Esta semana debería haber estado en Jaén, pero no siempre uno puede estar donde querría estar. A cambio, entre obligación y obligación, pude escaparme apenas 24 horas a las cuencas mineras asturianas.
Qué bonito es volver a esa comarca por segunda vez en pocos meses y ver que la sensación de que hay cosas allí que se están moviendo parece confirmarse. Qué ilusionante es que haya vida (también gastronómica) más allá de las ciudades y de los grandes centros turísticos.
Y qué bonito, pese a todo, volver a ver a gente con cierta normalidad. Digo lo de pese a todo, porque las cifras no paran de crecer, porque ayer hubo en España 38 muertos por Covid-19 y porque todo en nuestro entorno parece indicar que más pronto que tarde volveremos a tener restricciones. Los últimos estudios apuntan a que el rebrote brutal que se vive en Europa responde a tres factores: frío, bajada de la humedad en ambientes cerrados y masificación en interiores. Por eso la Europa del este, donde el frío llega antes, va tristemente por delante, por eso poco a poco la ola se traslada hacia el oeste y por eso, con la navidad, las fiesta, la calefacción que hace que baje la humedad en esos interiores en los que nos gusta apiñarnos y nuestra poca memoria enero da bastante miedo.
Portugal lo sabe y sabe también que la gente se reunirá en navidad, pase lo que pase. Por eso decreta una semana de confinamiento en enero, para que sirva de dique de contención. Aquí lo sabemos también ¿Quién no lo tiene claro? pero seguramente cruzaremos los dedos para que no pase nada. Y ya luego, si pasa, iremos viendo y diremos otra vez que no se podía saber.
Temporada
Aún así, con ese miedo y con toda la prudencia, vimos a gente, charlamos, recordamos cómo eran las cosas antes de todo esto. Y en una de esas charlas hablábamos sobre los productos de temporada que poco a poco van dejando de tener temporada.
Hay ya guisantes lágrima en el mercado. Antes empezaban entre finales de enero y febrero. Los últimos los comí antes del verano. Lo que era un producto local de unas pocas semanas se encuentra, ahora, durante 8 meses cada año, en cualquier parte. O los erizos, que eran de después de navidad y que ya están en la carta de restaurante. Las trufas, que se recogen aún verdes, sin aroma, y cuando ya no quedan se traen congeladas de Australia. Las angulas, el bonito, los espárragos, las colmenillas, las alcachofas…
Si no hay una veda, un paro biológico que nos detenga, nos empeñamos en borrar las temporadas, una obsesión infantil por tenerlo todo siempre que tiene dos consecuencias: la primera es que parte de lo que era especial de esos productos, la espera, el encontrar el momento justo, el dar con el productor que sabía leer el producto y sabía cuándo sí y cuándo no, desaparece. Todo está disponible siempre y acaba por perder interés.
Lo segundo es que, empeñados en adelantar las fechas, recolectamos trufas que no están maduras, guisantes que no tienen todo el sabor, agotamos las cuotas que nos corresponden de bonito (como me decía alguien que sabe de esto más que yo) antes de que el bonito haya llegado a su mejor momento. Nuestras prisas devalúan el producto.
Amargo
Yo lo achaco a la misma infantilización del paladar que hace que prefiramos los pescados sin espinas, las carnes que no hay que masticar demasiado, las guarniciones dulces y las verduras poco amargas. Y me opongo: quiero temporadas, quiero tener que morder, quiero rebuscar entre las espinas. Quiero guarniciones ácidas, terrosas, quiero verduras amargas. Quiero setas que solo aparezcan durante un mes, quiero lamprea de final de enero a marzo y no quiero alcachofas en agosto o bonito en enero; quiero escarolas, endibias, puntarelle, achicorias, radicchio. Quiero pimientos de Padrón que a veces piquen a rabiar, porque eso son los pimientos de Padrón.
Si hay algo mágico en esto de la cocina son el calendario y la domesticación del paladar. El tiempo. La paciencia. Cada cosa en su momento y, luego, a esperar hasta el año que viene. Sabores que exigen un aprendizaje, un entrenamiento; sabores que son contraintuitivos. Sabores que al principio pueden costar, del mismo modo que hay libros, películas, obras musicales, cuadros o esculturas que a veces cuestan, que hay que entender y desentrañar. Como ocurre con el tabaco o con la cerveza, antes de que nadie me acuse de ponerme elitista. Si te gusta el tabaco es porque en algún momento te empeñaste en que te tenía que gustar.
Suelen ser esos artefactos, los que exigen algo más que dejarse estar, los que necesitan que queramos entenderlos, los que nos dan más satisfacción cuando conseguimos descifrarlos. Al menos a mí. Es la diferencia entre una Coca-Cola y un Campari, para que nos entendamos. Entre un terrón de azúcar y una alcachofa. Lo fácil no siempre es lo más interesante.
Fermentados, acidez, hongos, mohos, descomposición. Queso, vino, pan, cacao, cerveza, encurtidos. Yodados intensos, texturas complejas. Ir, a veces, en contra de lo que te diría tu instinto. Si no lo hiciésemos, no habríamos probado nunca el yogur, no habríamos chupado la cabeza de un langostino. No habríamos descubierto algo tan mágico como el Penicillium Roqueforti, el hongo que hace que los quesos azules sean azules y sepan a queso azul.
En contra del éxito
Pienso mucho últimamente en qué es lo que nos interesa del éxito. En por qué nos empeñamos en no hablar más que de los que triunfan. En qué nos hace estrechar tanto nuestras miras y no ver todo lo que hay alrededor.
Hace años empecé a escribir un relato. Era la historia de un atleta que siempre quedaba el segundo. Aunque no soy escritor de ficción,y por eso el relato se quedó a medias, esa historia me parecía fascinante, porque siempre contamos la otra, la del que vence. Lo reducimos todo, como con los sabores, a una historia de buenos y malos, a un relato fácil de victorias y logros, de cosas con las que nos identificamos a la primera. Nos encanta pensar que vivimos en una película de superhéroes permanente. Y, sin embargo, la historia del segundo, del que se esfuerza y lo hace bien, pero queda a la sombra, del que hace un trabajo excelente que no sale nunca en las noticias, apenas se ha contado y me parece mucho más sugerente.
Lo pienso cada vez que visito un restaurante que no está reconocido en las guías, cada vez que leo un libro que no estuvo nunca en la lista de los más vendidos. Cuántas veces me hacen disfrutar más que otros, quizás técnicamente superiores, pero también mucho más previsibles. Esa obsesión, infantil también, como la del gusto por lo fácil, por lo brillante hace que nos perdamos parte de lo que vale realmente la pena.
Cada vez pienso más en que esto no es una guerra. En que no hace falta ganar siempre. No quiero tener al lado de casa un restaurante que sea de 10, prefiero tener cerca diez restaurantes que sean de 7. Porque el éxito aislado no significa gran cosa. Y porque lo segundo será menos agradecido para generar titulares, pero querría decir que el panorama gastronómico de mi ciudad es realmente más interesante ¿Deberíamos escribir más sobre los 7 y quizás un poco menos sobre los 10? ¿Deberíamos pensar que los 5 también merecen ser contados, porque la vida no es una sucesión de triunfos y de excepciones y es, en realidad, algo que tiene mucho más que ver con el día a día, con lo cotidiano, con lo que nos hace la vida más agradable sin que apenas nos demos cuenta?
En cualquier caso, creo que lo importante es pensar, cuestionarse por qué nos gustan unas cosas y rechazamos otras; darle vueltas a lo que nos llega al plato, porque eso es lo que nos convierte en una especie única. Con nuestras manías, nuestras miserias y nuestros pensamientos retorcidos. Pero única. Entre otras cosas, porque comemos alcachofas y bebemos Campari.
Muchas gracias por leerme una semana más.
Algunos links
Hace un par de semanas se celebraba en el CCCC de Barcelona el Foro de Mujeres en las Artes Visuales, un encuentro que, entre otros contenidos, dio a conocer 20 proyectos culturales que destacan por su labor pionera en favor de la igualdad en el ámbito de las artes visuales.
Me licencié en historia del arte hace 22 años. Acabé mis estudios de doctorado hace 20. Estos temas simplemente no existían para el curriculum oficial. Y me parece precioso que en apenas dos décadas empiecen a ser parte del debate. Porque era necesario. Y porque demuestra que, al contrario de lo que oímos tantas veces, la historia no está escrita. La estamos reescribiendo.
¿Reescribir la historia? Claro que sí. Es algo que llevamos haciendo desde que la historia es historia. La contamos desde lo que sabemos y desde nuestros planteamientos (como cultura y como individuos, desde una cultura concreta y con una intención determinado). La historia es de todo menos inocente.
El mismo acontecimiento no se contaba igual hace 400 años, hace 100, hace 25 o ahora, desde la izquierda o desde la derecha. Porque la historia no es una ciencia exacta. En historia, dos más dos no suman necesariamente cuatro. Pueden, de hecho, dar resultados diferentes según cómo se aborde la suma. De eso se habla cuando hablamos de reescribir la historia. Porque, una de dos, o la reescribimos o la damos por muerta.
La historia no es narrar unos hechos. No somos cámaras que graban un acontecimiento y lo reproduce. La historia es conocer esos acontecimientos (y darlos a conocer), tratar de entenderlos, de saber por qué tuvieron lugar de esa manera concreta, tratar de explicarlos y de entender sus consecuencias. Y es esa parte final, ese intento siempre incompleto de darle un sentido, lo que la convierte en algo único. Un ordenador puede resolver una ecuación, pero no puede (aún) hacer historia. Eso es lo que nos obliga a estar reescribiéndola constantemente.
Aquí tienes el enlace a una de las notas de prensa del foro.
Otro asunto: esta entrevista que Rick Beato hizo a Sting es realmente interesante. Aunque si no quieres sufrir viendo cómo la edad no perdona ni a la voz del cantante, no veas los diez minutos finales. Y si no sabes quien es Rick Beato, pero te interesa la música pop y rock más allá de simplemente escucharla, no dejes de curiosear en su canal de Youtube.
Lo que he leído
Estoy estos días con Please Kill Me: The Uncensored Oral History of Punk, de Legs mcNeil y Gillian McCain (hay versión en español). Aunque todavía estoy empezando, el libro me interesa por ser probablemente la historia más completa sobre el nacimiento, desarrollo y desaparición de la cultura punk en Nueva York, pero también porque fue uno de los primeros intentos serios de hacer historia oral de un movimiento cultural de estas características hace 25 años. Un librazo.
Lo que he visto
Ayer volvimos a ver The Game, de David Fincher. Y aunque en su momento quedó un poco a la sombra de Seven, comprensiblemente, y aún teniendo en cuenta que algunos detalles pueden no haber envejecido particularmente bien, me pareció ahora mucho mejor película que entonces.
Lo que he escuchado
El libro del que hablo más arriba me llevó a volver a Lou Reed. Y a Magic and Loss, un disco que seguramente nadie habría previsto. Hacía ya unos cuantos años que Reed no tenía un éxito. Nunca había sido una figura especialmente mediática, pero ahora, además, rondaba los 50 y tenía una fama de antipático que se había trabajado a conciencia. Se veía venir la cuesta abajo.
Y, de pronto, en 1992, sale con un disco que habla de la muerte, del cáncer, de la pérdida de amigos y del final de una época. Y lo convierte, contra todo pronóstico, en su estreno más exitoso desde los años 70 y en uno de sus escasísimos éxitos importantes. What’s Good me impresionó en su momento. Yo tenía 16 años y aquella forma de cantar me descubrió a un Lou Reed que me sigue resultando intrigante. Revisarlo 30 años después, entendiendo de qué van las letras, es agridulce, pero vale la pena.