Por la noche saco la mano de debajo de las sábanas, dejo que cuelgue a un lado de la cama y en pocos segundos noto a Negroni acariciándose contra ella.
El miércoles volvimos a casa después de una semana de viaje. El primer viaje por ocio en meses. Más de 2.000 kilómetros de coche, tres alojamientos, nueve provincias. Con estos, han sido 17 días fuera de casa este mes. Y, aunque en esta ocasión haya sido por placer, aunque haya vuelto razonablemente relajado, el cansancio está ahí. Un cierto cansancio al menos.
Suelo prepararme el desayuno descalzo, aún medio dormido. Mientras caliento la leche Korma se frota contra mis piernas. Estar en casa, cada vez más, está relacionado con las rutinas que he ido estableciendo con los gatos. Por mucho que el hotel, el apartamento o la casa rural sean estupendos, esto es lo que no pueden tener.
Han sido días visitando lugares en los que no había estado nunca. Recorrimos el Pirineo de Huesca y, aunque en general me ha gustado, vuelvo con algunos sentimientos encontrados.
Aínsa, por ejemplo. Uno de esos lugares de los que todo el mundo te habla, que aparecen en todas las guías. Uno de esos sitios que no te puedes perder. Sí, es bonito. Muy bonito.
Aunque tengo una duda ¿Es bonito o fue bonito? Me hace pensar en aquel compañero de clase que a los 15 años fue realmente guapo y que hoy, más de 30 años después, sigue siéndolo. En la foto de 1990. Porque en 2022 poco queda de toda aquella hermosura. Que es algo que nos pasa a todos en mayor o menor medida, pero que los guapos oficiales de la adolescencia suelen sufrir de una manera más palpable.
Aínsa es una foto. Una foto de un lugar que fue indudablemente bonito y del que ya solamente queda una imagen. Una imagen que sigue allí y que no se conserva en papel, pero una imagen que no tiene nada detrás.
Debería haberlo supuesto cuando, al acercarnos a Boltaña, empezaron a abundar las autocaravanas. O cuando, al llegar a la parte baja del pueblo, un cartel nos indicó el aparcamiento para visitantes. Tal vez cuando, al llegar, vi que el aparcamiento, en realidad, eran tres, uno de ellos para autobuses. Los tres de pago. Había otros tres al pie del casco histórico.
Tal vez debí imaginarlo cuando en la Plaza del Castillo me encontré con un mercadillo de artesanía con productos tan relacionados con el entorno como el café de especialidad. O cuando las sombrillas, todas iguales, me impidieron hacer cualquier foto de la Plaza Mayor que diera una mínima sensación de sitio en el que vive alguien. 8 terrazas y tres hoteles solamente en esa plaza, la plaza principal de un pueblo de poco más de 2.000 habitantes.
23 hoteles, complejos de apartamentos y alojamientos rurales en el casco urbano. Airbnb ofrece 56 viviendas turísticas, que no serán todas, porque hay otras plataformas, hay quien las comercializa directamente, etc.
Y gente, muchísima gente. El lugar es objetivamente bonito, es cierto, su ubicación es inmejorable. Pero no puedo evitar pensar en él como un cadáver hermoso. Sé que, pese a mis quejas, esto es algo que deja mucho dinero en el pueblo, que probablemente haya frenado su despoblación (la población, de hecho, ha crecido un 10% en las últimas décadas) y que sin duda, a la vista está, tiene muchísimos incondicionales que probablemente no están nada de acuerdo con lo que estoy diciendo.
Pero al mismo tiempo me pregunto cuánta gente del pueblo ha ido alguna vez a comer al restaurante con estrella Michelin de la plaza con menús que empiezan en 90€, cuántos han comprado algo en las tiendas del casco histórico, lleno de rincones y de fachadas con flores, y en qué se diferencia eso de un parque temático. Qué cambia si el ayuntamiento reinventó el sitio a partir de los años 90, dando ayudas a la rehabilitación para que todo encaje, o si lo construye Disney, en la misma época, en las afueras de París.
Escribo con Negroni a poco más de medio metro. Tiene su cama a los pies de mi silla. De vez en cuando levanta la cabeza, hace un ruido si no me doy por enterado, y pide una caricia. Es de las pocas interrupciones que no hacen que me distraiga de lo que estoy escribiendo.
Me paso el resto del viaje con dudas, con un cierto mal cuerpo. Quizás soy yo. Puede que esté siendo injusto y que me esté convirtiendo en un maniático. El viaje sigue rio arriba al lado del Cinca y acabo dándome un baño que hace que la cosa se me pase un poco. Habrá sido el agua helada.
Sin embargo, la incomodidad sigue ahí ¿Cómo puede un lugar bonito provocarme rechazo? Me pongo a leer sobre gestión turística y, en todo lo publicado en los últimos cinco o seis años encuentro una serie de términos que, por lo que sea, no llegan al público general, pero que resultan reveladores y, al mismo tiempo, descorazonadores: overtourism, sobresaturación, vulnerabilidad turística, capacidad de carga, ciudad para la vida cotidiana frente a la ciudad escaparate.
Desposesión de los habitantes. Esto, sobre lo que he pensado mucho y sobre lo que he escrito algo, aunque sin saber que existía el concepto, me preocupa. Las ciudades -algunas ciudades, algunos pueblos, algunas comarcas- ya no pertenecen a sus habitantes, que habitan allí, pero que ya no poseen los espacios. No los poseen simbólicamente, muchas veces tampoco materialmente.
Y leo sobre un índice, propuesto por el profesor Manuel de la Calle, que me hace pensar de nuevo en Aínsa, pero también en mi ciudad. Es un índice que señala las etapas que llevan a la sobresaturación turística, a un punto en el que los perjuicios del turismo empiezan a ser mayores que sus ventajas. Un índice que no es matemático, que es relativo, pero que todos podemos aplicar a nuestro lugar de residencia, para ver más o menos en qué fase estamos, y que tiene las siguientes etapas:
1- Mayor presencia de visitantes es espacios centrales de la ciudad.
2- Incremento de actividades directamente enfocadas al turismo en esa zona de la ciudad.
3- Reorientación de cada vez más negocios de la zona al consumo turístico.
4- Conversión de la vivienda en mercancía turística.
5- Creación de un paisaje urbano en el que predominan los elementos turísticos / Pérdida de la cultura y la cohesión del vecindario.
¿Para qué queremos el turismo? Quizás no nos hemos detenido -como individuos, como ciudades, como destinos, como sociedad- a pensarlo demasiado. Quizás ahora es un buen momento.
Queremos turismo porque trae a gente, que trae dinero, que genera negocio. Y porque, en el proceso, genera imagen de marca, así que vendrá más gente, con más dinero… básicamente es esto.
Y de ahí ese mantra, que escuchábamos cada verano antes de la pandemia y que volvemos a escuchar cada vez con más frecuencia: este verano vienen más visitantes extranjeros que… Este año se batirá el record de turistas con un total de… La previsión es que en los próximos meses nos visitarán más turistas que nunca, etc. etc.
Todo bien. Más turistas quiere decir más dinero, más negocio, más trabajo ¿Qué problema hay? Yo tiendo a imaginarme todo esto como un globo que vas hinchando y es cada vez más grande, más resultón, más lustroso. Lo inflas un poco más y parece que brille. Un poco más. Está reluciente, nada que ver con el globito que teníamos hace un momento. Un poco más. Va costando, pero vale la pena. Un poco más. Un poco más. Un poco más. Hasta que explota.
Es algo que ocurre. Los destinos turísticos llegan a un punto de no retorno. Los visitantes, por explicarlo de una manera bastante tosca, son como granos de sal en un vaso de agua: al principio no se notan. Vas añadiendo más y se disuelven en su entorno, convirtiéndose en invisibles. Tienes que añadir muchos para que, en algún momento, el agua empiece a volverse blanquecina, ligeramente turbia, algo más espesa al removerla y notes que están ahí. Pero sigue siendo agua. Hasta un punto. Llega un momento en el que la sal no se disuelve y empieza a amontonarse en el fondo. Ya no tienes agua: tienes sal más o menos húmeda.
Con los destinos ocurre algo parecido: tienen una capacidad asombrosa para recibir visitantes, muchísimos. Hay lugares, como Sanxenxo, que según algunas estimaciones multiplican por 20 su población en algunos momentos de la temporada alta.
Pero todo tiene un límite. Y hay un punto en el que algo se rompe. El turismo es bueno mientras el balance entre los beneficios (trabajo, dinero, imagen de marca…) y los perjuicios (deterioro, mantenimiento, distorsión de las dinámicas sociales) es positivo; mientras hay más ventajas que inconvenientes. Hay un momento, sin embargo, en el que quizás el gasto medio del visitante no sube, en el que la presencia de alojamientos turísticos empieza a desplazar a la población local, en el que calles o barrios enteros se vuelven intransitables para los habitantes durante meses enteros.
Y ahí es donde la cosa empieza a ir hacia abajo: el público de mayor poder adquisitivo va desapareciendo, aunque las cifras se mantengan o crezcan. Hay más gente, es decir, hay más deterioro, pero hay menos beneficios. Y puede, incluso, que empiece a haber menos gente, lo que lleva a que los alojamientos, los restaurantes y los negocios enfocados al visitante entren en una lucha de precios a la baja. Y eso sigue bajando el gasto medio en una rueda que es difícil de parar.
Al mismo tiempo, esa masificación lleva por defecto (no lo digo yo, lo dicen unos cuantos estudios) a una precarización del empleo en la zona y a que el dinero que llega se vaya concentrando cada vez en menos manos. Y de pronto, aquel globo enorme y brillante ya no nos gusta tanto. Porque ha estallado, porque lo hemos pinchado y ahora es un trozo de plástico arrugado que no tiene ninguna gracia.
Es bastante difícil escribir sobre esto y no acabar dando la sensación de que quieres un turismo de élite, destinado solamente a quien pueda pagárselo. Aunque no sea así. Pero esto nos lleva, después de todos estos párrafos, a la pregunta del principio ¿Para qué queremos que venga mucha gente? ¿Es mejor que vengan 10 que gasten 1 cada uno o que venga 1 que gaste 10? ¿A dónde va, en cualquier caso, ese dinero? ¿A quién beneficia?
¿Cómo ha mejorado la vida de los habitantes de la ciudad / pueblo / valle, en su conjunto, en los últimos diez años? ¿Cómo parece que va a mejorar en los próximos diez? ¿Hay zonas de tu ciudad a las que ya no vas en según qué momento del año, lugares del entorno que no visitas en temporada alta? ¿Es más difícil ahora alquilar o comprar una vivienda en según qué zonas? ¿Te cuesta más tener servicios básicos como supermercado, banco,tiendas de ropa o librerías si vives en barrios muy turistificados? Si es así ¿Por qué? ¿No eran todo ventajas?
Aínsa, decía (como podría haber dicho Combarro, Ronda, Guadalupe, San Andrés de Teixido o Taramundi). Uno de esos sitios que no te puedes perder ¿Por qué? ¿Por qué todos tenemos que ir a los mismos sitios, disfrutar de lo mismo, tener los mismos gustos? ¿Qué pasa si te lo pierdes y te vas a un pueblo dos valles más allá? Tal vez esto es algo a lo que deberíamos darle una vuelta también. Es que es el más bonito de… ¿Y qué? Qué manía con lo más bonito, lo único, lo mejor, lo único, el más qué; qué necesidad de hacerse la foto en el sitio que nos han dicho que es especial y que, de paso, nos ahorra el esfuerzo de decidir qué es especial por nosotros mismos.
Hay destinos que publican,incluso, guías que te explican el lugar exacto para hacer la foto. Esa foto que se hace todo el mundo. Y eso, desde mi punto de vista, es el antiturismo.
Llegada una hora, Korma me avisa de que va tocando ponerle la cena. No tiene ningún sentido, porque tiene siempre su cuenco con comida disponible, pero llegado ese momento decide que necesita un momento de atención. A veces inmediatamente, a veces pasado un rato, me levanto, voy con él hasta su cacharro y lo relleno si hace falta. Algunas noches simplemente hago como que añado comida, si ya tiene suficiente. Él asiste y se restriega contra mi brazo. Negroni viene detrás y mira desde la entrada de la cocina. Y esas cosas son estar en casa.
Quería escribir también sobre todo lo que disfruté en el viaje, sobre los valles occidentales, sobre lo bonito que fue ir a Ansó o a Hecho y encontrar un ambiente completamente distinto; remontar el río Aragón-Subordán y no encontrar ni una autocaravana; sentarnos en un campo, a su orilla, y no escuchar el ruido de un motor durante casi media hora. Internarme por un camino de monte para fotografiar la genciana y no escuchar ningún ruido, ni una voz. No ver a nadie. Me habría gustado hablar de lo agradable que me pareció el centro de Jaca, de la sorpresa de lugares que no están entre los que te cita todo el mundo, como Ruesta, y de la cierta decepción, por los motivos que he ido contando hasta aquí, de lugares como Sos del Rey Católico.
Quería escribir sobre cómo también los lugares no masificados en los que no puedo evitar pensar “aquí sí” me provocan, a veces, cierto conflicto. Porque el turista soy yo. El que llega, distorsiona el lugar, viene con sus expectativas y sus necesidades a un lugar al que no pertenece, en el que no sabe qué pedir en el bar. Y eso, a mí, que me paso la vida quejándome de los otros, me hace darle muchas vueltas. Porque en esas ocasiones yo soy los otros. Y vuelve a ser una cuestión beneficio y perjuicio, imagino, de respeto y de intrusión. Pero es complicado y lo mínimo que podemos hacer, sobre todo los que trabajamos en algo que de algún modo tiene que ver con este sector, es pensar sobre ello.
Quería hablar también de ensaladas mixtas, y de cómo son la verdadera caja de sorpresas de la cocina española; una caja de sorpresas en la que cabe todo. Pides una ensalada mixta, que muchas veces es la única opción levemente vegatal de la carta, y no sabes que esperar. Sabes que habrá lechuga y tomate, en principio, pero poco más. Puede haber huevo. O no. O atún, pimiento, maíz dulce. Puede haber cebolla crujiente (me pasó esta semana) o cruda, espárragos, atún, brotes de soja en conserva. Puede haber anchoas, pan frito, pepinillos, algún aliño creativo, semillas de lo que sea. Palmito. Es uno de los grandes misterios de la humanidad.
En fin, que me lio. Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Ya que me he puesto intensito con el turismo, el enlace de esta semana es para quien quiera saber más del tema. Para eso, para saber por dónde van los tiros en investigación en los últimos años -y para que la lectura te deje un cierto mal cuerpo, seguramente- te recomiendo el libro Sostenibilidad Turística: Overtourism vs. Undertourism, que recoge las actas del Coloquio sobre Geografía del Turismo, Ocio y Recreación celebrado en 2020 entre Barcelona y Menorca y que puedes descargar en el enlace. Más de 600 páginas de estudios que hablan, también, de la cara fea que se le está viendo desde hace unos años a todo esto.
Lo que he leído
Durante este viaje leí El Mundo, de Juan José Millás. No es un libro que me vaya a cambiar la vida, pero está bien escrito, se lee con gusto y te deja buen sabor de boca. Y no pido más para una lectura de verano.
Lo que he visto
Tenía muchas ganas de ver Doctor Sleep, la secuela reciente de El Resplandor. Y, aunque se deja ver, me deja, como tantas secuelas, con una cierta sensación de ¿hacía falta?
Es entretenida, aunque en algún momento se les vaya un poco de las manos, pero probablemente en un par de semanas ni te acuerdes de la mayor parte de lo que ocurre en ella. Pero, bueno, verano, vacaciones ¿Por qué no?
Lo que he escuchado
Es curioso, estoy escuchando mucho más Britpop ahora que en 1995, cuando estaba convencido de que no me gustaba. Tal vez me gustaba y me resistía a verme así, yo qué sé.
La cuestión es que, cuanto más pasa el tiempo, más me doy cuenta de que el grupo que más me interesó de todo aquello, mucho más que Blur, Oasis y sus peleas de patio de colegio, es Suede.
Hace unos días Paul McCartney, con 80 años, sacó a Dave Grohl a cantar junto a él, en el festival de Glastonbury, Band On The Run. Es la primera vez que Grohl se sube a un escenario desde el fallecimiento de Taylor Hawkins. Y pone un poco la piel de gallina.
En lo que se refiere a la riqueza económica de un lugar el turismo supone lo mismo que las grandes superficies :-/
Saludos,
Jose