Hay un concepto que me parece al mismo tiempo una virtud y un lastre: saber estar.
Vengo de una familia peculiar. Peculiar en el mejor de los sentidos, al menos desde donde yo lo veo. Peculiar en cuanto a que no es, seguramente, la familia tipo. Mi abuelo paterno era catedrático en la universidad. Mi abuela, su mujer, se licenció en químicas en 1942, cuando el hecho de que una chica de un pueblo pequeño se graduara en una especialidad científica no era algo común. Tuvieron diez hijos, todos titulados superiores, seis de ellos profesores universitarios, mi padre bibliotecario en la misma institución.
Mi abuela materna se licenció en historia del arte. Fue la primera persona de esa rama de la familia en estudiar un doctorado. Yo fui el segundo, 50 años después. Su marido, mi abuelo Moncho, fue pianista. Después se dedicó a la empresa familiar. Vivieron unos años en París y en Roma, donde mi abuelo estudiaba, y tuvieron siete hijos.
Todo eso crea un ambiente fantástico en el que crecer, un contexto cultural que creo que me ayudó mucho a entender la vida como la entiendo. Uno no elige dónde nace, pero puede ser, y yo lo soy, consciente de sus privilegios y agradecerlos.
Sin embargo, ese contexto, al menos tal como yo lo asumí, crea una cierta autoconciencia que, llevada al extremo -y esta es mi parte, esa cosa mía de tender a lo obsesivo que no tiene mucho que ver con esa herencia- es a veces pesada. Crecí escuchando hablar de maestros y discípulos, de producción científica, de alguna manera, también, de un cierto legado; de ser consciente de lo que haces, de hacerlo con propiedad, de hacerlo bien. De saber estar.
Eso hizo que desde muy joven adoptase un tono quizás demasiado serio cuando hablo en público. También cuando escribo, aunque llevo años intentando deshacerme de una cierta farfolla vagamente académica que no me gusta nada. Puede que todo eso tenga que ver con un cierto síndrome del impostor, no lo sé; con haberme formado en una disciplina y vivir de hablar/escribir sobre otra.
Pienso que tiene que ver, también, con la emulación, con haber visto durante décadas que se habla en público o que se escribe de determinada manera. Me faltó, quizás, entender que quien lo hacía así era gente de un ámbito determinado, que no es el mío, y de generaciones diferentes a la nuestra.
Todo eso, sumado a mi timidez natural, me llevó a consecuencias muy curiosas: soy absolutamente incapaz de cantar en público. Toco la guitarra desde hace más de 35 años, lo hago razonablemente bien, considerando, además, que soy zurdo y que toco con guitarras para diestros, y no sois muchos los que me habéis visto hacerlo.
Tengo un sentido del ridículo extremadamente desarrollado. Yo era el que se ponía colorado en clase cuando la profesora me mandaba leer la redacción y aquí estoy, viviendo de hablar en público, de escribir para los demás, de subirme a veces a un escenario o de salir ocasionalmente en la televisión. La vida es bastante curiosa. No he perdido el pudor, aunque sí que he aprendido, mal que bien, a controlarlo.
Pero mantengo un miedo irracional a estar fuera de lugar contra el que peleo hace años. Viene del mismo lugar que esos tonos autoritarios que ha habido y hay en la escritura gastronómica y de los que tanto me quejo; de un sentido de la autoridad que adoptaba siempre una misma forma: si sabes de algo, lo expresas en esa clave, con convicción, sin fisuras. Viene de la negación del humor, de la ligereza o de la improvisación como herramientas válidas para subrayar la autoridad, idea que no comparto. No quiero decir con esto que eso sea lo que me hayan querido transmitir sino que eso es lo que yo, de alguna manera, fui construyendo.
Por eso aún hoy me irrita, cuando hago una broma y alguien me dice que le sorprende, que no me imaginaba en ese tono. Me irrita porque entiendo de dónde viene: de ese empeño mío por parecer serio, apropiado, por ese tratar de saber estar del que intento deshacerme.
Y aquí estoy, con mis párrafos largos, mis subordinadas y mis cosas que creo que no ayudan mucho a despojarse de ese tono, pero a los que me cuesta renunciar. Aquí estoy, tratando de quitarle gravedad a lo que escribo, intentando aligerar, para los demás y para mí, porque, aunque me cueste, eso es lo que me apetece.
Hay un sentido de la trascendencia que hemos heredado, que viene de muy lejos y que nos pesa en los hombros como si cargásemos un piano: hay una idea, de raíz cristiana, que se basa en el dar ejemplo y que se suma a una concepción de lo respetable como algo serio, adusto incluso. Venimos de una idea de la cultura como un lugar duro e inasequible. Y son conceptos que creo que no nos hacen ningún favor.
La Clave (1976 - 1985). Así lucía la gente que sabía cosas cuando crecí.
Por eso estoy cada vez más interesado en la divulgación: en entender para quién hablas y en adaptar el tono a la audiencia y al lugar; en ser capaz de contar cosas no siempre sencillas desde un tono fácil. Me interesa ser capaz de hacer atractivo algo que tradicionalmente resultaba inaccesible.
Esto no está reñido con el respeto al conocimiento especializado o a la autoridad en un tema, por mucho que no me guste calificarla como autoridad -lo siento, no encuentro un equivalente mejor. Que algo no me guste no quiere decir que sepa como solucionarlo- Al contrario: si eres capaz de especializarte en un tema, de dominarlo y de transmitirlo luego de una manera fácil, me tienes ganado para siempre.
Hace unos años que estoy escribiendo un libro sobre empanadas gallegas -que, si todo va bien, ahora sí, estará en la calle en unos pocos meses- y el gran trabajo ha sido intentar huir del tono de manual académico. Hay una parte teórica, claro, pero en ella hago un esfuerzo enorme por no resultar excesivamente técnico y para que el resultado sea legible. Quizás eso sea lo que más me ha costado. Es un libro, al menos eso pretende, para ser leído, para intentar que más gente disfrute de algo de lo que yo disfruto, para hacer atractivo un tema que muchos no conocen. Para llevar en la guantera del coche, si quieres, y volver a él de rato en rato. Es una invitación a curiosear, a disfrutar, y no una demostración de cuánto sé.
Esa es la clave. Mira que me ha costado. Cuando mi abuelo, edafólogo, me llevaba al monte y me hablaba de suelos conseguía que, yo, de letras, con 8 o 10 años, me emocionase con el tema. Y no fue con eso con lo que me quedé, sino con el tono de los artículos científicos o las pocas conferencias a las que asistí. Culpa mía.
Por eso me encandila quien escribe haciendo que parezca fácil. Acabo de terminar un libro de Joyce Carol Oates: Violación. Una historia de amor. Es ese hacer fácil lo complicado, convertir en apetecible de leer algo que es, en realidad, durísimo. Me pasa con Carrère, con Kiko Amat, con Svetlana Alexievich, incluso con un Knausgaard al que aún se le ve, al fondo, ese ser autoconsciente de una manera vieja, pero que pese a ello escribe fácil.
Por eso disfruto mucho cuando tengo que hablar sobre gastronomía, sobre su historia o sobre sus ramificaciones actuales, para un grupo que no es del sector, que quizás no está familiarizado con el mismo, y consigo captar su atención.
Durante años no leí nada reciente porque pensaba que había suficientes cosas anteriores que leer antes de ponerse con algo escrito en los últimos años que -ahora sé que era eso lo que me ocurría- aún no estaba validado. Me pasé un par de décadas leyendo solamente libros clásicos dentro del canon. Cada uno hace el idiota como quiere y esta era mi forma. Literatura, ensayo, manuales… lo que fuera, pero tenía que llevar el sello de aprobado.
Creo que empecé a cambiar de punto de vista cuando empecé a leer otras cosas, a Piglia o a Zambra además de a Borges; a Mariana Enríquez o a Andrea Abreu. Algunos de sus libros serán canon, porque sigue habiendo canon y me temo que seguirá ahí mucho tiempo. Otros no. Y descubrir que no lo serán y no pasa nada, que con que ellos escriban bien y yo disfrute leyéndolos hay más que de sobra, es lo mejor que pudo ocurrirme.
Lo mismo me ha pasado en mi relación con los restaurantes. No hace tanto estaba obsesionado con ir a los lugares que marcan una época. Ahora me interesan, claro, entre otras cosas desde un punto de vista profesional, para entender de dónde vienen las cosas. Pero he recuperado el placer de ir a un restaurante, de cualquier tipo, por el placer de ir, sin más. He aprendido, creo, a leer el contexto y a darle la importancia que realmente tiene. Y esa es la palabra clave: importancia ¿importancia para quién? ¿importancia para qué? ¿Qué importa que ese lugar vaya a pasar a la historia, cosa que por otro lado tampoco sabemos, si no lo disfrutas, si no tiene sentido para ti, si tienes la sensación de que, desde determinado punto de vista, está vacío?
Y, sobre todo, he aprendido que en cocina también lo difícil es hacer que algo parezca nuevo y fácil a la vez. O de toda la vida sin serlo. Lo verdaderamente complicado es despojarlo. Bagá, Landua, Terra, Monte, Casas Colgadas, Arrea!. Qué difícil hacer que todo parezca tan sencillo. Qué complicado deshacerse de la carga de lo que van a decir, del qué van a pensar, y cocinar lo que quieres cocinar, cocinar rico y que todo encaje.
Qué difícil, a veces, dar un paso atrás y servir un plato absolutamente clásico en medio de algo que va en otra línea, sin complejos, porque sí. O un bocado diferente, que va por otro lado. El rollo de bonito de Casa Belarmino, la fabada de Casa Gerardo, el pincho de corazón de atún de Tohqa, el pichón de Lera, el pan con grasa de sardina de Nordestada. Qué complicado apartarse del foco para ponerlo en donde tiene que estar: en la relación entre el plato y el comensal, en que todo encaje -sobre todo para el último- en que la experiencia tenga sentido, en lograr mantener la curiosidad, que no es lo mismo que la sorpresa, que pasa rápido y que con frecuencia se olvida aún con más velocidad. Qué complicado ese, ahora sí, saber estar.
Qué complicado es entender que hacer las cosas por el placer de hacerlas bien, olvidándose de la trascendencia, de las miradas puestas en el plato, en el libro, en el escenario; hacerlas como si todos nos fuésemos a morir mañana y lo que pase después no tenga ninguna importancia, es la única forma de hacerlas. Entender que saber estar, a veces, es saber callarse, saber cuándo reírse - de uno mismo o de los otros- saber dejarse llevar, saber cuándo hacerse a un lado, cuando disfrutar de ese vino con gaseosa y de esas croquetas del montón sin buscar siempre algo elevado.
Cuánto cuesta deshacerse de esos prejuicios, de la conciencia de quién eres, del qué dirán, de hacer las cosas como deben hacerse, para hacer lo apropiado, lo correcto, que suele ser algo que marca distancias, límites y cotos cerrados. Qué complicados es hacerlo para escribir lo que quieres escribir, para contar lo que crees que hay que contar, para bromear o dejar que otros bromeen, para reírte un poco tirando, además, esas barreras que rodearon tradicionalmente a todo lo que tuviera que ver con la cultura, convirtiéndola en el coto de unos pocos.
Hay que leer por el gusto de leer, disfrutar -siempre que los nervios lo permitan- de lo que se está haciendo, de contar algo, de compartir un punto de vista, de intentar convencer. Hay que ver más películas intrascendentes, por el placer de verlas. Hay que ir a más restaurantes, mejores o peores, olvidarse de si salen en una lista o en otra. Ir por curiosidad, por placer. Ir por diversión, por aprender. Ir por el gusto de ir. Y contarlo luego, si acaso, de la misma manera.
Hay que viajar a más lugares que no son ni el más espectacular, ni el más grande, ni el más bonito ni aquel al que todo el mundo va, porque eso también ayuda a recalibrar, a entender que no todo es excepcional, único, trascendente. Y que no sólo no pasa nada, sino que eso es lo mejor que puede ocurrir.
Tomarse algo demasiado en serio es la antítesis de la elegancia, dice Ignacio M. Giribet. Si tengo ganas de bailar, para qué voy a esperar, cantaban El Último de la Fila. Llévame al cine, amor, y a tomar un arrocito a Castellón, si total son cuatro días, continuaban.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Tenemos un trabajo precioso que nos permite aligerar el equipaje. Hagámoslo.
Gracias por escribir como escribes, por comunicar tanto y tan claro. Disfruto mucho leerte. Siempre. Me llamo Ivanova y vivo en Caracas.