Me pasó hace poco, no recuerdo dónde. Estaban asfaltando la carretera y tuvimos que pasar despacio. Ese olor me hizo pensar en el verano.
Porque podemos ponernos estupendos y decir que los veranos huelen a brisa del mar, a tierra mojada después de una tormenta al atardecer, a la siesta a la sombra de un pinar cerca del mar… Pero los veranos, al menos los míos, huelen también al chapapote con el que se protegían las bateas a las que íbamos a pescar. Esa mezcla de madera embreada al sol, salitre y sudor me trae el verano a la cabeza inmediatamente, me guste o no.
De hecho, el verano huele, en mi memoria, a toda una serie de cosas poco naturales y aún menos románticas: el chapapote de las bateas, el gasoil de los barcos mezclándose con el olor de las algas en la orilla; crema bronceadora, cloro de las piscinas. Quizás también a esa mezcla de hierba cortada, aceite caliente y combustión de los cortacéspedes. A resina de pino y a coche recalentado; a fruta que se quedó al sol en una bolsa. Y, sí, también a brisa marina, al rocío de la primera hora de la mañana (soy del norte. Aquí pasan esas cosas incluso en julio), a tomate maduro y a sombra de higuera.