Cosas que se van / cosas que se quedan
La semana pasada no hubo texto. Abril y mayo son una temporada particularmente alta de trabajo y de salidas en esta casa, así que hubo que priorizar.
Volvimos ayer. 2085 kilómetros de coche, tres hoteles en tres provincias distintas, muchas horas de charla a alumnos, de visitas, de fotos y caminatas.
Esta mañana me levanté con ojeras, con la cara hinchada; con la sensación de que me haya pasado un tren por encima. Estoy desentrenado. Eso me digo. Pero lo cierto es que lo estoy y que, además, el tiempo pasa, que cuando empecé a hacer estas cosas tenía ppoco más de 30 años y los kilómetros, los hoteles y la acumulación de comidas fuera de casa pesaban menos.
Estoy desentrenado, pero no es sólo eso. Hay algo de cansancio acumulado, ese burnout postpandémico que no acaba de desaparecer, pero sobre todo hay ese algo del que nos cuesta tanto hablar que es irse haciendo mayor. Se habla de la experiencia acumulada, de los contactos que vas haciendo, de lo que aprendes, pero nunca se mencionan esas ojeras, las resacas como pianos de cola, lo que cuesta salir del coche y no parecer un acordeón después de 9 horas de viaje. No hablamos de esto porque somos todos Peter Pan y la cosa no va con nosotros.
Se habla de envejecer y da miedo, supongo, pero no se habla de ir haciéndose mayor, que es algo más progresivo, más silencioso e igualmente inevitable; algo que está entre aquel Peter Pan y esa vejez y de lo que te das cuenta un día, cuando te miras al espejo después de un viaje, cuando el médico te pega un tirón de orejas, cuando a tus padres, que en tu cabeza no son mayores porque son tus padres, les pasa un día algo que te dice que, en realidad, un poco mayores sí que son o cuando los dos o tres kilos que antes perdías en unas semanas, sin grandes esfuerzos, se te abrazan con fuerza y se niegan a irse.
¿Da miedo envejecer? No lo sé, quizás sí. A mí, al menos por ahora, no. Quizás me aferro a eso de que no estoy envejeciendo, sino haciéndome mayor. Mi abuelo fue abuelo -yo lo hice abuelo, al nacer- con 45 años. Tengo 47. No me da miedo. De hecho, me asusta más la alternativa, pero no en el sentido de la frase graciosa que todos hemos oído cien veces, sino en el sentido de quedarme anquilosado, de convertirme en un vestigio de otra época, en una momia de un tiempo pasado, en una caricatura de mí mismo como tantas que vemos con frecuencia.
Las cosas cambian. También yo. Pensaba en esto durante esas más de 20 horas de coche de esta semana. Pensaba en cómo hay gente a la que seguía hace 20 años y cuyo estilo se ha quedado en otra época, en cómo las maneras de escribir o de contar envejecen también y en cómo frente al hacerse mayor físicamente combatimos -con entrenadores, con nutricionistas, saliendo a caminar, con cosméticos, con cambios de hábito o con zumos detox, cada uno elige- y frente al envejecer del estilo nos resignamos. O miramos para otro lado.
El viaje de estos días ayudó a darle vueltas. Vengo de participar en el Master de Comunicación Gastronómica de la Universidad de Cádiz, donde hablo, entre otras cosas, de cómo se conforma eso del estilo. Mi tema son las periferias gastronómicas, cómo todo lo que rodea al hecho gastronómico lo engrandece y, de paso, lo hace también con nosotros como personas que escribimos sobre ello.
Hablo sobre enriquecer el discurso, sobre buscar temas, enfoques y estilos. Hablo sobre lo que nos diferencia, sobre las conexiones improbables; hablo sobre el punto y coma como una decisión, como un puñetazo en la mesa frente al estilo ágil y al posicionamiento en buscadores. Darse cabezazos contra un muro. Lo digo mucho en las charlas, ahora me doy cuenta. Será por algo.
Pero hablo también sobre el paso del tiempo, sobre cómo las narrativas se transforman, sobre ese intangible que hace que leamos las primeras críticas gastronómicas publicadas en España, en 1969, y con leer solamente dos o tres líneas sepamos que están escritas en otro momento.
Hablo sobre cómo un párrafo o dos nos dicen que aquello es de otra época, pero probablemente también que el autor es un hombre, es conservador y de una cierta edad. Todo eso está ahí, de alguna manera. Está en el ritmo, está en el tono, está en las decisiones que se toman al elegir una palabra u otra, al optar por una temática. Eso, esos recursos, esas palabras, esa retórica es lo que envejece si no se cuida, del mismo modo que envejecen los cuerpos.
Durante las sesiones vemos fragmentos de texto, pero vemos también fotografías de esos personajes que todos nos construimos, nos demos cuenta o no -así que, una vez más: mejor darse cuenta- Un caso que suelo citar es el de Hemingway. Dejando a un lado su valor literario, lo cierto es que hay en él -en el autor, en el personaje, y en su obra- determinadas actitudes, sesgos, rasgos de estilo que hoy tienden a parecernos superados, de otra época. Y es que hay la misma distancia entre Hemingway y nosotros que entre Hemingway y El Conde de Montecristo o Los Tres Mosqueteros. El tiempo pasa y las cosas cambian. Lo que ocurre es que cuando nosotros somos parte de ese vector, nos cuesta verlo.
Cuando estudié a Hemingway en el instituto habían pasado 40 años desde algunas de sus obras, el tiempo que ha pasado desde el Thriller de Michael Jackson hasta aquí. Desde entonces, tienen que haber cambiado cosas. Y tanto que tienen que haber cambiado.
Cuando el Conde de Los Andes escribió sus crónicas en ABC acababa de publicarse el White Album de The Beatles. Cuando yo empecé a escribir, sonaban Outkast o Evanescence; Linkin Park eran una novedad y comenzaba la primera temporada de Perdidos. Claro que pasa el tiempo. Es mejor asumirlo.
En un par de semanas vuelvo sobre el tema. Será en el Basque Culinary Center de San Sebastián, donde hablo de ecosistemas literarios a los alumnos del master de periodismo gastronómico, de cómo se conforman los universos desde los que se escribe, de cómo cada autor que me parece interesante construye, dentro de esos universos, un mundo propio que explora su entorno y selecciona de él para crear una iconografía propia; que se renueva casi a diario, se cuestiona cosas y explora otras vías.
No es algo que uno encuentre con frecuencia. Lo veo en no más de media docena de personas que escriben en este mundillo y sus alrededores. Y lo admiro. Ya luego, si eso, vienen esas distancias de las que hablaba con Jesús Terrés hace unos días en Twitter, que quiero a la gente para leerla, no para casarme con ella. Esas distancias me parecen secundarias frente a la vocación de estilo, que es una rareza cuando muchos editores se enrocan en una extensión, y un tono y que seas ligero, ameno y didáctico a la vez y que tengas en cuenta las palabras clave y el público objetivo. Tengo la suerte de que los míos me consienten, pero es algo que ocurre. Y, cuando ocurre, duro poco, también es verdad.
Iba a empezar este texto diciendo que me levanté y, al mirarme al espejo, vi los ojos de mi padre. Pensaba que yo podía con ese arranque. Pero es que no hay quien pueda, porque desde ahí sólo queda la cuesta abajo hacia la cursilería, hacia el recurso trillado que busca agarrarte por las tripas y traerte a mi terreno por la vía facilona. Y la verdad es que no me apeteció. No quiero romantizar el paso del tiempo ni ponerme nostálgico; no quiero hacer aquí una alabanza a mi padre, al paso del tiempo, a la memoria, a las raíces y a la lágrima fácil. Simplemente quiero ser consciente de que el tiempo pasa, cuando me toca a mí, del mismo modo que lo soy cuando se refiere a otros.
¿Me da miedo envejecer? No lo sé. Pero por si las moscas, en unos días salgo de viaje yo solo con mi hija. Es el primer viaje de este tipo que hacemos, quizás sea el último antes de que crezca definitivamente. O tal vez no. Pero por si acaso, vamos a hacerlo.
elBulli
Hace unos días me llegó una invitación para la presentación de lo que será elBulli 1846, el museo sobre “el restaurante que lo cambió todo”. Y es cierto que para mí lo cambió. Todo, sí. Lo laboral y lo personal.
Empecé a escribir en parte fascinado por lo que ocurría allí. Recuerdo, en algún momento, quizás hacia el año 2000, enviarles una solicitud de trabajo, a ver si por casualidad sonaba una flauta que, como era de esperar, no sonó.
Las cosas cambiaron para mí cuando en 2009 me otorgaron un premio que me entregó Ferran Adrià. Cambiaron por varios motivos: allí, en aquel escenario en Pamplona, entendí que lo que llevaba unos cuantos años haciendo podía tener más relevancia de la que imaginaba. Al mismo tiempo, eso hizo que al año siguiente volviese al mismo evento como ponente. Y la casualidad quiso que en esa segunda edición conociese a Anna.
Las cosas cambiaron, para mí, porque unos meses después Adrià me llamaba para colaborar en un proyecto que me demostró que había un filón profesional entre la gastronomía y la gestión del patrimonio cultural. Y en ese filón sigo. Cambiaron porque través de eso conocí a Toni Massanés, a Lluis García, a Oriol Castro, gente sobre la que había leído, a la que había leído y que, de pronto, estaba ahí, en la misma sala, trabajando en el mismo proyecto que yo ¿Que si elBulli me cambió la vida, dices?
Pasado un tiempo tuve la oportunidad de ir a elBulli como comensal, de sentarme a su mesas, de asistir a todo aquello. Y, sinceramente, cuando recibí la invitación hace unas semanas para regresar me di cuenta de que no sabía si quería hacerlo.
No tuve que tomar esa decisión, por suerte. Las charlas de Cádiz estaban cerradas con antelación y soy de respetar mis compromisos, así que no tuve que elegir entre declinar la invitación o volver y ver cómo iba.
El tiempo pasa. Y no digo -porque no lo creo- que no haya que volver a ninguno de los sitios en los que fuiste feliz, pero sí que creo que, antes de hacerlo, es mejor medir bien tus pasos. Cuando vuelva a Cala Montjoi, si lo hago, será después de haberlo pensado mucho.
Cádiz
Cádiz está en mi memoria afectiva, se relaciona con una época compleja aunque feliz. Volver, pasado un tiempo, es siempre una experiencia, porque la ciudad, como yo, como cualquiera de nosotros, cambia.
Y no es algo que le ocurra solamente a ella. El Santiago en el que vivo no es el Santiago en el que crecí; el Madrid al que vuelvo muy de tarde en tarde no tiene nada que ver con el Madrid al que me asomé como estudiante de posgrado hace ya unos cuantos años. Las ciudades cambian, entre otras cosas porque, o lo hacen, o se convierten en momias. Y nosotros cambiamos al mismo tiempo y no siempre en la misma dirección que toman ellas, por lo que a veces evolucionamos en paralelo y otras nos vamos separando.
Eso hace que volver sea siempre delicado, que muchos de los lugares de tu memoria ya no existan. O, peor aún, que existan, pero ojalá no lo hicieran. La turistificación se convierte con frecuencia en lo que Anna define siempre como tristificación. Lugares en los que te habrían tratado como a uno más te ponen ahora, aburridos de la masificación, la etiqueta de guiri tan pronto como cruzas la puerta y así te tratan.
Calles entonces tranquilas que son hoy sucesiones de grupos de turistas con su guía hablándoles por el pinganillo; bares de siempre en los que hay cola de sandalias y bermudas a la puerta para entrar y en los que no pondré un pie. Y, sí, lo sé, yo soy otro de esos factores de distorsión, otro guiri más, aunque de un poco más cerca. Me delatan el acento y la elección de camisa. Lo sé, me duele y hago lo posible por vivir con ello sin convertirme en una bomba que destroza la vida de los barrios.
El turismo es algo maravilloso, es cierto. Y es un motor económico inmenso -a veces, si me apuras, grande de más- pero una vez que supera determinada escala es también un peligro; un elemento que quiebra la vida de las ciudades y las convierte en otra cosa, en escenarios para que te sientas protagonista de tu película de Disney -o del telefilme alemán de sobremesa, según tus gustos- mientras quien vivía allí ya no lo hace, porque no quiere o porque no puede. Y le caes gordo, como es lógico, por mucho que dejes allí un poco de dinero.
No sé si hay mucho que podamos hacer al respecto, aunque me temo que no demasiado. Quizás, si acaso, trabajar para minimizar los daños, buscar amortiguar el impacto, perseguir el mal menor. Y pensarlo, tratar de verle el lado oscuro, que lo tiene, y ponerlo todo en una balanza.
Trabajamos con turismo durante casi un lustro. Un turismo de gama alta, nos decíamos, más respetuoso, que aporta más valor añadido que el turismo low cost. Y no sé cuánto tiene de verdad esa afirmación y cuánto de clasismo no demasiado disimulado, pero lo cierto es que lo acabamos dejando por las dudas que nos generaba, porque no queríamos ser parte de según qué dinámicas.
Es complicado. Nadie dijo que las cosas sean fáciles, en general, pero esta es particularmente cabrona. Es una droga que te gusta, que te engancha y que, al mismo tiempo, sin que te enteres, va haciendo más daño del aparente hasta que, cuando resulta visible, con frecuencia es ya tarde.
Y no es culpa de Cádiz, ni mucho menos. Esta semana lo noté allí, porque vuelvo de un modo suficientemente espaciado como para ver los cambios, pero en unos días regreso a San Sebastián. Y verás.
La cuestión es que en esa mutación de las ciudades desaparecen muchas cosas. Cada vez me cuesta más recomendar sitios de cocina tradicional en mi ciudad, más aún en la zona más céntrica. Han ido desapareciendo, aquí como en Cádiz, donde más de uno tuvo problemas estos días para recomendarme dónde probar cosas que hace 10 0 20 años, quizás, se encontraban sin tantas complicaciones- como en Madrid, de donde ya he escrito, como en Barcelona y en cualquier otro lado.
Son los daños colaterales del paso del tiempo y del turismo. Y, como en cuestiones de estilo o de envejecimiento, más nos vale asumirlas y pensar sobre cómo irlas llevando, porque nos toca convivir con ellas.
Gracias por seguir ahí una semana más. Estos días, si me da tiempo, habrá ración doble, aunque la segunda tanda será para suscriptores de pago.
Algunos enlaces
En Colonia cierra el restaurante Le Moissonier, con dos estrellas Michelin, por “ritmos y presiones insostenibles”.
Durante décadas hemos vendido una alta cocina basada en jornadas interminables (e ilegales en los países desarrollados), sacrificio físico, intelectual y personal, la ausencia absoluta de conciliación, cuentas en B y una romantización evidente de la miseria -desde los que te cuentan que dormían en un colchón en el suelo del local a los que te dicen que durante años tuvieron pérdidas enormes que solamente sortearon gracias al esfuerzo de familiares o a lanzar hacia adelante una pelota que se van a comer con patatas el día que venga de vuelta. y esas cosas tienden a volver- que son el sustrato perfecto para traumas, insatisfacciones, rencores, depresiones o adicciones de todo tipo, hasta el punto de que cada vez más lo va dejando gente incluso desde esa minoría que lo ha logrado y que no se quedó quemada por el camino.
Y luego que por qué no hay gente para trabajar en hostelería. Pues no sé, no me lo explico.
No, no me digas que ya no es así, porque te puedo contar historias -del último año, del último mes, con nombre y apellidos- que demuestran que sí que lo es, que en muchos casos lo sigue siendo. El monstruo no va a desaparecer porque nos tapemos los ojos. Hay que enfrentarse a él. O asumir que el futuro de una buena parte de la hostelería va a ser de todo menos bonito. Seguimos sin hablar de las cosas.
Lo que he visto
Duelo en Las Profundidades (Mother Lode, 1982), dirigida por un Charlton Heston que hace un papel secundario bastante pasado de rosca. Aventuras de vieja escuela, entretenidas a veces, delirantes otras y que te hacen pensar, con todos los directores míticos con los que trabajó Heston, cómo no se le pegó algo más.
Lo que he escuchado
No he podido nunca mucho con Van Morrison, menos aún desde que se destapó como un conspiranoico de manual. Pero tengo que reconocer que su versión de Worried Man Blues, que comentaba Fernando Neira estos días en su página, me acabó llevando hasta esta pequeña maravilla con Pete Seeger y Johnny Cash.
Descubrí a The Band a través de Bob Dylan y del libro Rolling Thunder de Sam Shepard. The Weight me parece una de las mejores canciones del S.XX.
Hace un par de años, a través de uno de esos videos colaborativos en los que músicos famosos regraban uno de sus temas junto a intérpretes menos conocidos…
…descubrí a Larkin Poe, que me parecen de lo más interesante en ese género cercano al Southern Rock que me gusta tanto.
Por cierto, si vas a salir de viaje y te apetece, aquí tienes más de 10 horas (y subiendo) de la música que voy compartiendo en la newsletter.