Decisiones estéticas
Salamanca
22:10
Quinta noche de hotel esta semana, después de 1500 kilómetros. Aún faltan algunos más.
Me doy cuenta de que me he saltado una semana aquí, de que mañana tocaría ya la siguiente entrega sin haber publicado aún esta, que sería la anterior. Trataré, aún así, de que antes del viernes próximo salga otra, para ponerme al día, aunque sea de manera parcial. Nada me obliga, como no hay nada que os obligue a los demás a leerme cada semana, pero si tú haces el esfuerzo, lo mínimo es que, salvo que la realidad se imponga, yo, al menos, lo intente también.
Volvemos de Cádiz. A pesar del calor, del levante y de los tópicos, y el hecho de que Cádiz sea un lugar que guste empieza a ser ya un tópico un poco sobado, es una ciudad -una provincia- que me gusta de una manera especial. Casi todos los lugares que visito, al final, tienen algo destacable. Muchos de ellos tienen bastantes cosas. Es cuestión de olvidarse de prejuicios y de buscar un poco. Pero Cádiz es Cádiz. Y aunque a veces sea ya casi un recurso fácil, como la pasión por el palo cortado y no, yo qué sé, por el oloroso, es, al menos en mi caso, verdad igualmente.
Volvimos a Cádiz y volvimos a recordar por qué nos gusta. Pese a la presión turística, que se nota desde la última visita, a pesar de esa sensación de cansancio, todavía no de confrontación, que me pareció ver en muchos gaditanos.
Volví porque me habían invitado a hablar en el máster de gestión del conocimiento gastronómico de la Universidad de Cádiz, y eso me dio la oportunidad de pensar y de debatir sobre los motivos de muchas cuestiones en gastronomía que son también, al final, cuestiones culturales.
Me hizo pensar en que la gastronomía, al igual que otras áreas culturales, es algo relativo y que tiene que ver con el contexto, con aquello en lo que decidimos fijarnos. No es una verdad absoluta, no es algo labrado en piedra; depende de nosotros, como individuos y como sociedad. Es, por decirlo de una manera rápida, una decisión estética.
En qué parte del hecho alimentario nos fijamos, cómo la analizamos, qué tono utilizamos para contarla son decisiones estéticas. Decisiones estéticas como la elección de la camisa que nos pondremos mañana. Decisiones estéticas como el color de nuestros calcetines. La única diferencia radica en que con lo de los calcetines somos conscientes de que estamos haciendo una elección que nos define en cierta medida, que nos explica frente a otros y que implica elegir y, por lo tanto, descartar.
Con la gastronomía -la que comemos, la que escribimos, la que pensamos, la que decidimos olvidar y hacemos que acabe por desaparecer- ocurre lo mismo. Lo hacemos, por lo general, sin darnos cuenta, pero lo hacemos.
No escribimos sobre cualquier producto, cualquier lugar o cualquier técnica que tenga que ver con nuestra relación con la alimentación, aunque eso sea al final la gastronomía. Elegimos, descartamos, podamos, seleccionamos, metemos en un marco que normalmente tenemos decidido de antemano. Y sólo entonces empezamos a ser conscientes de que estamos tomando decisiones.
Antes hemos descartado una inmensa mayoría de las opciones posibles. Y cuando nos hemos decidido finalmente, a veces ocurre que nos hemos decidido, ya es casualidad, por lo mismo que muchísima otra gente, justo aquí y ahora. O estamos programados para replicarnos los unos a los otros, que un poco sí que lo estamos, o hay algo que condiciona nuestra elección: llámale moda, llámale efecto bandada, llámale seguir la recomendación que alguien nos ha hecho.
¿De verdad RavioXO, el nuevo restaurante de Dabiz Muñoz es tan espectacular como para que, a los diez minutos de abrir las reservas se hayan agotado todas las plazas disponibles para unas cuantas semanas? ¿De verdad es tan deslumbrante -no dudo de que sea bueno- como para que no haya otras opciones en la ciudad, en esa gama de precio, a las que prestar atención? ¿Y en otras gamas, otros estilos, otras ciudades…? ¿Y dentro de unos meses ocurrirá lo mismo o habrá otro sitio deslumbrante que, de pronto sea, por casualidad, claro, el objeto de deseo de una parte mayoritaria del grupo?
Hay dos respuestas posibles a estas preguntas: o es cierto que estamos ante un hecho cultural de magnitud desconocida que ha conseguido emocionarnos a todos al mismo tiempo o hay algo, alguien o una mezcla de ambos que está tomando esa decisión por nosotros. Creo que no hay mucha duda sobre la respuesta por la que me decanto. Y eso, de ser así, dice mucho sobre nosotros, sobre nuestra originalidad, sobre nuestra capacidad de decisión autónoma. Y no todo lo que dice es algo de lo que presumir.
Sea así o no, lo cierto es que es una decisión estética, es una opción, algo que decidimos hacer en función de nuestros gustos y de nuestro contexto. Y lo es, seguramente y en buena medida, porque alguien nos ha dicho que nos convendría que fuera así.
Quién lo hace, cómo, dónde, con qué tono lo ha hecho y por qué tiene esa capacidad de persuasión es también parte de nuestra gastronomía, de la comunicación que desarrollamos alrededor de nuestra relación con los alimentos y con los demás alrededor de los alimentos. Y está bien que así sea. Quizás. Aunque aún mejor es saberlo, ser consciente y, a partir de ahí, tomar decisiones o dejarse llevar, elegir entre lo que tenemos delante, aunque tal vez nos apeteciese tener otra alternativa que simplemente no se nos plantea.
Al final, de todos modos, tampoco los calcetines los elegimos de una manera completamente libre. Lo importante no es ni siquiera ejercer esa capacidad de elección. Lo importante, para mí, aquí y ahora, a lo mejor mañana lo veo de otra forma, es pensar sobre ello.
Nuestros gustos se moldean, en buena medida, en función del grupo. Con él o contra él. Eso no es ni bueno ni malo. Simplemente es. La única posibilidad de intervenir sobre eso de manera autónoma es asumirlo y darle unas cuantas vueltas. Es entender por qué dejamos que nos guíe lo que nos guía, por qué le damos credibilidad a unas voces más que a otras.
La única posibilidad es entender que hay distintas voces, distintos tonos, distintos enfoques y que nosotros nos dejamos encandilar por unas o por otras; dejamos que nos seduzcan tanto que tendemos a imitarlas. Y al imitar un estilo, un tono o unas formas estamos imitando un subtexto y con él, de paso, una ideología. Porque ni el lenguaje, ni el tono ni el estilo son inocentes. Lo único inocente respecto a ellos es la decisión que tomamos sin llegar ni a cuestionárnoslo.
Es una idea que lleva en mi cabeza unas semanas, desde que empecé a preparar estas clases, pero que ahora que he conseguido darle forma, explicarla en público y debatirla me parece aún más clara. No es que esté descubriendo la pólvora, tampoco. Da para mucho más que cuatro párrafos, pero son casi las once de la noche, llevo cinco días fuera de casa y, la verdad, tampoco pasa nada si esperamos unos días más.
Me retiro por hoy, sin recomendaciones y sin más párrafos. He vuelto a un hotel en el que había estado y me han dado la misma habitación que la vez anterior. Una habitación que ya entonces me había gustado. Volver a un lugar conocido, saber dónde están las cosas, es, aunque sea más una sensación que algo real, algo que después de tantos kilómetros (van unos 5000 este mes y todavía quedan algunos) un poco como empezar a volver a casa. Por mucho que me gusten los viajes, las sorpresas, descubrir otros sitios y marcar más carreteras en el mapa, llega un momento que un poco de cotidianidad, aunque sea así, casi de refilón y sólo en mi cabeza, se agradece.
Gracias por seguir ahí una semana más. Espero que nos leamos en unos días. Mientras tanto, un poco por compensar, he pensado que, tal como ya había dicho, este verano pondré en marcha el Atlas de las Carreteras Secundarias, que como dije en su momento, será de pago. Para agradecer vuestro apoyo y vuestra paciencia con mi falta de constancia, los que habéis decidido darme un Ko-Fi recurrente mes a mes tendréis acceso gratuito a las primeras entregas, si os apetece.