es buena. Un coñazo, vaya.
Lo importante no es lo que se supone que es importante. Lo importante es la curiosidad, seguir descubriendo cosas que te gustan incluso donde pensabas que no las ibas a encontrar. Y a mí la curiosidad me hace fijarme en historias, en proyectos o en gente que tiene un tono propio. Que es capaz de darle su forma personal a cualquier cosa que quiera contar. Y esto vale también para la cocina.
Personalidad
Me interesa la personalidad, la capacidad de ver las cosas de otra manera y de hacerlas tuyas al contarlas/cocinarlas.
Por eso me gustan tanto cocineros como Jesús Segura (Trivio, Cuenca), Miguel Ángel de La Cruz (La Botica de Matapozuelos) o el trabajo de Begoña y Pablo en Gunea (Avilés). Por eso me interesa lo que hace Pedro -Sé que para darse el tono correcto hay que decir Pedrito. Pero es que a mí me pasa como con hablar de Pitu o de Ferran: en privado ya me referiré a cada uno de ellos como me parezca en función de la relación que tengamos, pero lo de ostentar familiaridad en público me hace pensar en aquel compañero de carrera que se dirigió un día a un profesor. “Perdona, Toño…”. Él le respondió “Disculpe: Antonio para los alumnos. Para usted, desde ahora, profesor García Sánchez”. En fin, hablaba de Pedro y de su Bagá.
Por eso me ha gustado tanto leer a Knausgard, aunque su tono no sea el mío y a pesar de que hace 20 años habría sido uno de los que no merecían el esfuerzo. Por eso disfruté tanto con Sevetlana Alexievich.
Y por eso, también cuando hablamos de gente que escribe sobre gastronomía, me ocurre algo parecido. Con Jesús Terrés me pasa algo curioso. Su universo estético no es necesariamente el mío y probablemente tenemos muchos intereses que no coinciden. Pero tiene un tono propio. Lees una frase y sabes que es suya. Se ha construido un imaginario que disfruto. No me hace falta compartirlo en su integridad para disfrutarlo. Y, además, no puedo evitar verlo emocionado ante de una cabeza de mero en una terraza en Málaga, en la que también estaba gente como Carmen Alcaraz, Álvaro Muñoz o Fernando Huidobro. Qué día. Veníamos de dejar la barra de El Yerno temblando. Pero esa es otra historia.
Me pasa con Cristina Alcalá, que escribe poco, últimamente, pero a la que veo detrás de cada cosa que publica. Me pasa con Rosa Molinero, que se saca de la chistera temas que me dejan con el culo torcido y que, sin embargo, leo hasta el punto de la última frase. Me pasaba con la gente de The Glutton Club y me pasa con Pau Arenós, que escribe siempre por libre. Me pasa con mucha otra gente, claro, de la que iré hablando otro día. ¿Está feo decir que me pasa con Anna, sólo por el hecho de que vivamos juntos? Pues igual está feo, pero es mi fiesta y lloro si quiero.
No busco datos -cuando los busco, seguramente los busco en otros sitios- busco estilos. A veces, junto a esos estilos encuentro datos que no buscaba, y eso es maravilloso. Pero me ocurre como con el tema de las novelas: no leo porque una novela hable de batallas, de tramas políticas o investigaciones periodísticas. Leo porque quiero ver cómo escribe esa persona en concreto esa investigación, esa trama o esa batalla.
Y cada vez me pasa más con la cocina. Tiendo a huir de los sitios previsibles, de los que hacen lo que se supone que hay que hacer, de los que se convierten en icono de un lugar a base de reformular tópicos. Y cada vez disfruto más de lugares inesperados, de gente que hace cosas que, en principio, no son lo que se supone que me gusta.
Por eso tengo pendiente una salida al campo con Luis Lera. Porque no sé nada de caza y porque en principio no me gusta. Por eso quiero salir. Y habla con él. Y que me lo cuente. Porque quiero curiosear, no un masajito en la espalda que me reafirme en lo que ya creo.
No estoy posicionándome a favor de lo que incomoda o de lo que no gusta, espero que quede claro. Estoy hablando de tratar de no limitarse, de disfrutar de la gente con un discurso propio por lo que tiene de única y no por lo que cuenta. Hablo de cuestionarse por qué algo no nos gusta. O por qué en algún momento decidimos que no leíamos ciencia ficción.
Hablo, al final, de disfrutar, de dejarse llevar. De quitarle gravedad a las cosas. De relajarse un poco, que no pasa nada.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos links
Leía esta semana una investigación que propone que tal vez la imagen que tenemos de los caballeros medievales y sus caballos no es como suponíamos.
Los hallazgos de restos de caballos de la época, en contextos relacionados con batallas y con caballería, parecen indicar que, en realidad, esos caballos que tenemos en nuestra cabeza, enormes, imponentes, no eran para tanto, al menos físicamente. En realidad, parece que podrían parecerse más bien a un pony, con una altura máxima de alrededor de 140 centímetros. También es cierto que la mayoría de los jinetes tampoco eran tiarrones de 1,90 y 110 kilos, aunque eso no lo analice este trabajo.
Me parece precioso, porque cuestiona un imaginario que nos acompaña desde hace siglos y porque desde hace una semana sólo puede imaginar batallas que parecen sacadas de una película de Monty Python.Y la vida es un poco mejor.
Lo que he leído
Estos días me ha llegado Viñedos y Vinos del Noroeste de España, un clásico que Alain Huetz de Lemps presentó a finales de los años 60 como su tesis doctoral. Lo había visto, como cualquier que haya leído algo sobre historia del vino, citado unas cuantas veces, pero era como uno de esos seres míticos de los que se habla pero que uno nunca ve.
Hasta que la recién creada Fundación Cultural Líquida decidió publicarlo por primera vez en español. Y ahora tengo una edición preciosa con cerca de 1100 páginas de material que es un tesoro para quien disfrute del vino, para cualquiera aficionado a la geografía o para quien lo pase bien revisando fuentes históricas.
Lo que he visto
Esta semana hablaré de dos películas, El Séptimo Día, de Carlos Saura, y Zodiac, de David Fincher.
Con Saura tengo una relación extraña. Se supone que me gusta, es decir, él me cae bien, quizás porque su hermano me parece junto con Manolo Millares, el artista plástico más importante de la segunda mitad del S.XX en España. Pero con sus películas no sé muy bien dónde situarme.
No me disgustan, pero tampoco acabo nunca de verlas con esa sensación de haber visto algo que me encanta. No lo sé. Es curioso. En cualquier caso, aunque El Séptimo Día no sea su mejor película, es entretenida.
Con Fincher me pasa un poco al revés. En mi época de estudiante decir que te gustaba Fincher era, un poco, como decir que te gustaba Spielberg. Aquello de la importancia de lo que hablaba más arriba. Pero es que Seven sigue siendo una barbaridad, The Game, de la que hablaba hace unas semanas, me parece muy reivindicable y Zodiac, que no me gustó en su momento, es otro caso al que he vuelto y me ha parecido ahora más interesante.
Lo que he escuchado
Soy de una época en la que había quien te preguntaba si te drogabas en función de la música que escucharas. No sé si sigue ocurriendo. Espero que no. En cualquier caso, a mí era algo que me divertía mucho, porque siempre me he considerado de gustos eclécticos y el día que escuchaba a The Doors o The Byrds nadie preguntaba nada porque, ya se sabe, Jim Morrison o Roger McGuinn y las drogas no tuvieron nada que ver.
Pero el hip-hop, muy a principios de los 90, y sobre todo el Thrash metal te ponían una etiqueta bien grande en la frente ante según qué gente. Por eso, quizás, me sigue encantando el Bring the Noise en el que colaboraron Anthrax, uno de los Big Four del thrash, y Public Enemy. Canela fina.
Más o menos por la misma época tuve un compañero de clase, Abe Rábade, que hoy es un conocido músico de jazz, que se esforzó por un tiempo en explicarme que había música más allá de lo que yo escuchaba. No tuvo mucho éxito. Pero de ahí salió mi pasión por Django Reinhardt, que me sigue dejando sin palabras cada vez. Más aún cuando supe que había perdido la movilidad en dos dedos de su mano izquierda.