A favor de perder el tiempo
Mi trabajo tiene una parte mecánica, como todos. Menos que la mayoría, pero la tiene. Hay una serie de horas que tienen que ver con rellenas formularios, presentar papeles, hacer llamadas, trámites, etc. Pero el resto es básicamente creativo. Es decir, consiste en buena medida en perder el tiempo.
Consiste en perder el tiempo si lo vemos desde una óptica clásica en la que podría hacer más cosas -mecánicas- en el mismo intervalo. Ayer me hablaban de una cadena de montaje en la que cada operario tiene una luz roja que se enciende si su ritmo es lento, una verde si el ritmo es el correcto y una azul si va por encima de la media. Por supuesto, la empresa espera que todas las luces estén siempre en azul. El verde no es suficiente.
Mi trabajo no funciona así. Da igual que esté escribiendo algo, que vaya a presentar a alguien; da lo mismo que se trate de una charla o de darle forma a un itinerario que alguien recorrerá para descubrir un sitio. Eso, la parte visible, supone un porcentaje mínimo del tiempo.
Una charla de 40 minutos o un texto de tres folios son, en realidad, lo de menos. El trabajo es todo lo que lleva hasta ahí. Uno no puede escribir tres folios, hacerlo 15 veces al mes todos los meses y no repetirse -no agotarse a uno mismo- si no consigue meterse en ellos. Ese es el trabajo. Es imposible hacer una charla hoy aquí y mañana otra distinta en cualquier otro lugar si no hay detrás horas de trabajo.
Y ese trabajo, en buena medida, consiste en poner la mente en blanco. En entrar en el tono. En perder el tiempo. En pensar. En pensar con la cabeza post-pandemia, que no es ni mucho menos la que era antes. El agotamiento, la impaciencia, la irritabilidad y las dudas están ahí. Y pesan. Hay que hacer el mismo recorrido que ya antes exigía un esfuerzo, pero con una mochila adicional que uno no sabe hasta cuándo va a llevar encima, aunque empieza a tener la sensación de que está para quedarse una temporada.
Eso es lo complicado. Eso es lo que mucha gente no entiende. Escribir unas páginas de trámite no es un problema. Cualquiera con un mínimo de oficio puede hacerlo en unos minutos. Lo difícil, al menos para mí, es decidir qué quiero contar -en función de lo que conozco, en función del cliente, en función del tiempo que tenga y de la extensión- y meterme ahí.
Vestirme con ese texto, con ese proyecto, conseguir que durante unas horas sea lo único que importa; adaptar el tono al formato, al medio y al tema. Salir de mi lugar de todos los días para conseguir meterme en ese otro.
Esas horas, a veces días, son la parte dura -y al mismo tiempo tan bonita- del trabajo. Hay una parte de documentación en la que doy las gracias a mi formación de historiador, pero hay, sobre todo, una parte de vaciado, por ponerle algún nombre, de conseguir ponerte en el tono adecuado, de salir de todo lo demás -de la rutina, del texto anterior, de la notificación que te acaba de llegar de Hacienda, de que el martes tienes revisión en el médico, de la factura que tienes que enviar antes del viernes- para entrar. Una vez que entras, al menos para mí, es cuestión de minutos.
El otro día hablaba de escribir como un proceso de limpieza, de poda. De alguna manera este proceso de llegar al tono correcto es parecido. Pienso en él como un cañaveral denso, en cuyo interior es imposible dar un paso. Allí dentro, en algún lugar, está el texto, el proyecto, la charla, el dossier que necesitas. El trabajo no es ese proyecto o esa charla. El trabajo es sacar el machete y conseguir llegar a él.
Esas horas son horas de llenas libretas con anotaciones de diferentes colores, de arrancar hojas, de escuchar música mientras pones orden en lo que sabes sobre ese tema y tratas de recordar en qué libro estaba aquella referencia que necesitas. Esas horas están llenas de primeras frases que no van a ningún lado, de callejones sin salida, de músicas que te llevan a otras músicas aunque al final descubras que no has llegado a donde querías. Para que una primera frase funcione, normalmente, tiene que haber media docena antes que no sirvan. Esa frase es la difícil. Es la que puerta. Es la que te dice que ya estás ahí, por fin, o que todavía no.
Lo mismo ocurre con otro tipo de encargos: “necesitamos que desarrolles una ruta de 48 horas para un grupo de prensa por la comarca X. Tienen que ver, al menos, esto y aquello, y el coste máximo es Y”. Todos sabemos que, si vas a Segovia, lo suyo es que vean el acueducto. Eso no es trabajo, es una obviedad. El trabajo, en realidad, es otro. Es decidir cómo van a Segovia, quién los lleva, por dónde, qué paradas hacemos, qué tiempos hay entre el punto A y el punto B, considerando que hay que parar a poner gasolina y otra vez para tomar un café; es decidir si ese monumento que está a 8 kilómetros de la autovía encaja esta vez, de camino hacia el acueducto. Es saber dónde se va a aparcar, qué entradas o permisos hacen falta, dónde se consiguen, quién va a por ellas. Es sorprender, mantener la atención, crear expectativas. Es darle un sentido coherente al conjunto y que todo encaje con los tiempos, los gustos y el precio.
Es, en definitiva, tiempo. Tiempo que yo a veces ocupo en rebuscar en internet, pero que otras veces necesito pasar caminando por la playa o bajando a la biblioteca pública a leer sobre, yo qué sé, edificios románicos. Es tiempo delante de un café en un área de servicio, a veces. O dando una vuelta por un polígono industrial. No sería la primera vez. Es ese tiempo, en realidad, lo que diferencia un trabajo creativo de lo que hace Google Maps.
Es ese tiempo el que a veces te lleva a sitios a los que no llegarías pensando sólo en la productividad. Y no lo digo en un sentido figurado, que también, sino, sobre todo, en un sentido real. A veces es una foto que haces en un lugar por el que no tenías pensado pasar, en ocasiones es una charla con la persona que te atiende en la panadería, otras es una frase subrayada en un libro que llevas en la maleta. O un cardo en una cuneta. Nunca sabes dónde va a estar.
Y otras es parecido a lo que ocurre con el cemento. Es el tiempo necesario para que fragüe y para que se asiente. No va a salir mejor por mucho que te empeñes en recordarle la prisa que hay.
Por eso escapo de los aeropuertos, a los que estos días me ha tocado volver con más insistencia de la que me apetecería. Porque son no-lugares. Por eso prefiero viajar en coche, aunque sean 900 kilómetros, porque implica horas y calma, paradas, lugares, fotos, charlas; a veces supone quedarte en un hotel en un sitio en el que nunca habías estado y salir a pasear, tomar algo, visitar algún monumento o simplemente callejear.
El aeropuerto es más rápido, pero es calor, prisas, buscar un hueco no demasiado incómodo en el que pasar un rato tranquilo, es comida de esa que te quita las ganas de vivir, sentarte entre dos desconocidos y tratar de garabatear algo en una libreta sin darle demasiados codazos a quien tienes al lado; colas, una mano ocupada con la chaqueta y la maleta y la otra intentando que el billete y el DNI resulten visibles. Mantener la batería suficiente en el móvil, localizar un baño que no sea un deporte de riesgo. Si hay un entorno que capa cualquier posibilidad de creatividad, ese es un aeropuerto.
¿Sobre qué restaurante voy a escribir? ¿De qué hablo en el próximo texto? ¿Cómo cuento esa historia que ya se ha contado antes cien veces? ¿Cómo le damos forma a este evento para que le guste a quien lo promueve, para que tenga contenidos y llegue a su audiencia? ¿Por qué es interesante lo que hace esa quesera? ¿Cómo mantengo la atención de esas personas que vienen a escucharme hablar sabiendo que no soy un mago de la comedia y que mi timidez sigue, pese a todo, ahí?
Ese es el trabajo. Eso es el día a día que hay que hacer encajar con compromisos, obligaciones y visitas de trámite; con llamadas -no me llaméis por teléfono. Tenéis ahí whatsapp, el correo o mensajes directos en media docena de redes sociales, cosas que no me desconectan y me hacen volver a empezar otra vez desde cero- con papeles, con clientes, con el taller del coche, con cocinar, con ir a la compra. Eso, no los texto o las charlas, es el verdadero trabajo. No hacer nada para que todo, al final, vaya saliendo.
Gracias por estar ahí una semana más
Algunos links
Sobre Rusia, Ucrania y qué pinta China en todo esto escriben en The Economist.
La trehalasa, una enzima que tenemos en el intestino delgado (algunos, como yo, tenemos menos trehalasa, por lo visto) y que sirve, entre otras cosas, para degradar la trehalosa presente en setas como los boletus. O, lo que es lo mismo: por qué un poco de boletus en una salsa me tiene fuera de juego durante 36 horas, tal como me pasó ayer, sin ir más lejos. Si sois profesionales de la salud y tenéis más datos al respecto, me encantaría saber más.
Si tienes tiempo y entiendes bien una charla en inglés, esta entrevista -que he visto a saltos- con el antropólogo de la alimentación David Beriss, bajo el título What Are People Claiming When They Say a Food Is Local? vale la pena.
Lo que he leído
Estoy leyendo Por el Mar de Cortés, de John Steinbeck, uno de los escritores de aquella generación que, para mi gusto, mejor han aguantado el paso del tiempo.
Llegué a Steinbeck por sus Hechos del Rey Arturo, hace ya un montón de años, y desde entonces ha estado siempre ahí. Por El Mar de Cortés me interesa porque sigue siendo el Steinbeck que reconozco, pero al mismo tiempo combina el libro de viajes y esa cosa tan complicada que es conseguir hacer que cualquier tema -en este caso la recolección de especies biológicas marinas- pueda engancharte.
Siempre quise hacer un viaje en coche por el sur de la Baja California. Después de leer este libro, tengo aún más ganas.
Lo que he visto
Ex Machina, de Alex Garland (2015) se basa en la relación de dos investigadores con la primera inteligencia artificial capaz de equipararse a la humana, que tiene forma aproximadamente femenina.
Tres intérpretes, una casa. Es casi una pieza teatral. No te cambia la vida, pero es interesante. Y me hace estar aún más convencido de que Oscar Isaac es uno de los actores más versátiles de su generación. Qué bien estaba, por ejemplo, en Inside Llewyn Davis y qué presencia tan imponente en Dune que, por otro lado, se me quedó un poco en ropajes y presencias imponentes. Muy bien elegidas, eso sí.
Lo que he escuchado
Esta semana he estado leyendo sobre lo que en música rock se conocen como Ice Cream Chord Progression, la sucesión de acordes (normalmente Do, La menor, Fa y Sol) que define casi todo un género.
Si no tocas un instrumento, esa sucesión, así, por escrito, no te dirá nada. Pero si te digo All I Have to Do Is Dream, de Buddy Holly o Unchained Melody seguro que la reconoces de inmediato. Está ahí y en docenas de temas más que se han convertido en clásicos.
Lo que me interesaba en este caso es cómo esa nota menor (el La menor, en este caso) da una atmósfera a la sucesión que nos hace pensar inmediatamente en los años 50. Gracias a ella, el conjunto es alegre, pero tiene un punto melancólico que lo hace mucho más interesante.
¿No lo ves claro? Pues piensa en Earth Angel, que para los que no somos de los 50 y nos criamos en los años 80 seguramente es el ejemplo más próximo, ya que es el tema de la escena del baile en Regreso al Futuro.
El tema original es de 1954, de The Penguins. Los primeros segundos son los cuatro acordes en cuestión.
En la película grabaron una versión propia, con un cantante ficticio, Marvin Berry, que resultaba ser primo de Chuck Berry y que en la actualidad, ya en la vida real, sigue dando conciertos bajo ese nombre.
Si como yo te criaste con esta película, este momento, un poco ñoño, en el que Cold Play sube al escenario a Michael J. Fox seguramente te gustará (a partir de 2.45).
El tema -la sucesión de acordes- sigue funcionando igual de bien hoy. Como muestra, la versión que Death Cab For Cutie grabó en 2005.
Pero, en fin, a mí lo que me trajo hasta aquí era la sucesión de acordes. O, más en concreto, ese acorde menor, ahí, en el medio. No soy un músico con formación. Toco la guitarra desde hace 35 años, pero no cursé ni una hora de solfeo, así que a veces me entretengo en cosas que a cualquier músico reglado quizás le parezcan una obviedad. Y esta es una.
Si ese acorde menor consigue crear una atmósfera tan particular ¿qué ocurriría si se juega con los menores en otras sucesiones similares, quizás en otras posiciones, quizás añadiendo algún menor más? Los músicos de los 50 se dieron cuenta de que ahí había un filón. Y lo exploraron.
Por ejemplo los italoamericanos Santo & Johnny, de los que ahora no se acuerda demasiada gente, pero que tuvieron su mayor éxito con Sleepwalk en 1959.
A lo mejor te suena más esta versión de Stray Cats, que es una barbaridad:
Fijate en el solo de guitarra que hay a partir de 0:40. Para mí es una influencia clarísima en otro tema, también de mi época de adolescente, Crazy, de Aerosmith, que no es la mejor composición de la banda, pero que rescataba aquella atmósfera de los años 50 para comienzos de los 90.
Ahí están de nuevo esos acordes menores que lo cambian todo, el segundo, como en la sucesión clásica, y el cuarto. Pero vete al solo (a partir de 03:15). Las similitudes con Stray Cats, con Santo & Johnny y, de rebote, con The Penguins y tantos otros siguen ahí. Lo de que Liv Tyler no sea de este mundo en este video es irrelevante para el caso que nos ocupa.
¿No hablábamos de perder el tiempo? Pues eso.