Hay una forma infalible de saber de qué humor estoy sin tener ni que hablar conmigo: probar lo que haya cocinado. En casa soy yo quien cocina habitualmente. Es algo que me relaja, que se me da razonablemente bien y que, sobre todo, ni me molesta ni me estresa.
Al hacerlo a diario he ido descubriendo que hay días que, da igual qué haya en la nevera, el desastre está asegurado. Otros, con dos restos de verdura que tenga y cualquier cosa que encuentre por la cocina sale algo más que resultón. La diferencia, hemos descubierto, es el estado de ánimo.
Después de darle muchas vueltas estoy convencido de que esto ocurre porque la cocina es algo, al menos para mí, muy íntimo, en el sentido de que está ligado a casa, al tiempo con la familia, al ocio, al tiempo libre, pero también a cuidar de otros, a preocuparte por ellos. A través de la cocina creamos lazos, creamos complicidades y creamos afecto.
¿Por qué lo que más me gusta del día de nochebuena es empezar los días anteriores con la compra y esa mañana, desde media mañana, irlo preparando todo para meterme en la cocina a partir de la sobremesa y dedicarle seis o siete horas? Porque es crear un espacio propio alrededor de esa actividad, es hacer algo que me gusta para gente que me importa. Es tratar de transmitir felicidad, de alguna manera.
Y todo eso me hace pensar en el papel que la cocina juega en nuestras vidas y, sobre todo, en qué cocina juega ese papel. Será mejor que me explique: cada vez hablamos más de cocina, se le dedican más horas de televisión, más páginas escritas; cada vez más nos reunimos ante una mesa para celebrar, para solucionar temas de trabajo o para recibir a alguien que viene a nuestra ciudad y con quien tenemos que vernos aunque no nos conozcamos demasiado. Nos sirve como carta de presentación, para romper el hielo, para limar asperezas, para obsequiar.
Pero al mismo tiempo que la cocina parece ganar presencia en nuestras vidas, le dedicamos menos tiempo a la cocina de casa. Cada vez hay más opciones precocinadas, más productos que son un atajo. Y cada vez hay más gente que tiene menos tiempo y que ve en la cocina una atadura, algo que le resta horas para dedicarlas a lo que realmente quiere hacer.
Hay algo que me apena en esa tendencia, en esa cocina que gana protagonismo a costa de que la doméstica, la íntima, la del día a día lo vaya perdiendo y es el hecho de que en esa cocina pública, más demostrativa, en muchos casos se pierden todos esos elementos que convierten al acto de cocinar en algo especial.
Claro que creo que hay un sitio, tiene que haberlo, para la cocina de restaurante, ya sea para la más excepcional o para la de menú del día, de la que hablamos mucho menos aunque está mucho más presente en la vida de mucha más gente. Pero creo que a veces caemos en el lado del exceso. Y en el momento en el que reducimos la cocina a algo puramente lúdico, vacío de otros contenidos, la estamos matando. La convertimos en un producto de mercado más, en un objeto de consumo, en algo de usar y tirar cuando mañana esté de moda otro sitio, otro producto o cualquier otro estilo culinario cuando, en realidad, siempre había sido otra cosa.
No creo que haya que insistir mucho en que soy un defensor de la cocina de restaurante, de su valor cultural -cuando lo tiene, eh. Que decir que la literatura es interesante no supone que cualquier folletín de tercera, escrito a base de refritos y mal editado lo sea y aquí ocurre lo mismo- de su importancia social y de la capacidad que puede tener como motor económico.
Pero en el momento en el que esa cocina empieza a sustituir a la otra aparecen las dudas. Porque hasta ahora siempre habían convivido formando parte de un ecosistema complejo en el que a veces la que hacía falta era una y en otras ocasiones la que se necesitaba era la otra. Sin embargo, cuando una se impone, como ocurre con algunas plantas, corre el riesgo de pasar a ser una especie invasora y de acabar con la diversidad en su entorno.
Es algo que ocurre con todas las modas, no somos tan especiales. Cuando algo llega a brillar tanto que hace que no se vea lo que tiene alrededor hay un riesgo cierto de que todo eso que lo rodea acabe por desaparecer. Y, de ese modo, algo tan beneficioso como una mayor presencia mediática de la gastronomía, con todo lo que ha aportado de dignificación de oficios, entre otras cosas, pasa a enseñar su trocito peor, como decían El Último de la Fila.
Me niego a creer que ya vamos tarde. Quiero pensar que esa atención mediática, que es indudable -casi cualquiera sabe hoy en España quién es Dabiz Muñoz ¿Cuánta gente sabía en 1988 quién era Benjamín Urdiain?- puede tener un retorno.
Creo que en algunas cosas no hemos aprovechado bien el tiempo. No hay, en términos generales, una mayor cultura gastronómica ahora que en el año 1995. No se come mejor en las casas, en media. La información disponible para los consumidores en cuanto a qué comen y qué compran a diario, aunque es más abundante, no es necesariamente mejor ni más clara. Sigue habiendo un desconocimiento inmenso de qué se come en la provincia de al lado, o dos más allá, y hay dinámicas de mercado (pesca de altura, macrogranjas, importación de productos que antes se cultivaban aquí y se han ido abandonando, la omnipresencia de langostinos congelados) que no son señales como para saltar de entusiasmo y que no hablan precisamente de grandes avances.
El número de personas con sobrepreso no deja de crecer, como el de las enfermedades relacionadas con una alimentación incorrecta, y llevamos camino de que nos ocurra con las enfermedades coronarias lo que ocurrió en Estados Unidos en los años 60. Desde ese punto de vista la revolución de la cocina española ha sido un fracaso. Me sabe mal decirlo.
Creo, sin embargo, que todavía hay partido por delante. Que se pueden hacer cosas, que hay las herramientas y la atención de una audiencia suficientemente grande. Creo que, más allá del brilli-brilli (el frufrú, como lo gusta llamarlo a un amigo) hay una capacidad inmensa que no deberíamos desaprovechar. Y que esa capacidad, además de servir para llenar restaurantes, para poner cara a hamburguesas o a a pasta de calidad ínfima, podría, quizás, servir para ayudarnos a volver, poco a poco, a las cocinas.
No se trata de una idea romántica, de pretender volver a una cocina de hace décadas, de guisos a fuego lento al calor de la lumbre, porque ese mundo ya no existe. Se trata de que están pasando cosas de las que por lo general no somos conscientes, de que tópicos como el de la cocina de la abuela, ya no tendrán sentido para la próxima generación. Porque la abuela (o el abuelo) ya no cocina, como tampoco lo hacen sus hijos. Y con eso perdemos mucho.
Siempre he creído que la cocina y la gastronomía son, ante todo, un hecho cultural. Esto no quiere decir que con hacer un plato que se parezca a un cuadro de un pintor conocido ya lo tengamos hecho. Ni mucho menos va por ahí. Es un hecho cultural porque explica cómo vivimos, cómo nos relacionamos con nuestro entorno y de dónde venimos en términos históricos. Sólo después es todo lo demás: un hecho turístico, un vector económico o lo que se quiera. Si nos empeñamos en reducirlo a la parte económica que, seamos sinceros, es la que está detrás de la épica de los rankings y de los cocineros estrella, estamos banalizándola, estamos despojándola de lo más interesante que tiene y la estamos convirtiendo en algo en lo que gastar el dinero y presumir de ello. No me parece una gran jugada.
Siempre he dicho que el hecho de que la gastronomía dependa administrativamente de la consejería de industria o de la de comercio turno es una derrota ¿Por qué no de la consejería de cultura? Es un fracaso simbólico, porque supone asumir que la gastronomía es, sobre todo, un bien de mercado. Y eso explica, me temo, muchas cosas que, como son muy largas, quedan para otro día.
¿Cómo se gestiona esto?
No lo sé. Nunca entendí la manía que tiene tanta gente de pensar que, como eres capaz de ver el problema, tienes que tener la solución. Pues no, la verdad es que no la tengo. Veo el problema, pero no acierto a adivinar una solución que deje contento a todo el mundo.
Quizás porque, al haber convertido la gastronomía en un bien de mercado -y a veces en poco más que en eso- en cuanto se toque algo en ese sentido habrá quien se sienta afectado y, ya sabemos cómo va eso: de pronto estaremos en el debate sobre si se quiere arruinar a los pequeños empresarios, sobre las familias que están detrás de un restaurante y sobre que no hay nada más nuestro que ir de bares. Y no, la verdad es que preferiría no ir por ahí otra vez, que no vamos a llegar a ningún lado y sólo vamos a conseguir que la gente (alguna gente) se engorile y vocifere para acabar, después de la bronca, en el punto de partida, pero más cabreados. Ya he tenido bastante de eso.
Sí que creo, sin embargo, que si no veo una solución tal vez sea porque aquí tampoco hay una solución única. A veces, cuando te enfrentas a problemas, te das cuenta de que no hay una solución, de que la respuesta es que no hay respuesta. Y de que verlo de otra manera es vivir en una película de Disney.
A veces ocurre, simplemente, que no hay una respuesta correcta, que nos toca decidirnos por la menos mala de las opciones, que hagamos lo que hagamos eso creará problemas a alguien. Y esas veces me alegro de no ser yo quien tiene que tomar las grandes decisiones. En ocasiones lo que pasa es que hay cosas que no tienen solución o que, si la tienen, necesitarían de un consenso que hace que, en la práctica, acaben por no tenerla.
Pero aunque no haya una respuesta clara, aunque la respuesta sea que no, aunque las opciones que nos ponga delante sean todas feas, creo que lo no podemos dejar de hacer es pensar sobre ello. Es cuestionarnos si estamos en el mejor escenario de los posibles y, si la respuesta es negativa, si hay algo que podríamos hacer para avanzar en esa dirección. Aunque sea poco, aunque no lo solucione todo y aunque al solucionar unos problemas cree algunos otros.
Lo pensaba el otro día, participando en unas mesas redondas sobre sostenibilidad y mundo rural. Algunas de las posturas expuestas eran de máximos: hay que consumir de proximidad, hay que dejar de comprar productos importados, hay que comprar sólo producto artesano y/o ecológico.
Está bien, pero ¿Hay producto artesano, ecológico, de proximidad y-sobre todo- de calidad como para que mañana todos, los 48 millones de españoles y los 85 millones de turistas podamos consumirlo? Y si lo hay, que ya te digo yo que no ¿Vamos a poder pagarlo todos o le estamos arreglando el tinglado, otra vez, a quien pueda costearlo?
Por otro lado, dejamos de comprar producto importado, perfecto ¿Dejamos de exportar también? ¿O eso solamente vale en un sentido? Quiero decir, si lo suyo es la proximidad, dejamos de venderle aceite a Italia, frutas a Holanda, verduras a Reino Unido, carne de cerdo a Alemania, vino, azúcar, cereales, legumbres, destilados y le decimos a esos millones de personas a las que acabamos de arruinar de golpe que no vayan a Mercadona a comprar el queso a 6,90€ y que ahora lo que hay es queso artesano, que vamos a pagar a un precio justo, y que estará en el mercado a 35,90€/Kg. Y que de momento no hay, porque el queso artesano suponía el 10% de la producción total, la leche que producimos no es de la calidad suficiente y que la cosa va a llevarnos un tiempo. Y el pan para acompañarlo, como ahora sólo se trabaja con trigo autóctono, se hace a diario, no se congela, no se precuece y no lleva ingredientes que abaraten ha multiplicado su precio por siete de golpe. Así que el bocadillo de la merienda para el colegio, ahora cuesta 11,50€ haciéndolo en casa, céntimo arriba, céntimo abajo, siempre que cortes el queso bien finito. Verás qué risa, en un país en el que él sueldo más frecuente ronda los 1.000€ limpios.
No quiero decir que, como eso es complicado, nos quedamos como estamos y nos evitamos un disgusto. Me refiero a lo que decía antes, a que no hay una solución fácil, a que seguramente no hay una única solución y a que todas las que haya van a ser incompletas, van a fallar por algún lado, van a crear nuevos problemas y, en cualquier caso, van a costar mucho tiempo y aún más dinero.
Y aún así tenemos que seguir pensando en ello, porque la alternativa es quedarnos donde estamos y, la verdad, no me parece la mejor opción.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Lo que hace de vez en cuando el New York Times con los formatos de sus reportajes es impresionante. Es el caso de este especial sobre los solos de guitarra en la música popular que me descubrió Anna, que es una maravilla, independientemente de que el tema te interese, como a mí, o te parezca un coñazo, que por lo visto es una cosa que ocurre, aunque a mí no me entre en la cabeza.
Cuando trabajaba sobre arte prehistórico una de las cosas que más me gustaban es, de nuevo, que había preguntas para las que probablemente nunca habrá una respuesta cerrada. Es lo que ocurre cuando trabajas con vestigios de una cultura desaparecida que, además, no dejó fuentes escritas. Puedes suponer, puedes imaginar, puedes hacer análisis estadísticos, buscar la hipótesis más probable, ver qué hacen o qué hicieron otras culturas similares para las que si hay registro documental. Pero no hay certeza. Nunca la hay. Todo lo que digas está sujeto a revisión y mañana, quizás, esté superado.
Eso es lo más bonito y lo más espantoso de ese campo. Bonito porque exige siempre seguir investigando, espantoso porque es terreno abonado para magufos de todo tipo.
Pensemos en esos símbolos circulares que son tan habituales en las pinturas y en los grabados prehistóricos. Se ha hablado de ellos como mapas, como planos de cabañas, poblados o cercados, como representaciones del sol, de estrellas, de constelaciones, de escudos, como calendarios lunares; como círculos concéntricos en La superficie de un charco, como una forma de recrear esos colores que ves cuando te das un golpe en la cabeza, te frotas con fuerza los ojos, te drogas o te sometes a un ayuno extremo (lo que se conoce como “ver las estrellas”) ¿Cómo se representa a un dios o a una fuerza de la naturaleza? ¿Cómo se representa una idea abstracta, un sentimiento o, por ejemplo, el dolor, el lenguaje o la pertenencia a un grupo? Por supuesto se ha hablado también de jeroglíficos, de alfabetos olvidados, de representaciones de naves extraterrestres o de cascos de astronautas, que aquí hay para todos los gustos y ya decíamos idioteces antes de Twitter.
Todo nuestro imaginario artístico, desde los globos con diálogos de los cómics a la representación del movimiento (esos personajes que parecen tener muchas piernas con rayas alrededor cuando queremos representar que corren), desde la representación de la luz (si te fijas, el sol no es amarillo ni salen de él unas rayas rectas y, sin embargo, así lo dibujamos) a la de la perspectiva son una gran convención en la que nos hemos puesto de acuerdo. Tratar de asomarse a las de alguien que vivió hace 5.000, 10.000 o 50.000 años es adictivo y obliga a un permanente ejercicio que se mueve entre la realidad, lo demostrable y lo imaginado.
Todo eso no quiere decir, ojo, que todas las teorías valgan lo mismo. Hay un método, hay una forma de trabajar y hay eso tan peligroso que es la arqueología-ficción. Aunque ese es otro tema y lo dejamos, mejor, para otro día.
En este artículo, basado en el folclore de algunos nativos americanos, se propone la identificación de esos círculos con un fenómeno atmosférico.
Lo que he leído
Estos días me ha llegado un libro Oats in the North, Wheat in the South y ha sido una decepción, la verdad. No digo que las recetas estén mal, que quizás no lo estén, pero es que el subtítulo es The History of British Baking, Savory and Sweet y, claro, un tendería a pensar que es un libro que habla de la historia de la panadería, los dulces de horno, etc.
Nada más lejos de la realidad. A la historia se le dedican algo menos de dos páginas (de las 260 del libro) del prólogo y algunos comentarios sueltos en la introducción de algunas recetas. Eso es todo. El resto quizás esté bien, si lo que buscas es eso. Pero a esto, en mi pueblo, le llamamos libro de recetas. Y usamos la palabra “historia” para otra cosa.
Es bonito, eso sí.
Lo que he visto
Abuela, de Paco Plaza. Y, aunque como ocurre con todo lo que he visto de Paco Plaza, la atmósfera está muy lograda y hay momentos escalofriantes, en este caso me fui a dormir con la sensación de que había muchos ideas sin rematar, imágenes que están ahí para sugerir, pero que no acaban de explicarse.
Es entretenida, pero no diría que sea la mejor película de terror del año, ni la mejor de su director.
Lo que he escuchado
He vuelto a Lost in Austin de Marc Benno. Benno fue un músico del círculo de The Doors (es la segunda guitarra en L.A. Woman) pero como era feucho y sin carisma, nunca llegó a triunfar comercialmente.
Eso no impidió que trabajase con Eric Clapton, con Stevie Ray Vaughan o que ganase un Grammy, lo cual no está mal para alguien que no triunfó.
En 1979, en pleno boom del pop de cantautor, con Springsteen, Jackson Browne o James Taylor arrasando, se hizo un último intento de lanzarlo. No funcionó, pero Lost in Austin es una preciosidad. Y tiene a Clapton tocando guitarras rítmicas. De hecho, si lo piensas suena bastante en la línea de Give Me Strength, del album 461 Ocean Boulevard de Clapton.
Lo del encuentro, en ocasiones, me pareció muy extremista, a la par que irreal. No di crédito al escuchar que los productos foráneos son malos para nuestra salud. ¿Creía, acaso, que las berenjenas, los pimientos o las patatas siempre habían sido de Teruel? Los foráneos son foráneos hasta que dejan de serlo. Mucho que matizar en esas palabras.
Y sí, también me hice la pregunta, ante el no a la importación, eso también implicaba una correspondencia en los mismos términos.