Contra la estética
No estoy en contra de la estética como disciplina ni de su aplicación en cualquier campo, vaya eso por delante. Es sólo que no hay nada más bonito que empezar con una buena contradicción. Desde aquí ya sólo podemos ir a mejor.
En estos últimos días me han pasado unas cuantas cosas en relación con este tema, con el estético, quiero decir, no con lo de ir a mejor. Algunas de ellas relacionadas con restaurantes y otras no. He estado en un hotel en el que había algunas carencias objetivas, pero en el que la estética y el sentido de la misma -una casa histórica, con las limitaciones que esto implica- lo salvaba todo y hacía que el conjunto funcione a pesar de esas limitaciones objetivas puntuales.
He estado en otros, en unos cuantos, en los que bajo esa estética fallaba la funcionalidad. Desde cuartos de baño con las paredes de cristal a lucen que se apagan y se encienden con sensores para evitar el impacto estético de un interruptor. Y eso está muy bien, salvo cuando te levantas para ir al baño a las tantas de la madrugada y el sensor de la luz del cuarto de baño está programado para que la luz siga encendida tres minutos más una vez que salgas de él. Entonces añoras el interruptor más espantoso que se te ocurra y te acuerdas con cariño del diseñador de esa ingeniosa solución que sacrificó la funcionalidad a la estética, porque lo primero es la foto.
Una estética que no es funcional es lo menos estético que se me ocurre. Y esto es lo que pasa cuando en el hotel, monísimo, no tienes donde dejar la maleta; cuando para ocultar el mueble bar, la plancha y la caja fuerte las meten en el armario y tienes que colgar las camisas tocando la cafetera. Que no sé hasta que punto es algo higiénico, así, justo por encima de la bolsita de almendras saladas y la tarrina de leche evaporada para el café, aún suponiendo que la camisa esté limpia, que igual es mucho suponer. Ahí estoy abiertamente contra la estética. Aunque en realidad no es contra ella contra quien me posiciono. Lo hago contra su mal uso. Lo hago contra quien no ha entendido nada.
Es algo que me ocurre a veces en restaurante. Platos espectaculares visualmente a lo que no sabes por dónde entrarles, elementos estéticos que aportan texturas que no son deseables, crujientes que aplastan todo lo que tienen debajo cuando intentas romperlos, elementos crocantes que se reblandecen al verterles esa salsa que queda tan bien en la foto pero que quizás debería ocupar otra posición en el montaje.
Platos de Instagram, los llamaba alguien estos días en una conversación. Platos que funcionan muy bien en foto, pero que luego, en la realidad, se mueven entre lo innecesario y lo absurdo. Ahí estoy, una vez más, en contra de la estética, de ese uso de la estética que la vacía y la convierte en algo inútil.
Lo pensaba el otro día, precisamente por lo contrario, en un restaurante en Menorca. Nos sirvieron un salmonete entero y desespinado, relleno de manitas de cerdo y cubierto por una persillade. La estética era, quizás, de otra época. Sin embargo, el plato era un homenaje a otro momento, a una cocina con origen en Santi Santamaría, y ahí otra estética no habría tenido el mismo sentido. Un uso inteligente de los recursos puede ayudar, como en este caso, a reforzar el mensaje ¿Cómo voy a estar en contra de algo así?
Lo pensaba también hace unas semanas, en el restaurante Alejandro Serrano, en Miranda de Ebro. Había visto fotos de lo que hacen, había leído alguna declaración del cocinero, que dice pertenecer a una generación muy marcada por la estética Instagram, y reconozco que todo eso me hacía desconfiar.
Pero al llegar nos encontramos con que esa parte estética está. Está, además, de una manera evidente y buscada. Es parte de la experiencia. Pero encaja, hace que todo tenga un hilo conductor y, sobre todo -y esa es la clave- no está para disfrazar carencias. Al contrario, está y, de alguna manera, suma. No puedo imaginarme ese restaurante sin esa apuesta estética.
Me gusta ese uso de los recursos visuales y ambientales porque es haberlos entendido y haberlos hecho propios, porque convierte algo que muchas veces, por desgracia, es simple maquillaje, en un recurso más que ayuda a marcar el tono.
Me gusta porque me hace pensar en su opuesto, en esas casas de comidas tradicionales que te sorprenden un día, sin avisar, con una derrapada de salsa en el fondo del plato o con un chorreón de reducción de vinagre balsámico sin ningún sentido. Tampoco gustativo, que para sumar azúcar a un plato porque sí tampoco hay que exprimirse mucho la cabeza. Signos que demuestran no haber entendido nada, no ser capaz de vez qué valor tiene una estética concreta en un lugar determinado y cuánto le resta ese esfuerzo por salir bien en la foto a la experiencia. Me hace pensar en eso porque es lo que ocurre con más frecuencia y porque encontrarse con lo contrario es un aire fresco que se agradece.
Vengo de donde vengo, pienso en imágenes. Soy historiador del arte y el discurso se me va hacia ahí lo quiera o no. Pero aunque no lo fuera, creo que entender que el elemento estético puede ser algo más que “cosas bonitas que ponemos ahí porque sí, a ver qué pasa” no es tan complicado. Y si lo fuera, que tampoco pasa nada, basta con entenderlo, preguntar y, en caso de duda, no meterse en berenjenales innecesarios.
Más aeropuertos
Vuelvo a escribir notas en el aeropuerto. Acabará por convertirse en rutina, aunque no sé si es una rutina que me gusta. Quizás sí. No lo tengo claro.
Están siendo semanas de mucho movimiento y por delante nos quedan unas cuantas más. Una suerte, considerando que es trabajo y que, además, por lo general, es un trabajo fundamentalmente gratificante. Pero es un caos.
Alguien me preguntaba el otro día en San Sebastián ¿Cómo haces para gestionar contenidos y organizarte? Mi respuesta es sencilla: lo hago mal. Hago lo que puedo con lo que tengo. En la vida real, los privilegios -y mucho de lo que hago entra en esa categoría- tienen una cara B. Un viaje más, por muy bonito que sea el destino, implica un fin de semana libre menos; una charla en un lugar envidiable supone, seguramente, acostarme a las tantas los días antes para cerrar la presentación sin descuidar el resto del trabajo y comer más tarde el día siguiente al regreso porque me hace falta una horita más al menos.
A veces me subo a un coche al amanecer, de ahí a un control de aeropuerto, colas, embarques, tiempo en el aeropuerto de conexión -tiempo para garabatear unas notas- más colas, más embarque, más vuelos. Taxi, check-in en el hotel ¿Qué tal el viaje? Bien, gracias, un poco largo. Llego a las tantas, ni deshagi la maleta que mañana a las ocho me subo a un bus que me lleva a otro sitio. Ducha, comprobar que me he traído el cargador del móvil y hasta mañana. De momento he visto de la ciudad aproximadamente metro y medio de acera.
A veces son 9 horas de coche, cafés en sitios absurdos, cuartos de baño que prefieres olvidar. A veces nos paramos en la cuneta, quizás hay un área de descanso y un poco de sombra y aprovecho para tomar notas en el móvil -notas que, a veces, muchas veces, tres días después no entiendes cuando revisas esa carpeta ¿Qué quiere decir “Carrère en Menorca. De espaldas. Lo foráneo y lo nativo. Manteca cocida”? Alguna foto del paisaje y seguimos, seguramente a un sitio que no conocemos, a estar con gente a la que no conozco. A veces hay un par de caras conocidas. Hay días en los que es una fiesta. Hay otros en los que, tras 12 horas de viaje, querría estar metido en cama. O en mi sofá, con mi pareja y mis gatos, viendo una película completamente prescindible. Hay días que me estalla la cabeza con el cansancio y las prisas.
Y están, por supuesto, los hoteles con encanto, las charlas con gente a la que admiro, la oportunidad de conocer a personas que son todo un descubrimiento, de contar mi película a gente que, en ocasiones, viene para escucharme a mí. Están los reencuentros, lo que aprendo, los restaurantes inolvidables, los mercados de pueblo que encontramos por casualidad y me alegran la semana. Está la posibilidad de hacer eso por trabajo, hacerlo junto con mi pareja en muchas ocasiones, y disfrutarlo cada día.
Pero al día siguiente habrá más estaciones de autobuses, más billetes que me tienen que imprimir en recepción. Habrá más hoteles, que a veces son una suerte y otras veces son un lugar con una ducha y una cama en el que pasar 6 horas antes de continuar. A veces las vistas son increíbles. A veces son la parte de atrás de una gasolinera con un rótulo medio fundido. Si no me crees, trata de encontrar un hotel que encaje en presupuesto y que no te haga desviarte mucho de la ruta entre Villarrobledo (Albacete) y Plasencia (Cáceres), por ejemplo, que no será la ruta más improbable que hayamos conducido. Y ya luego me dices.
Son 30.000 km en mi coche al año, a los que hay que sumar los que hago en otros coches, en otros medios, aeropuertos, transfers, tiempo en la estación de tren; horas perdidas en colas, en retrasos y en cambios de puerta ¿Cómo me organizo? Contesté que mal aunque, si lo pienso, en realidad acabo haciéndolo razonablemente bien. A pesar de todo, las cosas acaban por encajar de algún modo. Y ahí están las charlas con taxistas, que a veces son impagables. Ayer, sin ir más lejos, el último me recomendó una sidrería en Astigarraga que tengo apuntada para cuando tenga ocasión. Hay que hablar más con la gente cuando se está de viaje.
Hace poco volvía a ver el video clip de Wanted Dead or Alive y, salvando todas las distancias, que a mí las hombreras y el cardado me sientan regular, encontraba algo ahí, en las imágenes que no son de un concierto, sobre todo en la primera mitad, en lo que reconocía una atmósfera que me resulta familiar. A otra escala, con menos épica, claro. Más de andar por casa, de bar de carretera en la provincia de Palencia y descampados turolenses. Lo que quieras, pero ese cansancio, esa sensación de kilómetros en los hombros está ahí. Y, además, esa Benavente Highway que señala Google Maps también puede tener su cosa, si la ves desde el lado correcto.
Al día siguiente, hoy, por ejemplo, escribo con los ojos hinchados, con la cabeza embotada, tratando de evitar el siguiente café, cosa que casi nunca consigo -un momentito, que voy a la cocina a por él y ahora vuelvo- y tratando de que el día a día no me pase por encima.
Los años, por suerte, te van dando recursos, te enseñan a priorizar, a multiplicarte cuando hace falta. Lo sabéis bien los que llamáis por teléfono y no conseguís que os conteste. Y al final, de alguna manera que no siempre soy capaz de explicarme, todo fluye.
En apenas hora y media salgo. Otro restaurante que me apetece conocer, otra charla que me apetece tener. Mañana, sábado, toca escribir, editar fotos, planificar la semana que viene. Y en unos días, de nuevo, 6 horas y media de coche. Que no me falten. Que no vuelvan a faltarme nunca. A ver cómo le cuento al nutricionista que este mes lo de hacer ejercicio ha ido regular nada más, que ha sido complicado encontrar el momento.
Muchas gracias por seguir ahí una semana más. Hoy, por fin, y pese a toda esa película que está más en mi cabeza -o lo adorno un poco o la cosa se me hace pesada. Y puestos a hacer autoficción, mejor siempre con focos y purpurina, que para molarse a sí mismo abiertamente ya está Knausgard y yo soy más de cortarme un poco con eso- que en la realidad, seguramente, consigo volver a publicar en la fecha correcta.
Algunos links
Antes de nada: espero que no vengas aquí por las fotos, porque estas últimas semanas Substack me está dando problemas para subirlas. Y no es que fuesen gran cosa, pero me gustaría poder acompañar el texto con algo más. En fin, encontraré la forma de solucionarlo, antes o después.
En cuanto a los enlaces, he vuelto a Un Disco al Día, la página de Fernando Neira, un crítico musical que, como el nombre del proyecto indica, cada día comenta un disco -no siempre novedades- y suele ser una fuente de descubrimientos.
Lo que me interesa de Fernando es su capacidad para no ceñirse a un estilo y para no tener ese tono de gurú que tanto abunda en la crítica, sea del género que sea. Lo cuenta con sencillez, te pica la curiosidad y hace que acabes escuchando cosas a las que de otra manera probablemente no habrías llegado nunca, como ese Pipo Romero al que lleva el enlace, por ejemplo. Sencillez y huida de la solemnidad. Cuánto me gustan.
Leo a Duarte Calvão en el blog Mesa Marcada sobre el proyecto 5 Potes, del cocinero Renato Cunha (restaurante Ferrugem, Portela, Famalicão). Cada sábado, de aquí a octubre, el cocinero preparará una comida para solamente 30 personas con cinco potes de hierro al fuego, uno para sopas, otro para caldeiradas (quizás calderetas sea una traducción que entiendas mejor si no eres de por aquí), otro dedicado a la huerta biológica del local, a 200 metros de su restaurante, donde ofrecerá las comidas; un cuarto pote para arroces y el último para el postre. La experiencia se extenderá desde las 17h hasta las 22h e incluirá también algunas ensaladas de la huerta ecológica y sorpresas que irán cambiando y que tendrán el fuego como hilo conductor: churrascos, bifanas, cosas cocinadas al fuego en sartén de hierro… Y vinos especiales de productores seleccionados.
Todo por 90€. Si vives en el noroeste de la Península, no te queda demasiado lejos. Y si no, bueno, es un motivo más para una escapada al norte de Portugal. Y un bonito discurso alternativo alrededor de la cocina, tema en el que Portugal está desarrollando formatos muy interesantes últimamente.
Lo que he leído
Pues el final del libro de Orejudo, como empezaba a entrever la semana pasada, se me hace cuesta arriba. Acabaré, que me faltan apenas 40 páginas. Pero, mientras tanto, he continuado con el de Carrère, aunque tras el episodio erótico se me haya pasado un poco el entusiasmo, y lo alterno con Los Muchachos de Zinc, de Svetlana Alexievich.
Hace poco leía La Guerra no Tiene Rostro de Mujer, que me gustó mucho, y tras pocas páginas de este pensé que iba a ser más de lo mismo. Pero es realmente impresionante cómo consigue con un formato tan limitado, basado en extractos de entrevistas, mantenerte enganchado de principio a fin. Este segundo libro es, al menos por ahora, mucho más crudo, pero qué barbaridad, qué bien escrito.
Por cierto, he decidido ir abandonando los enlaces a Amazon. Continuaré, ocasionalmente, hasta llegar a la cantidad que me permita cobrar lo que he ido generando. Tienen la curiosa política de no pagarte hasta que no acumulas una cantidad determinada. Luego me pasaré a otras plataformas que trabajen con librerías de verdad, que creo que lo necesitan más.
Lo que he visto
Lo último ha sido Alien, otra vez. Y otra vez, y van cuatrocientas, me sorprendo con lo bien escrita y lo bien dirigida que está. No es que esté descubriendo el átomo con esto, pero nunca está de más decirlo.
Tengo ganas de volver al cine.
Lo que he escuchado
Me ha gustado mucho esta versión de Song 2, de Blur, por parte de Baker Boy. Para qué la voy a explicar, si me voy a quedar corto de todas formas.
Cambiando de género, he vuelto a la música que el grupo italiano de rock progresivo Goblin compuso para las películas de Dario Argento. El tema central de Suspiria -de la original, no de la versión relamida y autoconsciente de hace unos años- es un ejemplo estupendo. Aquella época sonaba así.