¿Qué buscas cuando vas a un restaurante en tu tiempo de ocio?
Cuando lo haces por trabajo o por necesidades logísticas (estás de viaje, te pilla lejos de casa...) buscas comer razonablemente bien, por lo general aceptablemente rápido y dentro de un precio conveniente. Pero cuando vas a un restaurante por ocio, vas por otros motivos, aunque no siempre tengas claro cuáles.
Vas/vamos por ocio. Es nuestro tiempo de ocio, así que parece una obviedad decirlo. Pero el hecho de que salir a comer o a cenar nos entretenga no es en absoluto obvio. No vamos por necesidad, no vamos por comodidad; a veces es objetivamente incómodo, si nos paramos a pensarlo, en ocasiones es terriblemente caro, si limitamos la cuestión a parámetros objetivos. Comer es una necesidad, en principio, no un entretenimiento. Y aún así vamos.
Es más, no sólo vamos, sino que con frecuencia hacemos auténticos esfuerzos para ir: reservamos con antelación, nos esforzamos por conseguir un hueco en esos libros de reservas imposibles, organizamos nuestra agenda, a veces nuestros viajes, alrededor de esa comida o de esa cena; cancelamos otros planes, pedimos días libres para que los tiempos encajen, pagamos cantidades que es posible que nos hiciesen sudar si nos las presenta el fontanero en su factura o el mecánico al ir a recoger el coche, a pesar de que ambos nos dan servicios objetivamente más necesarios. No tiene ninguna lógica.
Y, sin embargo, al mismo tiempo tiene todo el sentido del mundo. Un sentido que, por otro lado, creo que explica una cierta incomodidad que parece sentir una parte importante del público cada vez con más frecuencia. O tal vez con la misma frecuencia que antes y lo único que ha cambiado es que ahora se dice más. Sea una cosa o sea la otra, creo que ambas indican cosas parecidas.
Vamos al restaurante porque salir a comer es una experiencia. Pero vamos a entender la idea de experiencia como algo que carga de contenidos adicionales una acción cotidiana y no eso que tantas veces nos vende la comunicación de restaurantes, espectáculos, hoteles o destinos turísticos vaciando el concepto y convirtiéndolo en una simple herramienta de usar y tirar.
Vamos al restaurante porque así suspendemos durante un rato la realidad, porque en ese tiempo construimos cosas alrededor de la comida: relaciones, recuerdos, incluso nuestra propia identidad. Dime dónde comes y te diré quién eres suena a tópico no demasiado ocurrente, pero tiene mucho de cierto.
Convertimos el hecho de comer en una actividad social, cultural y de ocio. Vamos al restaurante para comer, pero también para charlar, para ver y que nos vean, para hablar de ello, para sentir que nosotros también somos parte de eso que hemos leído o que nos han contado, para hacer la foto y subirla a redes, para poner otro sello en nuestro pasaporte de sitios visitados, ese del que unos alardean en público y que otros acariciamos en privado, pero que al final todos tenemos. Vamos, por decirlo en términos más o menos antropológicos, para generar identidad y pertenencia al grupo, entre muchas otras cosas que convierten a la gastronomía en algo complejo y fascinante.
Y por eso necesitamos generar relatos alrededor del restaurante: algunos de esos relatos tienen que ver con nosotros en relación con el local; otros hablan del local para legitimarlo, para convertirlo en objeto de admiración o de deseo, para justificar nuestra elección y hacer lógico (y envidiable) que vayamos a ese lugar y no a cualquier otro. Con el relato convertimos al restaurante en algo más que un sitio en el que se come.
Ese relato es algo que en en el último medio siglo hemos ido acercando al canon y, de esa manera, a otras expresiones culturales (arte, cine, literatura, arquitectura, diseño) supongo que con la intención más o menos inconsciente de legitimarlo. Porque el restaurante, hasta hace dos días en términos históricos, era una realidad que no se consideraba cultural y que necesitaba. desde ese punto de vista, ser legitimada.
Y el relato, en nuestra cultura, con mucha frecuencia tiende a repetirse. Da igual que hablemos de Ulises, del Rey Arturo, de Luke Skywalker, de El Cid, de Hércules, de Ethan Hunt o de tantos cocineros de primera línea. El esquema tiende a ser el mismo: protagonista que nace ajeno a su destino (una cesta en el Nilo, un planeta desértico, un mal estudiante en una familia sin interés hacia la cocina), tiene una revelación (la zarza ardiendo, el asesinato de los padres de Bruce Wayne, la cocina del restaurante en el que sus padres lo ponen a trabajar por no dar palo al agua), conoce a un mentor (el maestro Miyagi, Obi Wan Kenobi, el mago Merlín, Manolo de la Osa) que le explica que necesita hacer un peregrinaje iniciático (la búsqueda del Grial, las pruebas de Hércules, la formación entre Cala Montjoi, San Sebastián y Copenhague), sufre alguna adversidad (Darth Vader le corta una mano, Mola Ram le obliga a beber la sangre de Kali, Lancelot lo traiciona con Ginebra, el rey de Portugal no le compra el viaje a las Indias, sólo puede quedar uno; pierde la estrella, el restaurante quiebra) y la supera para convertirse en héroe: hace volar la Estrella de la Muerte, vuelve a Ítaca, derrota a los componentes de Cobra Kai, a los nazis, a los rusos, entra en la 50 Best.
¿Quién no va a querer ser parte de esa historia, aunque sea pagando por ir a cenar allí un viernes con su pareja y, si hay suerte, haciéndose una foto con el héroe cuando se acerque a la mesa a preguntar qué tal ha ido todo mientras sonríe agotado?
El problema está en que en gastronomía nos hemos empeñado en este esquema, una y otra vez en los últimos 50 años, de manera intensiva en los últimos 30, justo cuando el modelo empieza a ser puesto en cuestión como modelo cultural. O, si prefieres, a complementarse con otros modelos alternativos.
Y eso, a veces, genera roces. Roces de los que muchas veces no somos conscientes, pero que creo que están detrás de un cierto cansancio hacia determinados modelos. Roces que hacen que, como manifestación cultural, vayamos siempre un poco a rebufo, lo que genera, a su vez, problemáticas que quedan para otro día, pero que, resumiendo, hacen que la gastronomía nunca llegue a estar ahí, por mucho que lo intente, que mira que lo intenta.
Piensa en el cine de los últimos años, para no liarnos más, en cómo cada vez más aquel esquema clásico va cediendo el lugar a otros relatos con otros modelos ¿Dónde está el héroe clásico de As Bestas, de Cinco Lobitos o de Verano 1993? ¿Lost in Translation, Requiem for a Dream, Retrato de una Mujer en Llamas, Super Empollonas…?
Claro que sigue habiendo películas de James Bond, pero hay algo en ellas, por mucho que en ocasiones entretengan, que suena a otra época. Y justo ahí, cuando los relatos se amplían, cuando hay más modelos que nunca, nos empeñamos en recrear las vidas de santos aplicadas a la cocina, resaltando cómo los personajes se adaptan al modelo del viaje del héroe clásico y tapando sus miserias, sean estas una sucesión asombrosa de cierres en tiempo récord, deudas y trabajadores en la calle como daños colaterales, que nadie se preocupa por los vietnamitas que caen como chinches en las pelis de Rambo, así que no flipes, sean una condena firme por malos tratos porque hay que separar la obra del autor y a mí qué más me da si maza a su mujer como a un pulpo, si cocina de la leche y yo aquí vengo sólo a comer. Seguramente has oído cosas similares. Yo las he oído. Todos las hemos oído. Nadie las escribe.
Todo esto ni quita ni pone valores a la cocina contemporánea ni a la mayoría de quienes han conseguido cosas muy importantes y muy meritorias en su trayectoria, pero crea un marco; un marco en el que cada vez más gente te dice que hay modelos que le resultan aburridos, en el que te confiesa que añora otros tipos de cocina y en el que, si preguntas por qué plato volvería a tomar esta noche, si pudiera elegir cualquiera, rara vez alguien te habla de las tortillitas cristal de camarones (y no es que tenga nada en especial contra este plato ni contra su autor, pero algún ejemplo había que poner) y, por el contrario, entre las peticiones abundan los guisos, los potajes, los platos de la abuela y las casas de comidas.
Con esta afirmación no intento con esto cargarme la alta cocina, ni mucho menos. Estoy deseando volver al Celler de Can Roca, a Casa Marcial, a Martín Berasategui y a tantos otros, probar por primera vez la cocina de Pascal Barbot, de Crippa o de Poul Andrias Ziska. Y lamento no haber llegado a tiempo para las de Manolo de La Osa o Hilario Arbelaitz. Lo que intento decir es que hay, junto a ellas, otros relatos que con frecuencia tienen más que ver con el día a día y que, particularmente ahora que la propia cuestión de la excepcionalidad está dejando de ser el valor supremo, son aún más interesantes.
Lo que intento decir es que el abuso del modelo puede acabar por gastarlo y, con él, a la gente que está detrás. Y que empeñarse en ceñir el relato a un esquema cuestionado en parte, superado en otra parte y complementado por otros que seguramente tienen una tonalidad más fresca, no parece la mejor opción.
Entre otras cosas, porque eso abre las puertas a la nostalgia, a aquella cocina perdida, a los sabores de la memoria que en realidad en muchos casos nunca existieron, porque no todas las abuelas cocinaban bien, no todas las casas de comidas de tu infancia eran tan interesante y porque la tortilla de tu madre tiende a ser del montón, siento ser yo quien lo diga. Es lógico que a ti te encante, pero eso tiene que ver con muchas cosas que no son la cocina, así que no saquemos las cosas de quicio. Y esa contraposición vanguardia/nostalgia es siempre un peligro y no suele implicar demasiadas cosas buenas. Es un peligro y es, justamente, donde estamos ahora mismo, Stranger Things y tartas de la abuela reinterpretadas mediante.
Creo que la cocina tiene que ampliar el relato, que tenemos que dejar de ir a los restaurantes porque van a ser la próxima estrella. Olvídalo: muy probablemente no va a serlo y, aunque lo sea, que no creo, eso ni le quita ni le pone. Fantástico si alguien consigue una. O tres. Bien por él, por su equipo y por su cuenta de resultados. Pero es que yo venía a comer y que la tenga o deje de tenerla no va a suponer (no debería, al menos) una diferencia.
Y, ya que vengo a comer, me gustaría encontrarme a veces con la historia del héroe hecho a sí mismo frente a la adversidad, la del genio incomprendido y cualquier otro modelo visto tantas veces. Y otras, aunque sea por variar nada más, con la de quien siempre supo que quería ser cocinero, es consciente de que nunca estará en ningún ranking y, sin embargo, llena a diario cocinando bien y es feliz dando de comer a la gente de su comarca, viviendo de ello y durmiendo como un bebé cada noche. Me gustaría más espacio para otras cocinas, para otros discursos, para otros relatos; me gustaría no medir los restaurantes únicamente en estrellas, soles o puestos en listas; querría valorarlos en su contexto, porque no es lo mismo un restaurante en el centro de Londres que en una aldea de O Grove, en la periferia de Sevilla que en el corazón turístico de Milán, el octavo local de un grupo inversor en Ponzano que el restaurante que una pareja abre en el bajo de su casa para vivir de ello, si hay suerte y el plan de negocio estaba bien planteado.
Querría, en resumen, que abriésemos más la lente. No se trata de elegir ¿Para qué tengo que elegir si puedo disfrutar de todo, unas veces de un modelo y otras veces de otro, como a veces disfruto de James Bond y otras de Carla Simón? Querría, si acaso, cuestionar el relato, equiparar la gastronomía con otras manifestaciones culturales y sacarla de ese principio del S.XX en el que parece estancada: que si la vanguardia, que si el genio creador, que si el maestro y los discípulos, que si la cocina es arte, que si el reconocimiento y la trascendencia… Niño, deja ya de joder con la pelota.Que aquí, al final, veníamos a comer. Y eso es algo mucho más interesante que una puta película de superhéroes pasados de adrenalina y marcando pectorales.
Puestos a pedir, yo no pido más que eso. Hay que ver lo que da de sí un plato de peras al vino, que es el que me hizo ponerme a darle vueltas a este tema.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Un aviso
Antes de nada, muchas gracias a todos los que os estáis suscribiendo al Atlas de las Carreteras Secundarias, la sección de pago de esta newsletter.
La acogida está siendo mucho más entusiasta de lo que me esperaba y eso hace que me plantee algunos añadidos. Aquí, en Carreteras Secundarias, seguiré con el texto aproximadamente semanal y gratuito. Allí, mantendremos una publicación como mínimo al mes y continuaremos los mapas como contenido fundamental por el momento. Hay mucho que mejorar en cómo los presento, pero poco a poco. Gracias por la paciencia.
Junto a ellos, estoy empezando a pensar en otros formatos. Y lo primero que voy a hacer es producir algunos reportajes. Para que se me entienda: ese tipo de cosas que los freelance tratamos de vender a nuestros editores, a ver si nos las compran, con la esperanza de que les gusten tanto que, además, paguen los gastos de producción. En este caso el editor soy yo, así que compro. Y gracias a vuestro apoyo, puedo, además, ser el productor y pagar de vez en cuando los gastos.
Así que a partir de esta primavera, en el Atlas de las Carreteras Secundarias encontrarás reportajes exclusivos, textos y fotos que no se publicarán en ninguna otra parte y que serán sólo para suscriptores: viajes, escapadas, restaurantes… ¿Qué te apetece? Si hay algún contenido que te gustaría especialmente encontrar allí, déjame un comentario o envíame un mensaje ¿Entrevistas, fotos, ilustraciones, diálogos, alojamientos además de restaurantes, tracks de Wikiloc…? Lo que sea. No prometo hacerlo, pero sí que estaré muy atento (y muy agradecido) a cualquier sugerencia, que por ahora estoy planificando y cualquier ayuda para centrarme un poco será útil.
No será esta semana, probablemente tampoco el mes que viene, pero el Atlas de las Carreteras Secundarias va a crecer. Y será gracias a quienes lo apoyáis. No sabes lo feliz que me hace eso. Tengo ya un primer tema en la cabeza y estoy entusiasmado con la idea.
Lo que he escuchado
Hoy no tengo tiempo para mucho más, así que me salto otras secciones y voy directamente a la música que he oído últimamente, porque ha habido dos fallecimientos recientes que no quiero dejar pasar.
En casa de mis abuelos había un disco que no sé de cuál de mis tíos era. The Secret Policeman’s Concert. Era la grabación de un concierto organizado en 1981 por Amnistía Internacional en Londres y en el que tocaron, entre otros, Sting, Phil Collins o Bob Geldof. Solía pasar muchas tardes en casa de los abuelos, así que lo escuché una y otra vez cuando en realidad debería haber estado haciendo los deberes.
De todo lo que había allí, hubo una canción que se me quedó grabada. Es un tema compuesto por Stevie Wonder y que tocaron Eric Clapton y Jeff Beck: Cause We’ve Ended As Lovers.
La calidad de la grabación no es gran cosa, así que te recomiendo subir un poco el volumen.
El tema está al borde de lo cursi. O lo estaría si lo tocara otro. Pero es Jeff Beck, que inventó su propia manera de tocar la guitarra, y eso lo convierte en único. Esa grabación es una de las responsables de que yo quisiera aprender a tocar la guitarra. Y aquí seguimos, treintaymuchos años después, dando la matraca a los vecinos con cierta frecuencia.
La semana pasada Jeff Beck fallecía por sorpresa, así que he estado escuchándola un poco en bucle.
Con Tom Verlaine me ocurre un poco lo mismo: no es de esos músicos a los que citaría entre los primeros si alguien me preguntase por quiénes me han influido más a la hora de hacerme un gusto musical. Y aún así, al enterarme ayer de su fallecimiento me di cuenta de que me influyó mucho más de lo que había pensado. Con Television descubrí otra manera de tocar la guitarra, más percusiva de alguna manera, pensada más como un instrumento rítmico que como un soporte para lucirse en solos, con mucho del punk de los años anteriores sin sonar para nada al punk de los años anteriores.
Un poco tópico estos días, lo sé. Podría haber elegido otro tema, pero recuerdo esta grabación para TVE, que se hizo cuando yo tenía 9 años y seguía ahí, en mi cabeza, todos estos años después. La había olvidado hasta que esta tarde me puse a buscar y, de pronto, me volvió a la memoria como si la hubiese visto ayer. No es la versión más brillante, pero es la que quiero compartir.
Por último, esta semana participé en el capítulo de La Picaeta dedicado a Galicia y en el que Lucía Freitas es la protagonista. Si te apetece escucharlo, lo tienes aquí abajo.
Hola Jorge.
Leyendo esta última entrega me he acordado de esta teoría que la escritora Ursula K LeGuin explica en este precioso texto: https://arquitecturacontable.wordpress.com/2021/01/14/ursula-k-leguin-teoria-bolsa-para-llevar-cosas/ (aquí en idioma original: https://otherfutures.nl/uploads/documents/le-guin-the-carrier-bag-theory-of-fiction.pdf )
Creo que en este momento y en línea con lo que explica el texto (y que resuena también en tus reflexiones) hay un hartazgo generalizado de héroe y un anhelo de todo lo demás. El contenido que hacéis Anna y tú va, precisamente, de “todo lo demás”.
Por eso me he suscrito.
Un abrazo