Hace semanas que estoy en una especie de trance, una burbuja, supongo que de agotamiento, de la que solamente consigo salir planificando viajes. Junio será un mes intenso en ese sentido y organizar dónde se duerme, cuánto se tarda de Saldaña a La Puebla de Arganzón y dónde se come en el trayecto es un trabajo que exige horas, pero que consigue que me abstraiga por un rato.
Durante años trabajé con mapas. Mis estudios de posgrado fueron sobre arte prehistórico, así que pasé bastante tiempo visitando y catalogando yacimientos, geolocalizando y aprendiendo a orientarme en el monte. Después de eso, durante una temporada catalogué iglesias románicas por toda la diócesis compostelana. Más mapas y más carreteras secundarias.
Años después empezamos a trabajar para un touroperador australiano ejerciendo el papel de expertos locales en unos viajes en los que recogíamos a la gente en Bilbao y a lo largo de 16 días los llevábamos por diferentes caminos de Santiago visitando bodegas, queserías, restaurantes, haciendo rutas de tapas y caminando algunos tramos.
Había que tener claras distancias, paradas técnicas, de cuánto tiempo disponíamos para visitar un museo antes de continuar, qué pendiente media tenía la próxima ladera y a dónde se podía acercar el bus de apoyo en cada momento en caso de necesidad ¿Tenemos diez minutos para una cerveza más? Había que conocerse los caminos como para no perderse incluso en caso de tormenta o niebla espesa, saber cuál era el sendero correcto cuando la maleza había crecido desde la última vez y ser capaz responder siempre a preguntas sobre la dureza de un tramo, las características de un pueblo o el perfil de la próxima etapa.
Para rematar la experiencia, me tocó hacer este mismo trabajo de experto local en un viaje por Extremadura y por el sur de Portugal para un grupo de arqueólogos jubilados de Yorkshire. Buscaban alguien que hablase español, inglés, que pudiera defenderse en portugués, que supiera algo de arte prehistórico y con experiencia en el diseño de rutas. Lo que no me dijeron es que, con ese perfil de viajeros, había que tener en cuenta el acceso a un aseo al menos cada tres cuartos de hora, lo cual puede ser un reto en según qué zonas del Alentejo en las que no hay un pueblo en 35 kilómetros.
Salimos del paso y ahora mismo, si necesitáis saber cuántos baños públicos hay entre los dólmenes de Valencia de Alcántara y los menhires de Os Almendres, soy la persona que estáis buscando. De ese viaje me llevo eso y un montón de invitaciones a tomar el té cuando pase por Huddersfield o por Dewsbury.
El hecho es que, con todo eso en la mochila, ponerme delante de un mapa, medir tiempos, distancias, entender qué velocidad permite una carretera determinada, saber qué paradas pueden ser interesantes en el trayecto o si hay algún desvío que pueda apetecerme, es algo que me resulta balsámico.
Y eso hace que con frecuencia me pregunte por qué necesito un bálsamo si las cosas, a grandes rasgos, están bien. En fin, hay motivos. Algunos, los más evidentes, los conocemos todos. No hace falta insistir en ellos.
Cambios
Hay otros, sin embargo, que me está costando asumir. La mayoría son motivos que analizados con calma son positivos, pero que aún así plantean cosas que no se me habían puesto delante antes.
Por razones que sería largo explicar aquí, he ido un par de veces al médico últimamente. Para descartar cosas feas que en su mayoría parecen ya descartadas, pero todos sabemos que entrar en una consulta médica, sobre todo cuando ya no tienes 22 años, puede poner sobre la mesa cuestiones que no siempre apetece escuchar.
Así que llevo desde enero con un nutricionista y desde hace semanas con un entrenador personal. No se trata de ponerse estupendo, sino de trabajar sobre hábitos. Se trata de que soy un adulto, varón, mayor de 45 años con sobrepeso prolongado en el tiempo y con unos cuantos sustos en la familia relacionados con el corazón. Así que todo esto me ha puesto delante escenarios sobre los que ni había pensado -nadie lo hace, supongo, hasta cierta edad y hasta que un día entras en una consulta porque te duele un codo y, sin haberlo imaginado, de pronto se abre ante ti un paisaje que antes estaba reservado a gente que tenía muchos más más años que tú y que no te apetece particularmente ver- y me ha animado a tomar decisiones en mi vida cotidiana.
Nuestra dieta en casa ha pasado a ser esencialmente vegana, lo que se conoce como una alimentación basada en plantas, para compensar excesos. Como mucho fuera, muchas veces por trabajo, y no siempre elijo ni cuánto, ni cuándo ni dónde. Esto, que en muchas ocasiones es un privilegio -otro día hablaremos de cómo son de saludables, como norma general, los menús degustación- en otras supone 20 minutos para un plato de menú del día en una gasolinera de Villalpando o para un bocadillo vete tú a saber dónde, así que no controlas sal, grasas ni un larguísimo etcétera. Por no controlar, no controlas ni lo que vas a cenar mañana, así que intento poner orden en la parte sobre la que sí que tengo alguna capacidad.
Ese cambio de dieta fue lo primero. Y estoy contento con él. He empezado a perder peso, pero, sobre todo, tengo una sensación general más ligera, más activa y, sorprendentemente, no añoro la carne o el pescado que, por otro lado, y de manera ocasional, están ahí.
Lo siguiente fue eliminar el alcohol. Insisto en que, como con la carne, no es un dogma ni es una ley estricta: si es por trabajo, es trabajo; si un día apetece, ese día se consume. Se trata de establecer hábitos, no de flagelarse; de minimizar la dosis. De ahí mi convencimiento de que es mejor beber menos para beber mejor. Es mejor para mí, se sobreentiende. Espero no ser nunca una de esas personas que toman cualquier tipo de decisión respecto a su alimentación y, de pronto, se convierten en predicadores. Que cada uno haga lo que quiera o lo que pueda.
Lo tremendo de esto es que te hace ser consciente de cosas. Por un lado está la presión social ¿Por qué no bebes? ¿Te pasa algo? ¿Te estás medicando? ¿No te gusta? ¿Estás con la operación bikini? ¿Pero, de verdad que no quieres? Cosa que no ocurre cuando decides saltarte el postre, no hacer determinado ejercicio o, yo qué sé, pedir que tu plato lo saquen sin la guarnición de brécol. Sin embargo, cuando hablamos de alcohol, todo el mundo necesita preguntarte, hacerte saber que lo ha notado, que tiene una opinión al respecto y en muchos casos que eres un aguafiestas.
Pides que te retiren las copas en un menú que está acompañado de vinos y primero te miran con extrañeza, luego, muchas veces, deciden no retirártelas y, por último, una vez que te las quitan, descuida, que cada vez que llegue un vino nuevo a la mesa te ofrecerán traerte una, no vaya a ser que no te has dado cuenta y te vayas a quedar sin probarlo.
E insisto: me gustan el vino, me gusta la cerveza y me gustan algunos destilados. Los que me gustan, claro, que no son todos y que no son, necesariamente, los que me proponen siempre. Ayer, sin ir más lejos, probé tres vinos estupendos en una cena y volví a casa feliz. Pero esto es algo que no siempre ocurre.
La otra cuestión que me preocupa de esto es que decidí tomar menos cervezas. No es que tomara tantas, pero son calorías prescindibles, al fin y al cabo, y todos de vez en cuando nos tomamos alguna con amigos, al salir del trabajo, el domingo antes de comer.
Lo de ir a una terraza y sentarme a pasar el rato me encanta, así que decidí que de vez en cuando esto me lo puedo permitir, pero en la mayoría de los casos prefiero prescindir de alcohol. Y ahí descubrí algo que no me gusta y algo que me asusta. Me gusta ir a una terraza, sentarme, que me pongan una tapa y dejar pasar el tiempo. Pero hay que ver lo complicada que está la cosa si no quieres refrescos azucarados o alcohol. Las alternativas, más allá del agua, van de lo triste a lo realmente espantoso. Gaseosa con edulcorante y rodajita de limón, tinto de verano sin alcohol y bajo en calorías ¿En serio?
Eso no es lo grave, sin embargo. Lo que me preocupó es que descubrí pronto que sin esa cerveza la experiencia me gusta menos, que hay días en los que decido no ir, porque, total... Lo que me hace dudar si lo que me gustaba realmente era el lugar, el ambiente y el conjunto o si eso es un envoltorio para la dosis de alcohol, por pequeña que sea. Y encontrarme esto así, de frente y de golpe, es algo que no resulta especialmente agradable.
Pensar y decidir
No lo sé, no tengo claro cual es mi caso, pero ver de pronto eso, asusta. El lado bueno de todo esto es que me hace ser consciente. No quiero ni necesito dejar de tomar alcohol, como no me hace falta ni me apetece dejar de comer carne. Es una cuestión de cuándo y de cuánto, de darme cuenta de lo que estoy consumiendo y decidir voluntariamente si quiero hacerlo, si prefiero una alternativa y ya me tomaré un negroni estupendo otro día.
Mi tensión sigue alta y mi peso, aún tras las mejoras, sigue por encima de lo que necesito. Así que me quité también el café. Todo supervisado por el nutricionista. Una vez más desde la misma filosofía: no quiero café porque sí, por defecto, de manera automática. Tomo café, poco, seguramente mejor en muchos casos, y probablemente lo disfruto mucho más. Pero el hecho es que ya no me tomo mi taza nada más levantarme. Y luego otra.
El dolor de cabeza que tuve durante cuatro días no se lo deseo a nadie y me hizo darme cuenta, una vez más, de que había ahí una dinámica que no me gusta nada y de la que ni me había dado cuenta, de que estaba tomando café porque necesitaba físicamente tomarlo, no porque quisiera o cuando quisiera. No era una cuestión de gusto, de placer ni de libre elección.
Todo esto no me lleva a pensar en mi cuerpo como mi templo ni nada por el estilo. Me hace pensar en qué como (o bebo) y por qué, en si me apetece realmente, en si me hace falta, en lo que me aporta y en lo que me resta. Y a partir de ahí, me hace tomar decisiones que antes, sencillamente, no tomaba. Y me hace, creo, disfrutar más de un buen café cuando decido que es el momento, de un vino compartido con amigos o de un spritz en la terraza del Vucciría de Federico, mirando al parque.
Me hace pensar también en cuánta gente estragada absolutamente he visto en mi mundillo y en que, resumiendo mucho, eso es algo que no quiero, si puedo evitarlo.
De la parte de ejercicio no hablamos, que esto no es un “Querido diario”, más que para decir que es una pieza más en este cambio que, evidentemente y aunque en términos generales me hace feliz, es eso, un cambio importante al que necesito adaptarme y un proceso que de momento, en algunos aspectos, me tengo que imponer porque me cuesta un mundo.
Eso, sumado al fallecimiento reciente de mi abuelo, el último que me quedaba y con el que tuve una relación particularmente estrecha, y a otras cosas, de esas que ocurren en todas las casas, hacen que estos estén siendo unos meses raros en los que, por un lado todo va bien, he descartado cuestiones médicas que podían ser preocupantes y he adoptado cambios con los que me siento bien y, por otro, me he dado cuenta de cosas que no me gustan particularmente y he tomado conciencia, por primera vez, del tiempo. Y no sigo por ahí, que la cosa está a puntito de deslizarse hacia lo cursi y no me apetece correr el riesgo.
Todo esto, en fin, sumado al cansancio postpandémico, a la volatilidad laboral y al contexto crispado del que no salimos me agota, me tiene como en una nube que lo amortigua casi todo y hace que haya pasado temporadas mejores. Sólo los mapas, los libros -aunque mi capacidad de concentración esté estos días bajo mínimos- y mi círculo más íntimo me saquen de esa burbuja.
Pasé el Covid hace unas semanas, no acabo de superar una afonía que se está alargando más de la cuenta. Supongo que cuando los médicos terminen de revisarme, cuando todos estos cambios se hayan ido convirtiendo en hábitos incorporados al día a día sin los esfuerzos que aún suponen a veces y cuando consiga tener todo el trabajo bajo control -12 años llevo repitiéndome esto último- las cosas irán evolucionando y la burbuja acabará por romperse.
Supongo, también, que unos días de vacaciones, al margen del ruido cotidiano, no harán daño, en ese sentido. Así que aprovecho para avisar de que en la semana de San Juan más que probablemente no habrá carta. Necesito tomar un poco de aire.
Dicho todo lo anterior: estoy bien, no hay noticias preocupantes y simplemente estoy un poco cansado. Gracias de antemano por el interés y por la preocupación.
Gracias por estar ahí una semana más.
Algunos enlaces
Una investigación de la Universidad de Exeter ha localizado más de 450 yacimientos y 950 km, entre canales y calzadas, pertenecientes a la cultura Casarabe, que se extendió por una parte de Bolivia entre los años 500 y 1400.
Lo interesante de este hallazgo es que, aunque se conocían algunos, nunca antes se habían catalogados tantos yacimientos de este ámbito cultural extendidos por una zona tan amplia, con una extensión equivalente a la de Gran Bretaña, ni se habían localizado algunos tan grandes, entre ellos dos con más de 100 hectáreas de extensión y en los que hubo pirámides de más de 22 metros de altura.
Y todo esto hace que la historia de la Amazonia precolombina, en la que tradicionalmente se pensó que no había grandes núcleos urbanísticos ni sociedades agrícolas a gran escala, tenga que ser revisada. Los yacimientos están, en algunos casos, cubiertos por la selva. En otros, se encuentran en una zona de marismas, así que los trabajos para avanzar en el conocimiento de esta cultura serán lentos, pero el hecho de pensar que hace 1.000 años había en el límite del Amazonas una cultura capaz de cultivar grandes extensiones, de construir centros rituales y de mantener una red amplia y compleja de vías de comunicación nos pone, una vez más, frente a nuestras ideas preconcebidas.
Lo que he visto
Esta semana he visto La Dama de Shanghai. Justo lo que necesitaba: buen cine clásico, la duración adecuada, un guion interesante y una fotografía espectacular. Sigo pensando que Orson Welles no era un gran actor, pero se le perdona por las otras facetas que sí dominaba.
Lo que he escuchado
Nunca creí ser muy aficionado a la música de Elton John. Y, sin embargo, si lo pienso, hay toda una serie de canciones que llevan ahí toda la vida y que, sin haber sido nunca mis favoritas, me sé de memoria.
Quizás hay algo en la sencillez aparente que hace que sean fáciles, pero no facilonas. Es algo que tiene que ver con el manejo de los acordes, con las inversiones, y que hace que lo que podría ser una línea ñoña de piano resulte mucho más interesante.
David Bennet lo explica bastante bien aquí.
Pero se ve de una manera mucho más práctica en Rocket Man, que aunque parece sencilla está llena de cosas que se salen de la norma y que la convierten en una pieza de orfebrería. Y en esta versión en directo, además, es tremenda.
Aunque Rick Beato lo explica mucho mejor que yo.
En otro orden de cosas, me da siempre mucho respeto todo lo que tiene que ver con el plagio. Y me lo da porque en en la primavera de 1993, cuando tocaba en bandas, llegué un día al local de ensayo con unas notas en un papel. La noche anterior, en casa, se me había ocurrido un riff de guitarra espectacular. Funcionaba estupendamente bien y, a partir de esa docena de notas, te permitía irte hacia donde tú quisieras.
Nos pasamos unas semanas ensayando, probándolo en una versión y en otra, bajándole el ritmo, alargándolo… hasta que un día lo escuchamos en la radio. Era la el comienzo de Eat The Rich, del disco que Aerosmith acababa de publicar. No era consciente entonces y no lo soy ahora de haberla escuchado antes, pero es evidente que lo hice. Quizás en la radio, sin prestarle atención, tal vez por la calle, en un autobús… No lo sé. El hecho es que ahí acabó mi carrera de compositor y empezó mi relación de amor-odio con el disco Get a Grip.
El riff en cuestión se escucha a partir de 0:43
Para los que estamos entrando, o más bien ya nos hemos paseado, por los "tratantos" siempre he conocido las dos opciones: ¡a vivir que son dos días! o ¡mas vale prevenir...!. En definitiva nada que los griegos no nos dijeran hace ya unos miles de años: ¡meden agan¡ o en cristiano viejo: ¡nada en exceso!. Cuídese maestro. Un abrazo,
He recordado, una vez más, a mi abuela. Cuando era crío y estabamos en algún parque pegaba la hebra con otras personas mayores. Mal que bien siempre había alguna persona que decía algo como "¡Qué malo es hacerse viejo!". Ella siempre respondía: "¡Peor es no llegar!" ;-)