Escribo desde un autobús entre Madrid y Granada. Es una historia largaa. Hace 24 horas no habría imaginado que estaría aquí, pero aquí estoy, tecleando en el móvil las notas que he ido tomando estos días de aeropuerto en aeropuerto mientras atravesamos el cinturón del puticlub del sur de Madrid ¿Nos paramos normalmente a pensar qué ocurre en esos clubs tan lustrosos, bien de luces y neones, que hay por docenas a los lados de las autovías? Da escalofríos pensar en quién trabaja ahí y por qué, en quién acude y por qué y en lo normalizado que lo tenemos.
Pero, como decía Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Aunque en alguna ocasión debería ser contada. El hecho es que aquí estoy, en algún punto cerca de Seseña. Así que hoy no habrá enlaces en la carta. Espero ponerme al día en próximas entregas. Si veis más erratas de lo normal en mi, achacadlas a los baches en la carretera.
Aeropuerto de Santiago. 15/03. 14:45
2022 se está empeñando en estar a la altura de 2020 y 2021, aunque esto empieza ya a ser un tópico agotado. Comenzó tranquilo, al menos en lo laboral, pero marzo nos está pasando por encima como una apisonadora. Cuesta no tener la sensación de que estamos haciendo a toda prisa todo aquello que teníamos aplazado, no vaya a ser que la realidad nos pare en seco mañana.
Eso se traduce en la imposibilidad de conseguir mantener una rutina, en la sensación de estar siempre de paso en casa y en la de llegar a todo por los pelos (Nota 18/03: o no llegar. Lo explico unos párrafos más abajo).
Esta vez el viaje es profesional y me pregunto si son necesarios tantos viajes de trabajo, si no habremos creado un sistema en el que hay que ir porque lo importante es estar, aunque dé igual dónde y por qué.
No hablo de nuestros viajes por carreteras secundarias. Esos son necesarios precisamente porque en principio no hacen falta. Y ahí, por lo general, es donde está la chicha.
Los otros, sin desmerecer a los que son interesantes, que por suerte son bastantes, son a veces un compromiso, un estar por estar. Un no perder comba y, al mismo tiempo, perder ritmo de trabajo.
¿Hay que aprender a decir que no? Es posible que sea así. Cada vez estoy más convencido de que el trabajo, nuestro trabajo, como escribir, no se define tanto por lo que haces sino por aquello a lo que renuncias.
Escribir es como podar. Es renunciar a opciones, quitar lo que hace sombra, lo que despista, hasta quedarte con lo que eliges. Me está quedando un párrafo un tanto neoplatónico, pero espero que se me entienda.
Nuestro trabajo,en este sentido, es similar. Es distribuir el tiempo limitado del que disponemos de la mejor manera posible. Y eso, más que optar por algo, es renunciar a lo demás. Me parece una forma bonita de verlo: un trabajo, un viaje, un texto es, en realidad, entresacar, decidir qué quieres hacer para hacer lo que en realidad quieres hacer.
Vuelo a Las Palmas. Últimamente me siento un poco como el escritor González Ledesma, el padre del periodista Enric González. Cuando lo conocí, pasados sus 80 años, en una cena en Cartagena, estaba feliz porque esa era la última de las ciudades españolas importantes que le faltaba por visitar. Ya se podía morir tranquilo, me dijo.
A mí me faltan tres provincias y alguna ciudad más. Poco a poco.
Por cierto, para los que habéis preguntado: Negroni está bien. Cristales de oxalato en la orina. Ya está medicado, con una fuente de agua nueva y con el carácter, quizás encantador sería exagerar un poco, de siempre.
Las Palmas, 18/03, 07:45
Estos días he pensado mucho sobre qué ofrecemos a los demás cuando queremos hablarles de nosotros, de nuestra cultura o de nuestra forma de ver el mundo. Casi siempre hay gastronomía dentro de esa selección.
No siempre somos conscientes, creo, pero es una de las primeras opciones a las que recurrimos cuando queremos explicarnos a otros.
Y no se trata tanto de lo que comemos (o bebemos) sino, sobre todo, de cuándo y con quién. Se trata de poner sobre la mesa nuestra pertenencia a un grupo y a un lugar, de decir “aquí comemos así”.
Cuando queremos tener una muestra de confianza con alguien, solemos invitarlo a tomar algo, a comer o, cuando esa muestra es especialmente significativa, a comer en nuestra casa.
No es algo que hagamos para alimentarlo. Lo hacemos para abrirle las puertas a nuestro mundo, para convertirlo en uno de nosotros. Lo pienso cada vez que salgo a uno de estos viajes en los que, al final, alguien quiere explicarte un lugar. Qué elige, cómo lo presenta, por qué…
La taxista, de camino al aeropuerto, me pregunta a qué me dedico. Le contesto que es complicado, pero hay atasco, así que tenemos tiempo.
Al pasar por la autovía me recomienda un bochinche. Me dice que sí no hubiésemos tenido ese atasco al salir, me llevaría a almorzar para que me lleve una idea de cómo es la isla de verdad. Hay que hablar más con la gente, aunque el cuerpo suela pedirme exactamente lo contrario, porque de ahí, a veces, sale oro.
Ojalá me encóntrase con frecuencia con más taxistas así.
Barajas, 18/03. 13:30
No se me va de la cabeza Kokomo, de los Beach Boys. Aruba, Bahama / C'mon pretty mama pertenece al mismo círculo del infierno que No hay marcha en Nueva York / Y los Jamones son de York, pero la canción se te incrusta en la cabeza y le cuesta salir.
Aquí estoy, esperando a Anna, que vuela desde Santiago, para embarcar juntos hacia Granada. Me siento un poco como un personaje de una comedia romántica de los 90, Tom Hanks esperando a Meg Ryan. Y no puedo evitar sentirme, al mismo tiempo, bastante ridículo.
15:30
Después de dos horas en el aeropuerto, no pude embarcar. Un problema con el billete. Es complicado. Al menos he tenido tiempo de disfrutar de la fantástica carta de presentación de nuestra gastronomía que es la oferta de restauración de la T4. Espero que se note la ironía.
La cuestión es que aquí nos vimos, de golpe, buscando una alternativa para dormir en Madrid y continuar viaje. Una ocasión perfecta para probar sobre el terreno uno de los mapas que formarán parte del Atlas de las Carreteras secundarias del que hablaba hace un par de semanas.
Legazpi, 22:00
Ahi estábamos, después de visitar la exposición dedicada a Munari en la Fundación Juan March, plato de oreja a plancha delante, explorando bares de barrio. Me sorprende que haya gente que no entienda lo único que es eso. Es Madrid. Lo único en lo que Madrid no se parece a cualquier otra gran ciudad.
Es el Madrid que llegó de Palencia, de Jaén, de Ribadavia en los años 50 y 60; el Madrid que conocí en el cambio de siglo en los bares asturianos y los asadores abulenses y que se ha ido transformando sin perder su esencia. Hoy los camareros, muchos dueños y parte de la clientela son inmigrantes de primera o de segunda generación. Las pupuserías conviven con los torreznos, los restaurantes de hotpot sirven copas a los señores mayores del barrio y el bar La Lastra, con su estupenda ración de oreja a la plancha, atiende a una clientela mixta de madrileños de toda la vida y gente llegada del Caribe. Madrid también es esto. Y esto sólo se encuentra en Madrid.
Terminamos entre empanadillas al vapor, cervezas y olor a fritanga poniendo cara, por fin, a Inma Garrido. El lugar es bastante improbable, pero los dimsum están muy buenos. Los Tres Cerditos. El restaurante, digo. No tengo confianza con Inma como para usar ese apodo. No, al menos, después de la primera cerveza.
Ha sido interesante pasar por Madrid, pese a todo.
Son casi las 12.Quedan 309 kilómetros. Y lo que venga después.
Gracias por seguir ahí una semana más.